La chica de la valla
Durante varios a?os, el hombre hab¨ªa realizado cada ma?ana el mismo viaje por esa calle, pero la chica no se encontraba all¨ª. La descubri¨® en un momento de vulgaridad en medio de un atasco de coches. Como siempre, aquel lunes el despertador hab¨ªa sonado a las siete en punto y el tipo lanz¨® un gru?ido de palabras inconexas contra el destino que no tuvo respuesta. Entre bostezos de tigre, rasc¨¢ndose los ri?ones, arrastr¨® las babuchas hasta el cuarto de aseo para ejecutar las abluciones t¨ªpicas de un asalariado. Mientras una mujer con bata de felpa le preparaba el caf¨¦ con leche en la cocina, ¨¦l se acomod¨® los gases, experiment¨® algunas arcadas, vomit¨® un pedazo de bofe por la nariz, se fregote¨® los alerones, se rasur¨® el rostro anodino, se pein¨® la calva, se dio un breve masaje en el papo con colonia de garrafa y sali¨® casi triunfalmente del retrete con unos calzones de saldo. Se trataba de un ordenanza maduro, vestido de marr¨®n oscuro, que nunca hab¨ªa tenido una pasi¨®n. Viv¨ªa en un piso interior descascarillado al amparo de una esposa de muchas arrobas y su ¨²nico sue?o se alimentaba a veces con la colada del patio. En los instantes m¨¢s felices pend¨ªan de las cuerdas ciertas bragas sucintas color de rosa o sostenes de encaje de algunas vecinas que se cruzaban con el hombre en la escalera. Entonces pensaba en lejanas e imposibles cucharadas de flan.-Ah¨ª tienes el desayuno.
-?Qu¨¦ d¨ªa es hoy?
-M¨ªralo en el calendario. Creo que estamos a 20.
-?Todav¨ªa?
-T¨®mate el caf¨¦. ?Qu¨¦ es eso?
-?Qu¨¦?
-Ah¨ª, en el cuello.
-Nada. Me ha salido un grano.
-No te olvides de pedir el anticipo, no hay un duro en casa. Oye, ese grano est¨¢ lleno de pus.
Pod¨ªa conducir dormido
A lo lejos humeaba el centro de la ciudad. En la barriada de bloques del extrarradio, rodeada de basureros generales, el hombre mont¨® en un autom¨®vil de segunda mano y se dirigi¨® al trabajo por carreteras que bordeaban f¨¢bricas desvencijadas, descampados con perros fam¨¦licos y chabolas con chapas de bid¨®n. La niebla del amanecer, algo f¨¦tida y taladrada por las chimeneas de alguna factor¨ªa, se adensaba en las vaguadas y a trav¨¦s de ella emerg¨ªa una ristra de volquetes, camiones, autobuses y otros veh¨ªculos detenidos ante un paso a nivel. Hab¨ªa que cruzar la v¨ªa del tren para entrar en la autopista. A partir de all¨ª comenzaban a verse reclamos de publicidad en grandes cartelones plantados en el erial sobre cementerios de chatarra. Chicas con la boca entreabierta, de piernas amorosas, que ofrec¨ªan un aceite de moto, galanes de recia mand¨ªbula que exhib¨ªan la prenda de la temporada. A lo largo del trayecto hacia la ciudad se suced¨ªan paredones mugrientos con pintadas de alquitr¨¢n, puentes, pasarelas, tapias con carteles todav¨ªa pol¨ªticos. ?Qu¨¦ pod¨ªa esperar este sujeto de la vida? Nada, o sea, nada. Unas vacaciones en Cullera, alguna tortilla de patatas con gaseosa los domingos en la sierra, una quiniela con 14 aciertos, una excursi¨®n a su pueblo de origen durante la matanza, una sonrisa del director general o un campeonato de Liga que ganara el Atl¨¦tico de Madrid. Trabajaba de ordenanza en una compa?¨ªa de seguros cuyo edificio central estaba situado en los altos del paseo de la Castellana. Para llegar hasta all¨ª, este ciudadano an¨®nimo deb¨ªa cruzar un centenar de calles, pero despu¨¦s de recorrer el mismo camino tantos a?os sin una m¨ªnima variaci¨®n ¨¦l pod¨ªa conducir incluso dormido. De hecho as¨ª hab¨ªa sucedido alguna veces.Aquella ma?ana llov¨ªa. El hombre se hallaba atrapado en medio de un atasco entre un clamor de pitidos. Tambi¨¦n se o¨ªan sirenas de ambulancia, de polic¨ªa o de bomberos, y el tipo estaba sumido en la desdicha del lunes. De pronto levant¨® distra¨ªdamente los ojos y a trav¨¦s del parabrisas vio la valla publicitaria colgada en una fachada desconocida. Una muchacha bell¨ªsima, de largos muslos anfibios, le miraba de forma intensa. Detr¨¢s de la silueta de su cuerpo desnudo hab¨ªa una maravillosa puesta de sol sobre un mar caliente donde navegaba un velero de dos palos. Ella se encontraba reclinada en una tumbona de playa bajo palmeras celestes acariciando un licor rojo. Pero no cab¨ªa la menor duda. La mirada azul de esa muchacha era s¨®lo para ¨¦l. La sonrisa insinuada en su boca de melocot¨®n parec¨ªa exigirle una inmediata respuesta. Al ordenanza le estall¨® el cerebro.
Una clase de amor insospechado
Sin duda hab¨ªa en el mundo extra?os para¨ªsos con manantiales de la eterna juventud, dulces islas llenas de bailarinas, desiertos color crema con oasis de camelias, orillas v¨ªrgenes donde la inocencia a¨²n era aceptada. En el coraz¨®n del ordenanza hab¨ªa comenzado a anidar una clase de amor insospechado que la imaginaci¨®n dispar¨® hacia lugares de ultramar. Aquella ma?ana lleg¨® a la oficina totalmente feliz ya que la vida hab¨ªa adquirido para ¨¦l cierto sentido.-G¨®mez, lleve este sobre al despacho del apoderado.
-S¨ª, se?or.
-?De qu¨¦ se r¨ªe?
-No es nada. Perd¨®n.
-Est¨¢ usted muy contento. ?Le ha ocurrido algo agradable?
-S¨ª, se?or.
-Le felicito. Que sea enhorabuena, G¨®mez.
El ordenanza no se atrevi¨® a confesar a su jefe inmediato que acababa de conocer a una chica bell¨ªsima y que ella se le hab¨ªa insinuado de un modo ardiente. Tampoco comunic¨® la noticia a los compa?eros de pasillo, pero a partir de aquel d¨ªa un sue?o secreto fue tomando un viento de oro en el interior de este ciudadano. De regreso a casa despu¨¦s de la jornada de trabajo detuvo el coche en aquella esquina, baj¨® la ventanilla y durante media hora se qued¨® contemplando la valla publicitaria. La muchacha segu¨ªa all¨ª. Le miraba s¨®lo a ¨¦l con ojos inmensos, azules, totalmente fijos. Sonre¨ªa con el hocico inflamado y le invitaba a echar un trago a su lado bajo unas palmeras celestes. Cuando ya hab¨ªa anochecido en el horizonte acu¨¢tico de la valla, el hombre se despidi¨® de su amante y emprendi¨® el camino del hogar con el pecho hinchado por la emoci¨®n. Apenas hab¨ªa traspasado el felpudo, la mujer le pregunt¨® por el anticipo, pero el enamorado no recordaba nada.
-?Qu¨¦ es eso?
-He comprado una botella de Campari.
-?Te has vuelto loco?
-Esta noche nos la vamos a tomar entera en la cama.
-?Qu¨¦ te pasa? Hoy es lunes.
-Bueno, ?y qu¨¦?
Nunca hab¨ªa sentido tanta dulzura en los propios m¨²sculos. Sorb¨ªa a veces un poco de licor y no hac¨ªa sino navegar por mares inexplorados pilotando el cuerpo de una esposa real, aunque debajo del deseo flu¨ªa la imagen de aquella muchacha que durante la celebraci¨®n carnal le llev¨® muy lejos. Cuando a las siete en punto son¨® el despertador el ordenanza volvi¨® precipitadamente de Bali y entr¨® rasc¨¢ndose los ri?ones en el cuarto de ba?o para lavarse los alerones y afeitarse el rostro anodino. Su existencia no hab¨ªa cambiado. Segu¨ªa siendo el mismo tipo miserable y el camino hacia el trabajo tambi¨¦n era id¨¦ntico. Carreteras que bordeaban f¨¢bricas destartaladas, descampados con canes escu¨¢lidos y chabolas de lat¨®n, puentes, pasarelas, tapias con churretones de alquitr¨¢n, autopistas que saltaban sobre cementerios de chatarra, calles llenas de peque?os comercios ins¨ªpidos, de escaparates polvorientos, de gritos voceando mercanc¨ªas, de atascos que produc¨ªan los repartidores de butano o de bebidas. A pesar de todo, cada d¨ªa, durante el trayecto, este ciudadano an¨®nimo percib¨ªa un fogonazo de belleza que le dejaba inundado de luz. Pasaba en el coche rozando el litoral de la valla publicitaria y all¨ª estaba siempre la chica a su disposici¨®n. Ella le acompa?aba con la mirada azul, le sonre¨ªa voluptuosamente y le alentaba a seguir so?ando. Fue el trimestre m¨¢s feliz de este ordenanza. Pegaba sellos en la oficina pensando en su amante, concertaba con ella hipot¨¦ticos viajes, rellenaba quinielas con muchas variantes con la esperanza puesta en el Sur. Pero una tarde aciaga la muchacha desapareci¨®. Su lugar lo ocupaba ahora el anuncio de un famoso salchich¨®n. La valla publicitaria exhib¨ªa una imp¨²dica merienda en la boca de un ni?o pecoso.
Al principio el hombre pens¨® que se hab¨ªa equivocado de calle. No era as¨ª. Su amor no pod¨ªa errar en este sentido. No obstante, dio una vuelta a la manzana y en ninguna de las cuatro esquinas se encontr¨® a la muchacha.
-Oiga, ?no ha visto a una chica de ojos azules?
-?Una chica?
-Llevaba un biquini rojo.
-Yo no soy de este barrio. Pregunte en la fruter¨ªa. Tal vez all¨ª sepan algo.
-Oiga, ?han visto a una chica de ojos azules?
-Hay muchas chicas de ojos azules. Tendr¨ªa algo m¨¢s. ?Es su hija?
-Era mi novia. Estaba colgada en esa pared.
-Ah, s¨ª. Un bonito cartel. Lo acaban de quitar esta ma?ana.
-?D¨®nde puede estar?
-Vaya usted a saber.
So?¨® con una isla lejana
Desde ese momento, el ordenanza inici¨® un laberinto por la ciudad. A marcha lenta en el coche comenz¨® a recorrer las calles en busca de su amor con la nariz pegada al parabrisas. Iba perdido mirando fachadas. A veces se apeaba para andar una hora por aceras desconocidas y preguntaba a los transe¨²ntes sin hallar respuesta. El ordenanza dej¨® pasar aquella noche. So?¨® con una isla lejana repleta de frutas tropicales donde la silueta de su amiga bailaba en su honor bajo palmeras celestes, Era lo m¨¢s hermoso que le pod¨ªa suceder y no estaba dispuesto a dejarlo. A las siete en punto son¨® el despertador y el hombre arrastr¨® las zapatillas rasc¨¢ndose los ri?ones hasta el cuarto de ba?o. All¨ª tosi¨® fren¨¦ticamente, escupi¨® un trozo de pulm¨®n, se freg¨® las axilas, se rasur¨® la cara vulgar, se ech¨® colonia de garrafa para alisarse los pelos de la coronilla, se dio masaje en la papada y pens¨® en el trayecto de un amanecer en direcci¨®n al para¨ªso mientras la mujer en bata de felpa le preparaba un caf¨¦ con leche en la cocina.-Ah¨ª tienes el desayuno.
-?Qu¨¦ d¨ªa es hoy?
-No s¨¦. Creo que estamos a 20. No te olvides de pedir el anticipo. Oye, te ha salido un grano en el cuello.
El ordenanza no fue aquel d¨ªa al trabajo. En realidad, este ciudadano an¨®nimo ya no volvi¨® nunca al trabajo. Esta vez tambi¨¦n realiz¨® lo de siempre. Mont¨® en el coche de segunda mano, atraves¨® el cintur¨®n industrial, las carreteras con f¨¢bricas ahumadas, los vertederos de basura, las v¨ªas del tren, los cementerios de chatarra y se adentr¨® de nuevo en el centro de la ciudad. Lleg¨® hasta la esquina del litoral y desde all¨ª comenz¨® de nuevo a dar vueltas por las calles sin rumbo fijo buscando a la chica de la valla. Hab¨ªa pasado m¨¢s de un mes y no la hab¨ªa encontrado. Pero el ordenanza cada d¨ªa no hac¨ªa sino dar vueltas por calles de niebla y nunca se supo si lleg¨® a su destino. En la compa?¨ªa de seguros le hab¨ªan dado de baja.
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