De la agon¨ªa de 'Las meninas' a su resurrecci¨®n
Desde mayo de 1917, a?o en que tuve que dejar, con mi familia, mi ciudad natal, el Puerto de Santa Mar¨ªa, en la maravillosa y m¨ªtica bah¨ªa gaditana, para instalarme definitivamente en Madrid, puedo decir, sin exageraci¨®n, que eleg¨ª corno mi gran vivienda el Museo del Prado. Yo, entonces, no era poeta, no hab¨ªa despertado a¨²n a la poes¨ªa, creyendo ciegamente que s¨®lo iba para pintor. Por eso, en cuanto llegu¨¦, quise primero dibujar, hacer academias, compartiendo mis visitas al Museo del Prado con mis ma?anas del Cas¨®n, un precioso palacete del rey Felipe IV, en donde llegu¨¦ a dibujar, aprendi¨¦ndolas de memoria, cuantas estatuas griegas y romanas se levantaban en sus salas. Cuando a los pocos meses me sab¨ªa el Cas¨®n con los ojos cerrados, quise probar cosa que me parec¨ªa m¨¢s dif¨ªcil: copiar algo en el Prado, yendo a elegir como primer ensayo un san Francisco muerto, atribuido a Zurbar¨¢n, que despu¨¦s fue retirado del museo. Quiero ahora recordar, repiti¨¦ndomela, la impresi¨®n que tuve de la pintura cl¨¢sica durante mis primeras visitas, acostumbrado, como estaba, a ver en mi pueblo andaluz s¨®lo malas reproducciones en colores y algunos oscuros paisajes velazque?os colgados en casa de mis abuelos. Deslumbrado qued¨¦ de la luminosidad de los azules, los rojos, los blancos, los verdes, los intensos negros y tostados sienas que se me descorrieron de improviso en Tiziano, Tintoretto, Rubens, Vel¨¢zquez, Zurbar¨¢n, Goya... Ante m¨ª estaba, ahora, levantando sus enormes patas delanteras el inmenso caballote sobre el que se alzaba el principito Baltasar Carlos, contra un cielo de azules transparentes y helados blancos guadarrame?os. Ante m¨ª se abr¨ªa tambi¨¦n aquella habitaci¨®n, aquel taller en el que surg¨ªa de su a¨¦rea penumbra respirable aquella preciosa y fr¨¢gil infantina do?a Margarita, atendida por sus sol¨ªcitas meninas, sus azafatas, do?a Mar¨ªa Agustina y do?a Isabel de Velasco, junto a la gran enana Maribarbola y Nicolsito Pertusato, un enanillo italiano, que planta el pie en el lomo del perro adormilado, bajo la mirada de Vel¨¢zquez, que levanta el pincel, ante un enorme cuadro que no vemos, mirando, seguramente al fondo, la aparici¨®n del rey Felipe IV con la reina, que retrata en el espejo que est¨¢ a su espalda, en el mismo taller en donde ya ha pintado la escena familiar de Las meninas. Aquella visi¨®n primera del museo llen¨® mis ojos inocentes de im¨¢genes esplendorosas, entre las que se entrelazaban las ninfas y bacantes de Tiziano con las diosas, repletas de anchos n¨¢cares y tornasoles, de Rubens, con las apariciones blancas de Zurhar¨¢n, los azufres incandescentes de El Greco, los evaporados de Murillo, las tenebrosidades y relampagueantes escenas populares de Goya. Desde 1917 hasta la insurrecci¨®n militar de julio de 1936, el Museo del Prado hab¨ªa sido mi casa juvenil, la cita con las novias, con los amigos pintores y poetas, ya en esos a?os poeta yo, a partir de 1924, pero siempre apasionad¨ªsimo de la pintura.Pero el Museo del Prado cerr¨® sus puertas al p¨²blico a partir de los primeros bombardeos de Madrid por la aviaci¨®n franquista, cuyas bombas lo hab¨ªan alcanzado, cayendo precisamente algunas en la sala de Vel¨¢zquez, aunque la gran mayor¨ªa de las obras ya hab¨ªa sido evacuada a los s¨®tanos, no muy profundos, del museo, que comenz¨® a ser la gran preocupaci¨®n del Gobierno, de todo el Madrid intelectual y art¨ªstico que amaba y se enorgullec¨ªa de poseer una de las pinacotecas m¨¢s ricas y asombrosas del mundo. Tambi¨¦n para la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la que yo era secretario con Jos¨¦ Bergam¨ªn, el inmenso peligro que corr¨ªa el museo era su mayor, su m¨¢s permanente desvelo.
Madrid, hacia comienzos de aquel mes de noviembre, era ya una ciudad totalmente en guerra. El Gobierno hab¨ªa partido ya para Valencia. En Madrid se hab¨ªa creado la Junta de Defensa, presidida por el general Miaja. Los artistas e intelectuales m¨¢s viejos hab¨ªan partido tambi¨¦n, entre ellos nuestro gran poeta Antonio Machado. S¨®lo quedaba en Madrid, al lado de cierta poblaci¨®n imposible de evacuar, el ej¨¦rcito, que se preparaba para defender nuestra capital de un casi asedio que durar¨ªa 27 meses. Y el museo a¨²n estaba all¨ª, esperando. Tarea inmensa, de una infinita responsabilidad. Pero un atardecer de ese mismo mes de noviembre, Mar¨ªa Teresa y yo, con un permiso del jefe del Gobierno, Francisco Largo Caballero, entramos en el Prado para iniciar, con un primer env¨ªo, el salvamento de las principal¨ªsimas obras que el Ministerio de Bellas Artes de la Rep¨²blica se propon¨ªa sacar de Madrid.
Ya se hab¨ªa recibido la orden de que ese env¨ªo lo compusieran dos de los cuadros m¨¢s insignes y universales del museo del Prado: Carlos V en la batalla de Mulberg, de Tiziano, y Las meninas, de Vel¨¢zquez. Nos recibieron dos milicianos armados. El gran museo estaba en soledad. En la larga galer¨ªa central, m¨¢s interminable que nunca, se ve¨ªan sobre las paredes las huellas de los cuadros que hab¨ªan sido ya descendidos a los s¨®tanos. A ellos bajamos. En la sala de restauraci¨®n nos aguardaba el subdirector del museo, con varios carpinteros y empleados, mostr¨¢ndoles nuestra autorizaci¨®n del ministerio para iniciar la evacuaci¨®n de las obras. All¨ª pudimos ver, en penumbra, Las meninas, que poco tiempo despu¨¦s, con el Carlos V a caballo, nos la enviaron a media noche a nuestra Alianza de Intelectuales para que nos encarg¨¢semos del env¨ªo. Dos inmensas cajas, sujetas por barrotes de hierro a los lados del cami¨®n que hab¨ªa de transportarlas, unidas fuertemente por entrecruzados barrotes de madera, levantaban un alto y extra?o monumento, protegido por grandes lonas para preservarlo de la humedad y la lluvia. En un auto, milicianos armados del 5? Regimiento y motoristas de la columna motorizada custodiaron, carretera de Madrid hacia Levante, la hist¨®rica marcha. Comenzaban a borrarse los perfiles de la ciudad en el momento de partir. Noche aquella sin sue?o.
"Motores. / ?Alerta, milicianos! / Mientras por la interminable neblina se van perdiendo Las meninas y el Carlos V de Tiziano".
Cuando despu¨¦s de m¨¢s de 39 a?os de exilio pude regresar a Espa?a, al llegar a Madrid lo primero que hice, como lo hab¨ªa hecho en 1917, fue correr al Museo del Prado. Conoc¨ª¨¢tien la aventura que hab¨ªan corrido sus principales obras, regresando al fin a su hogar despu¨¦s de haber sido expuestas, con clamoroso asombro, en Ginebra. Me angustiaba por ver aquellas dos que hab¨ªan salido en una noche oscura de guerra hacia Valencia, bajo nuestra responsabilidad. El Carlos V de Tiziano se alzaba, m¨¢s o menos igual, en un nuevo puesto del museo. Entr¨¦ en las nuevas salas, provisionales, de Vel¨¢zquez, perdido el aliento por ver Las meninas, colocadas de nuevo en aquella habitaci¨®n aparte. ?Dios m¨ªo! Si tristes y plomizas me hab¨ªan parecido ciertas obras velazque?as -El principe Baltasar Carlos, Las lanzas, La visita de san Antonio Abad a san Pablo-, me descendi¨® el alma hasta el subsuelo cuando vi Las meninas, agonizantes bajo una espesa costra color ocre, que cubr¨ªa todo el cuadro, unific¨¢ndolo, sumergi¨¦ndolo en una sustancia de muerte. ?En d¨®nde estaba la infantina del traje chispeante, la graciosa sirvienta Mar¨ªa Agustina, el lazo blanco y gris plata de sus cabellos, aquella tenuidad de armoniosos carmines y suavizados negros, aquel aire que iluminaba la penumbra del taller donde el propio Vel¨¢zquez surg¨ªa, pincel en alto, en el momento de crear una de las m¨¢s sorprendentes obras de la pintura de todos los tiempos? Tristeza. Melancol¨ªa. Amarillenta oscuridad. Agon¨ªa sin fin. Lo dije al d¨ªa siguiente, a un diario, en una entrevista: "Gran parte de la pintura espa?ola est¨¢ enferma. Y en algunas obras de Vel¨¢zquez hay signos mortales". Esto lo sab¨ªa bien la direcci¨®n del Museo del Prado, pero el franquismo se hab¨ªa interesado m¨¢s en coleccionar, en juntar a los vivos que hab¨ªa matado en la guerra que en salvar tantas maravillosas cosas que estaban agonizando en el pa¨ªs. Y as¨ª, hasta estos d¨ªas, y gracias al tes¨®n de Alfredo P¨¦rez S¨¢nchez, director del museo, no se encontr¨® el dinero, que tuvo que ofrecer generosamente una se?ora anciana inglesa, jud¨ªa sefardita, para que Las meninas fueran arrancadas de su agon¨ªa y volviesen a resucitar, casi como eran, en lo posible, bajo la mano experimentada de John Brealey, el experto internacional m¨¢s calificado, director del gabinete de restauraci¨®n del Metropolitan Museum de Nueva York. Y ahora, despu¨¦s de las m¨¢s largas pol¨¦micas en los medios art¨ªsticos nacionales, de las cr¨ªticas m¨¢s injustas y provincianas, que estuvieron a punto de hacer renunciar a Brealey de su compromiso, el trabajo del gran restaurador de Las meninas, con toda la documentaci¨®n generada por el proceso de limpieza, se est¨¢ exhibiendo en una sala provisional del Museo del Prado, pudi¨¦ndose contemplar la magna obra de Vel¨¢zquez a¨²n m¨¢s esplendorosa y vital que cuando yo la vi, por vez primera, aquella ma?ana del mes de mayo de 1917, hace ahora mucho m¨¢s de 40 a?os, reci¨¦n llegado del Puerto de Santa Mar¨ªa, mi ciudad natal, en la maravillosa y m¨ªtica bah¨ªa gaditana.
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