Religi¨®n y pol¨ªtica
Desde el siglo XVI por lo menos ha habido en Europa luchas sin cuento, algunas harto cruentas, en torno a una cuesti¨®n que arrastra, o supone, muchas otras: la de si las creencias religiosas son cosa eminentemente p¨²blica o asunto no menos eminentemente privado. Podr¨ªa pensarse que, despu¨¦s de tanto tiempo, y con tantos problemas urgentes como hoy se plantean -entre ellos, el urgent¨ªsimo de c¨®mo evitar un "invierno nuclear"-, la cuesti¨®n citada es una mera curiosidad hist¨®rica capaz s¨®lo de apasionar a algunos eruditos. No ocurre as¨ª. En algunos casos parece que se vuelve a los debates de anta?o, que opon¨ªan ferozmente los llamados "religionarios" a los calificados, entre otros modos, de "racionales" y "seculares".No me refiero ahora al indudable hecho de que en algunos pa¨ªses las cuestiones pol¨ªticas est¨¢n de hecho estrechamente imbricadas con cuestiones religiosas -o viceversa-; basta leer las noticias o viajar un poco por el mundo para darse cuenta de que el globo terr¨¢queo est¨¢ muy lejos de hallarse completamente secularizado o de vivir enteramente de espaldas a creencias -o a instituciones- religiosas. ?ste es asunto muy distinto, digno de ocupar la atenci¨®n de fil¨®sofos, te¨®logos, soci¨®logos e historiadores. Aqu¨ª me refiero a ciertas discusiones en varios pa¨ªses -cuyos ciudadanos pueden abrigar creencias religiosas distintas, o ser fieles de distintas iglesias, o ser ateos, o indiferentes- sobre si, y hasta qu¨¦ punto, el que desempe?a un cargo p¨²blico al servicio de todos debe o no tratar de promover p¨²blicamente y, a la postre, imponer normas o dictados resultantes de sus creencias religiosas -o de la ausencia de ellas.
En una gran mayor¨ªa de casos se acuerda, por lo menos t¨¢citamente, que las cuestiones religiosas y las pol¨ªticas deben mantenerse separadas. Herederos todos, en semejantes Estados religiosa y pol¨ªticamente pluralistas, de una tradici¨®n ya muy arraigada, se conviene que las creencias religiosas, -que incluyen, una vez m¨¢s, la posibilidad de no tenerlas- pueden ser muy b¨¢sicas, e inclusive las m¨¢s importantes de todas para el individuo, pero que son asunto estrictamente personal, que no tiene por qu¨¦ interferir en el proceso pol¨ªtico. Puesto que se supone que hay, o debe haber, libertad de creencias, se concluye que no se debe tratar de imponer ning¨²n sistema de creencias sobre cualquier otro o sobre la ausencia de creencias. Nadie se opone, pues, en principio, a la separaci¨®n estricta entre "la Iglesia" ("Las Iglesias") y "el Estado".
Este acuerdo comienza a quebrarse cuando se plantean ciertas cuestiones consideradas "altamente morales", las cuales suelen hacerse depender, sin que se aclare siempre bien por qu¨¦, de creencias religiosas. Una de estas cuestiones es el aborto, pero puede ser, cualquier otra donde se admita y acepte que "la religi¨®n" en general, o alguna iglesia en particular, puede, y hasta debe, tener sus puntos de vista, expresables a menudo en dogmas y traducibles a recomendaciones y normas pr¨¢cticas.
?Qu¨¦ actitud adoptar en estos caso? El incr¨¦dulo, o el indiferente en materia de religi¨®n, no tiene al respecto problemas mayores: la separaci¨®n entre las instituciones religiosas y el Estado encaja perfectamente con su propia actitud respecto a "la religi¨®n", de modo que cuando se suscita alguno de los problemas aludidos sigue con toda naturalidad su propensi¨®n a tratarlo, por as¨ª decirlo, "pol¨ªticamente", esto es, como una cuesti¨®n susceptible de disputa, acarreo de argumentos o datos y decisi¨®n final a base de acatamiento de la opini¨®n de la mayor¨ªa, sin por ello atropellar los derechos de las minor¨ªas. En un Estado religioso y pol¨ªticamente pluralista, las creencias e instituciones religiosas tienen que ser tan escrupulosamente respetadas como no menos escrupulosamente separadas de los asuntos del Estado.
El problema, y a veces la angustia, se le plantea a quien habiendo sido democr¨¢ticamente elegido para ocupar un cargo p¨²blico sigue siendo un creyente y posiblemente miembro fiel de una iglesia que mantiene, como tiene perfecto derecho a hacerlo, opiniones, actitudes o dogmas bien definidos con respecto a una cuesti¨®n dada. ?Qu¨¦ actitud adoptar¨¢?
Hay tres, y son justamente las que vienen siendo objeto de enconadas disputas.
Una es la propugnada por el gobernante que es, o proclama ser, un fervoroso creyente y para quien en ciertas cuestiones no hay vuelta de hoja: el no seguir en ellas las ense?anzas de "la Iglesia", o de una Iglesia, o alg¨²n grupo de ellas, es pura y sencillamente pecaminoso o inmoral. Sinti¨¦ndolo mucho (o no sinti¨¦ndolo en absoluto), tal gobernante concluye que si en tales casos no se puede separar la Iglesia del
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Estado ello se debe a que ¨¦ste tiene "una base religiosa", de modo que quienes se oponen a las presuntas ense?anzas religiosas se oponen a la vez a los fundamentos de la sociedad civil. Ni que decir tiene que entonces se desvanece, o va camino de desvanecerse, todo pluralismo, religioso o pol¨ªtico, y con ello, una de las m¨¢s firmes bases de la libre democracia -cosa que tal gobernante puede muy bien no echar demasiado de menos.
Otra actitud es la adoptada por un gobernante que sea, sin lugar a dudas, un sincero creyente y para quien, siendo "la Iglesia", o su Iglesia, depositaria de "verdades divinas", ¨¦stas no pueden simplemente echarse en saco roto o no obedecerse. Por si fuera poco, los electores sab¨ªan qu¨¦ creencias religiosas profesaba, de modo que pod¨ªan conjeturar que, llegado el momento decisivo, se atendr¨ªa a ellas. La separaci¨®n entre la Iglesia y el Estado, aceptable en muchos casos, es -presume nuestro pol¨ªtico- cuando menos cuestionable en algunos otros, que pueden ser pocos, pero que son, moralmente hablando, decisivos. Esta actitud es, en ¨²ltimo t¨¦rmino, id¨¦ntica a la precedente, pero difiere de ella en "la manera" -que en asuntos pol¨ªticos no es desde?able-; en vez del puro fanatismo inquisitorial, tenemos aqu¨ª algo as¨ª como una "teor¨ªa religioso-pol¨ªtica" para el examen, y aprobaci¨®n, de los ciudadanos. Por desgracia, tambi¨¦n aqui se va en camino de destruir todo pluralismo religioso y pol¨ªtico, y con ¨¦l, los fundamentos de todo sistema democr¨¢tico.
?ste puede seguir manteni¨¦ndose s¨®lo cuando el hipot¨¦tico gobernante y sincero, y hasta fervoroso, creyente no cede un punto en lo que concierne a sus creencias religiosas y a su fidelidad a alguna determinada Iglesia, pero estima que por cuanto representa, y defiende los intereses, de todos los ciudadanos de su circunscripci¨®n, ciudad, regi¨®n o pa¨ªs, basta con que uno solo de ellos no comulgue en sus personales convicciones religiosas para que, tr¨¢tese del asunto de que se trate -incluyendo asuntos considerados "morales"-, estas convicciones no sean impuestas sobre tales ciudadanos.
"Nuestra moralidad p¨²blica", afirm¨® el cat¨®lico gobernador Mario M. Cuomo, del Estado de Nueva York, en un resonante discurso en la universidad Cat¨®lica de Notre Dame, el pasado mes de septiembre, "los patrones morales que mantenemos para todos, y no s¨®lo aquellos sobre los que insistimos en nuestra vida privada- dependen de un punto de vista sobre lo justo y lo injusto alcanzado mediante consenso.
Los valores derivados de la creencia religiosa no son, y no deben ser, aceptados como parte de la moralidad p¨²blica a menos que la comunidad pluralista en general participe de ellos por consenso".
Salvo la discutible expresi¨®n "la comunidad pluralistica en general", que podr¨ªa llevar al atropello de alguna minor¨ªa -aunque fuese s¨®lo una minor¨ªa de una sola persona-, el gobernador de Nueva York dio en el clavo.
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