El grado cero de lo social
I. La modernizaci¨®n
Hemos cumplido 10 a?os de crisis sin que amague su final en parte alguna. La quiebra de los principales mecanismos de la sociedad de la abundancia y el inicuo y aparentemente irremplazable orden econ¨®mico mundial -que cada a?o mata m¨¢s ni?os y empobrece m¨¢s pobres- han minado nuestras certezas ideol¨®gicas y nos Iban empujado hacia la conservaci¨®n crispada de lo que a¨²n nos queda. Desde ella, los que mandan y los mandados, en vez de buscar nuevos modelos en los que apoyar un futuro viable, prefieren echar mano de viejas recetas -la inseguridad y las estrecheces son dif¨ªciles compa?eras de la imaginaci¨®n y del cambio- confi¨¢ndoles la funci¨®n de salvadores sortilegios.Entre ellos, la modernizaci¨®n es hoy, quiz¨¢, el m¨¢s socorrido. Categor¨ªa del an¨¢lisis social, promovida, sobre todo, por los funcionalistas anglosajones en la d¨¦cada de los sesenta. Su n¨²cleo asertivo es muy simple: todas las sociedades est¨¢n sometidas a procesos de cambio de naturaleza evolutiva, que permiten establecer entre ellas una jerarqu¨ªa, seg¨²n el nivel que han alcanzado y el estadio en el que se encuentran. Al punto de partida se le llama tradici¨®n, y al de llegada, modernidad. Que el decurso sea de condici¨®n end¨®gena (Parsons, L¨¨vy Jr.) o ex¨®gena (Bendix, Lerner); que est¨¦ basado en la pr¨¢ctica de la diferenciaci¨®n (Einsenstadt, Smelser) o de la comunicaci¨®n (Deutsch, Schramin, Pye); que las elites tengan una funci¨®n decisiva como centro del proceso (Shils) o sean simples acompa?antes del mismo; que la determinaci¨®n del cambio sea fundamentalmente econ¨®mica o tambi¨¦n pol¨ªtica y social (Bellah); lo que importa es que vaya en la buena direcci¨®n. O sea, hacia ese modelo de organizaci¨®n social que representan los pa¨ªses capitalistas occidentales, y en particular los USA, y al que deben aspirar -la dimensi¨®n normativa de la modernizaci¨®n es capital- todos los otros tipos, formas y niveles de sociedades nacionales.
Esta expl¨ªtica opci¨®n etnoc¨¦ntrica, que puede encomiarse o vilipendiarse (desde la imputaci¨®n de interesado paternalismo a la de violento imperialismo), ten¨ªa en sus manos, en el momento de su formulaci¨®n, una baza fundamental: el ¨¦xito alcanzado. Pues en las d¨¦cadas de los cincuenta y los sesenta Am¨¦rica del Norte y los pa¨ªses euroatl¨¢nticos consiguieron inducir y mantener una notable expansi¨®n econ¨®mica a nivel mundial y lograron establecer cotas importantes de equilibrio pol¨ªtico y de bienestar social en los pa¨ªses de su ¨¢rea. La ingenuidad y la arrogancia con la que elevaron luego su sistema social a la condici¨®n de modelo ¨²nico y universalizable ten¨ªa ah¨ª su discutible pero, desde la perspectiva de sus formuladores, leg¨ªtimo fundamento.
Era, pues, inevitable que los rasgos con los que definieron todo proceso de modernizaci¨®n -acumulaci¨®n de capital, industrializaci¨®n, esp¨ªritu empresarial, urbanizaci¨®n, secularizaci¨®n, posici¨®n central del mercado, adaptaci¨®n funcional, racionalizaci¨®n administrativa, reforzamiento del papel de las elites, etc¨¦tera- correspondiesen a los de la triunfadora sociedad en la que viv¨ªan. Como tambi¨¦n lo eran las cr¨ªticas e imputaciones que se le opusieron, tanto desde la perspectiva marxista / marxiana (Mandel, Sweezy, Laclau, Samir Amin) como desde la de la teor¨ªa de la dependencia (Gonz¨¢lez Casanova, Cardoso, Gunder Frank). Entre nosotros, Carlota Sol¨¦ dedic¨® al tema, en 1976, un certero libro.
Un sistema que ni sirve ni funciona
Ahora bien, lo sorprendente es que se intente relanzar este modelo en 1984, desde posiciones progresistas que postulan sinceramente el cambio y que se quieren pragm¨¢ticas. Pero no por su objetable orientaci¨®n conservadora -racionalidad exclusivamente instrumental, constituci¨®n del empresario en el gran protagonista social, fortalecimiento de una ignominiosa divisi¨®n internacional del trabajo, exaltaci¨®n del productivismo industrial, negaci¨®n del conflicto como v¨ªa del progreso, consagraci¨®n, de facto, del capitalismo oligop¨®lico de las multinacionales como forma privilegiada de organizaci¨®n socioecon¨®mica-, sino por su incongruencia con la realidad de hoy, por su inaplicabilidad a la sociedad actual.Porque las disfunciones de ese sistema han sido tan graves y numerosas, los efectos perversos que ha generado han sido tan importantes, que hace casi 20 a?os que est¨¢ suscitando una contestaci¨®n importante. Baste, desde la esquina de la respetabilidad, recordar un solo nombre y una sola tesis: el Club de Roma y su crecimiento cero. 0Oreferirse, a nivel popular, a la capacidad movilizadora de la ecolog¨ªa como estructura ideol¨®gica y como movimiento social. El saldo negativo del sistema comenzaba a aparecer como superior al positivo, y los poderes pol¨ªticos e institucionales intentaban sin ¨¦xito adecentar sus aspectos m¨¢s criticables. Se hab¨ªa tocado fondo.
Pero es que, adem¨¢s, ese impugnado modelo cuya restauraci¨®n se propone y que ten¨ªa a su favor la fuerza de su funcionamiento expansivo ya no funciona. Pues el estancamiento de los PIB, la inflaci¨®n monetaria, la inercia empresarial, el paro irremediable, la reaparici¨®n de la miseria, los inveros¨ªmiles d¨¦ficit p¨²blicos, el caos del Tercer Mundo, la desagregaci¨®n social, la apat¨ªa ciudadana, el fracaso del Estado-providencia y de sus principales mecanismos de protecci¨®n individual, el hedonismo como s¨ªmbolo y la irracionalidad como principio han acabado con las seguridades de aquel capitalismo, nos han encerrado en sus servidumbres de hoy, nos han acurrucado en nuestros miedos de siempre.
Por otra parte, es rid¨ªculo pretender que se trata de un simple problema de renovaci¨®n tecnol¨®gica y de competitividad internacional cuando los l¨ªmites del modelo se ponen precisamente de relieve en su incapacidad para volver a insertar, de modo eficaz, en el proceso econ¨®mico los nuevos aumentos de productividad. Al igual que en su impotencia para promover un sistema mundial en el que las econom¨ªas nacionales tengan un m¨ªnimo nivel de autonom¨ªa, que haga cre¨ªbles sus programas y pol¨ªticas, y en el que el mercado sea algo m¨¢s que el campo y las reglas del juego establecidas por las multinacionales de acuerdo con sus planes y estrategias.
Como tampoco es de recibo que se nos diga, una y otra vez, que el relanzamiento de la econom¨ªa USA producir¨¢ una reactivaci¨®n general, cuando la relaci¨®n entre ambas es de signo ant¨®nimo. O, en otras palabras, para que el crecimiento de los principales par¨¢metros econ¨®micos de Estados Unidos (cotizaci¨®n del d¨®lar incluida) sea compatible con el desequilibrio de su balanza de pagos y con su d¨¦ficit p¨²blico, es necesario que los dem¨¢s financiemos sus desajustes, haciendo imposible con ello, a pesar de tanto costoso esfuerzo, el mantenimiento del precario equilibrio econ¨®mico del resto del mundo capitalista. Querer negar la violenta realidad de estos hechos con sutilidades ret¨®rico-cient¨ªficas o con invocaciones taumat¨²rgicas al mercado y al empresario s¨®lo conduce a exasperar nuestra aceptada condici¨®n de v¨ªctimas.
Claro, que obstinarse en reproponer como soluci¨®n ¨²nica de una quiebra tan generalizada un sistema que sirve tan poco y funciona tan mal no es tarea f¨¢cil. Y que su legitimaci¨®n s¨®lo cabe con la complicidad, activa o pasiva, de los detentadores del poder simb¨®lico. Menos mal que los posmodernos, por convergencia fortuita o por conspiraci¨®n impl¨ªcita, estaban ah¨ª para que fuera posible.
II. La posmodernidad
La primera gran aparici¨®n p¨²blica del t¨¦rmino moderno hay que situarla en el Renacimiento, cuando impone a la ¨¦poca su propia denominaci¨®n: edad Moderna. Desde entonces esa estructura paradigm¨¢tica, que llamamos modernidad, tiene como n¨²cleos esenciales el hombre y la raz¨®n, indisociables, tanto en su ejercicio como en su com¨²n postulaci¨®n de lo que Giordano Bruno, Melanchton, Cardan titular¨¢n creaci¨®n, y los hombres de las Luces, progreso.En otras palabras, lo moderno es consustancial con la soberan¨ªa de lo humano, cuya plenitud invalida las pautas que, a m¨¢s de heter¨®nomas, pretenden serles superiores. La exigencia cient¨ªfica de Galileo, la reivindicaci¨®n de la conciencia individual de Lutero, el rigor intelectual de Vives, la obstinaci¨®n desmitificadora de Montaigne, la intransigencia moral de Tom¨¢s Moro son versiones de una misma racionalidad soberana, en la que sin embargo subsisten, aunque asumidas y reconciliadas por el humanismo triunfante, las contradicciones entre raz¨®n y pasi¨®n, medios y fines, lo com¨²n y lo singular, naturaleza y sociedad.
Esas contradicciones originarias confieren a la modernidad una condici¨®n fr¨¢gil y ambigua, que, como ya advert¨ªa Lefebvre en 1962, explican su pronta dicotomizaci¨®n y su vasta polisemia. La Ilustraci¨®n la dota de la indisputada hegemon¨ªa del individualismo racionalista, de la irreversible secularizaci¨®n de las artes y las letras, del dominio del hombre sobre la naturaleza, de la ?limitada acumulaci¨®n de bienes y saberes. La Enciclopedia y su privilegiada atenci¨®n a las t¨¦cnicas la llevan, por otra parte, hacia el dominio de las aplicaciones y la inducen a consagrar tempranamente la raz¨®n instrumental. La burgues¨ªa la convierte en estandarte de su lucha por el poder. Y as¨ª, ese paradigma de lo moderno que en el XVIII est¨¢ hecho de raz¨®n m¨¢s humanismo, comienza a ser tambi¨¦n racionalidad t¨¦cnica, liberal en pol¨ªtica, burguesa en sociedad. Paradigma todav¨ªa unitario, pero escor¨¢ndose ya hacia una de sus posibles opciones.
Los enemigos necesarios
La primera revoluci¨®n industrial, la producci¨®n en serie, la concentraci¨®n urbana, la l¨®gica de la econom¨ªa se?orean el siglo XIX. El hombre es productor; el tiempo, cron¨®metro; el progreso, m¨¢quina. Lo moderno se identifica con la civilizaci¨®n industrial, legitima el primado de la riqueza y de la utilidad, reduce y cierra su modelo. Y lo proclama definitivo. Es decir, cl¨¢sico.Con doble efecto perverso. Autofagia de ese paradigma de lo moderno que se quiere cl¨¢sico y que, con ello, suscita inevitablemente otro modelo de lo moderno (?lo posmoderno?); autocuestionamiento de una sociedad que, en sus franjas, se niega a organizarse en torno a la instrumentalidad productivista del hombre-n¨²mero y de la raz¨®n-m¨¢quina y que radicaliza las tendencias centr¨ªfugas de la otra dimensi¨®n de la modernidad, la cultural.
Si el t¨¦rmino hubiera existido ya, esta otra modernidad hubiese podido nombrarse, desde entonces, posmodernidad. Pero no exist¨ªa y tuvieron que inventarlo Baudelaire y Gautier, all¨¢ por 1850, precisamente para poder enfrentar ese modelo que era el de su modernidad con la modernizaci¨®n industrialista de los pol¨ªticos y los empresarios. Sus contenidos coinciden con los del romanticismo: frente a la raz¨®n de los medios, la sinraz¨®n de los fines; frente a la regularidad de la serie, la excepcionalidad de lo ¨²nico; frente al nivelamiento de lo social, la exaltaci¨®n de lo individual; frente a lo perenne, lo efimero; frente a lo intelectual, lo instintivo; frente a lo p¨²blico, lo cotidiano; frente a lo lleno, lo vac¨ªo; frente a la ¨¦tica, la est¨¦tica; frente al orden, el caos. Estamos en 1864 y habla Baudelaire en su Pintor de la vida moderna.
El antagonismo entre esas dos dimensiones de la modernidad (modernizaci¨®n t¨¦cnico-industrial versus modernidad cultural, hoy posmodernidad) nos acompa?a, pues, desde hace m¨¢s de un siglo. Pero el agotamiento del modelo socioecon¨®mico industrial (tanto en su versi¨®n capitalista como de socialismo real), acelerado por la crisis econ¨®mica de los a?os setenta, ha acabado con la aparente autonom¨ªa en que discurr¨ªan y ha puesto de relieve la relaci¨®n simbi¨®tica que entre ambas existe. Veamos, brevemente, c¨®mo.
La versi¨®n modernizadora ¨²ltima se presenta como una respuesta a la crisis, cuya superaci¨®n se propone mediante el relanzamiento de la econom¨ªa. La productividad y la rentabilidad, apoyadas en las nuevas tecnolog¨ªas, se constituyen en principios rectores del acontecer colectivo. La expansi¨®n econ¨®mica monopoliza todas las energ¨ªas y cancela la problem¨¢tica del bienestar. Esta disociaci¨®n de los dos grandes soportes de la sociedad de la abundancia exige, sin embargo, no s¨®lo la impugnaci¨®n del Estado, sino la descalificaci¨®n de lo social. Que la ideolog¨ªa modernizadora no puede acometer ni frontal ni directamente. En algunos casos se intenta la cr¨ªtica de la administraci¨®n estatal, de su incapacidad gestora, de las interferencias y despilfarros burocr¨¢ticos. Pero ni siquiera esto es f¨¢cil desde posiciones socialistas y socialdemocr¨¢ticas. Hacen falta voluntarios por encima de toda sospecha. Y ?qui¨¦n mejor que los posmodernos?
La que he llamado antes dimensi¨®n cultural de la modernidad se bautiza a s¨ª misma como posmodernidad en la d¨¦cada de los setenta y en el campo de la arquitectura. Sus cultivadores principales los encontramos entre los fil¨®sofos est¨¦ticos y los intelectuales conversos al neoliberalismo radical. Sus temas son los de Baudelaire antes descritos, a los que Mallarm¨¦, Rimbaud, el superrealismo, Dada, el Nietzsche demasiado humano prestan sus expresiones culminantes. Incluyendo los para¨ªsos artificiales, usados y descritos. Nada nuevo, pues, a no ser un penoso robinsonismo cultural, s¨®lo posible en la analfabeta sociedad estereof¨®nica, y un util¨ªsimo furor contra lo moderno y lo colectivo, que se pretende que ponen en peligro la eudemonizaci¨®n del individuo. Furor que reviste m¨²ltiples formas, desde el panfleto m¨¢s o menos por encargo hasta la espont¨¢nea disquisici¨®n te¨®rico-est¨¦tica o filos¨®fico-ling¨¹¨ªstica, cuyo objetivo es acabar con lo social, limpiar lo humano de la costra societaria. Cruzados de esta causa, muchos. S¨®lo unas l¨ªneas, olvidando nuestros ep¨ªgonos suburbiales, a prop¨®sito de alguno de los m¨¢s destacados adalides parisienses y de sus propuestas argumentales.
La implosi¨®n de lo social y sus usos
Michel Leiris y su grito de "modernidad, mierdernidad", Baudrillard, a la sombra de sus mayor¨ªas silenciosas, Lyotard en "la condici¨®n posmoderna" proclaman el fin de lo social. Para Baudrillard es la masa, coincidencia de "objetos intersticiales, de montoncitos cristalinos que se arremolinan y entrecruzan... en una conjunci¨®n difusa, descentrada, browniana", la que produce la implosi¨®n de lo social y nos lo muestra como es, realidad no s¨®lo in¨²til, sino perversa, abismo del sentido, muerte, seducci¨®n, rito, repetici¨®n, simulacro, gigantesco agujero negro por el que se escapa, ¨²ltimo residuo, la imposible vida en sociedad.Para Lyotard, la acumulaci¨®n de conocimiento que caracteriza nuestra contemporaneidad desemboca en los juegos de lenguaje. En ellos se atomiza la sociedad, disemin¨¢ndose en redes flexibles que disuelven al sujeto social convirti¨¦ndolo en puro soporte de la palabra en juego. Esta dulce desagregaci¨®n de la materia societaria reduce la relaci¨®n social a una "combinaci¨®n de posiciones individuales regidas por un n¨²mero indeterminado de juegos de lenguaje que obedecen a reglas distintas". Seamos realistas, reconozcamos la incomunicaci¨®n entre raz¨®n te¨®rica y raz¨®n pr¨¢ctica y aceptemos que la desconexi¨®n entre los enunciados denotativos de valor cognitivo y los enunciados prescriptivos de valor pr¨¢ctico revelan la inanidad del quehacer cient¨ªfico, clausuran la autonom¨ªa de los actores en el plano ¨¦tico y consagran el sinsentido de la pr¨¢ctica social. Deslegitimaci¨®n de la ciencia, desautonomizaci¨®n de la ¨¦tica, desleimiento de lo social. Este holocausto tiene, sin embargo, un futuro: la paralogia. Lyotard dixit.
A la hoguera purificadora de lo social aportan su le?a Derrida, Deleuze, Foucault, que nos inician en las delicias del sujeto, en el saber deseante, en el placer como medida de todas las cosas. Con gran provecho de los modernizadores, que as¨ª encuentran un responsable a quien poder imputar las disfunci¨®nes de su modelo. El individualismo a ultranza de la cultura posmoderna, su hedonismo narcisista y est¨¦ril, su insolidaridad esencial, son los resp¨®nsables de la crisis del capitalismo, que comienza, a traducirse en crisis de la democracia. Daniel Bell, en sus Contradicciones culturales del capitalismo, nos ofrece, ya en 1976, el diagn¨®stico y los remedios. La disyunci¨®n de los tres ¨®rdenes que hoy coexisten en el seno del mundo occidental -el utilitario, el hedonista y el igualitario- y de sus l¨®gicas antin¨®micas son los responsables del caos cultural y de la decadencia contempor¨¢nea. Para salir de ella, para salvarnos se impone una vuelta a la tradici¨®n, a los valores de la familia, de la moral, de la religi¨®n.
Esta apelaci¨®n a la estructura ideol¨®gica tradicional que ha servido de eje a la reciente pol¨ªtica neoconservadora USA -el ¨²ltimo Reagan incluido-, funciona como elemento compensador del abandono de los ¨¢mbitos institucionales en los que tiene lugar la socializaci¨®n primaria, en particular la familia, afectados por la renuncia a la pol¨ªtica de protecci¨®n social. Pero si esta visi¨®n apocal¨ªptica de la crisis, con su ¨¢spera condena de la modernidad cultural y sus asc¨¦ticas recetas sobre la necesidad del esfuerzo son un eficaz revulsivo para la dinamizaci¨®n del proceso productivo no debe abandonarse el principio hedonista, que es la mejor legitimaci¨®n posible de la extensi¨®n y diversificaci¨®n del consumo, m¨¢s all¨¢ de la satisfacci¨®n de las necesidades b¨¢sicas.
Hedonismo y democracia
Esta funci¨®n legitimadora reclama un discurso m¨¢s difuso y ambiguo, en el que todas las dimensiones est¨¦n presentes, pero cuya organizacion se opere, fundamentalmente, en torno del hombre como consumidor gozoso. La era del vac¨ªo, de Gilles Lipovetsky, est¨¢ cumbliendo en Francia ese cometido. La revista Esprit, cuna del personalismo filos¨®fico-pol¨ªtico, sirve, en su n¨²mero doble del verano pasado (julio-agosto, 1984), de plataforma de lanzamiento de las tesis del individualismo hedonista.Para el joven fil¨®sofo posmoderno la sociedad de consumo, "con su exuberante avalancha de productos, nos abre a la posmodernidad mediante el proceso de personalizaci¨®n de nuestra relaci¨®n con lo real gracias a sus mayores opciones posibles, que nos lleva a una hiperconcentraci¨®n en la esfera de la vida privada y al total abandono de la p¨²blica. Exit del homo politicus y entronizaci¨®n del homo psychol¨®gicus, en forma de neonarcisismo radical, que seg¨²n Lipotevsky, no se limita a liberar al individuo de las rigideces autoritarias y de los encuadramientos masivos, sino que se extiende a su capacidad de adaptaci¨®n a lo social posmodemo. Oig¨¢mosle en su texto, que no tiene desperdicio: "La autoconciencia ha sustituido a la conciencia de clase; la conciencia narcisista, a la conciencia pol¨ªtica... el narcisismo, instrumento de socializaci¨®n, nueva tecnolog¨ªa de control flexible y autogestionado, socializa desocializando y pone as¨ª de acuerdo al individuo con lo social pulverizado".
Pero para que este acuerdo funcione de forma estable y permanente es necesario pulverizar tambi¨¦n el yo, desustancializarlo, vaciarlo de contenidos y ra¨ªces, labilizarlo. Un yo indiferenciado e indiferente es el ¨²nico correlato funcional de un social ¨¢tono. Y esa aton¨ªa constituye precisamente la piedra angular de la democracia actual. A medida que crece el narcisismo decrece la militancia partidista, se aten¨²an los perfiles ideol¨®gicos, disminuye la intervenci¨®n ciudadana, se espectaculariza la pol¨ªtica, es decir, aumenta y se fortalece la legitimidad democr¨¢tica. Pues la posmodernidad s¨®lo admite un modo de funcionamiento com¨²n: el consensus por apat¨ªa y banalizaci¨®n colectiva. Y as¨ª, la democracia hoy es eso, no compromiso ni participaci¨®n, sino un impreciso y confortable espacio de posibles p¨²blicos, que s¨®lo existen en su definitiva renuncia a ejercitarse fuera del ¨¢mbito de lo privado. Hasta aqu¨ª, Lipovetsky.
Le¨ªda desde el Norte, esta tesis, a caballo de la celebraci¨®n retro-est¨¦tica de finales del XIX y del egotismo universal de la intelligentsia art¨ªstica de principios del XX, s¨®lo puede interpetarse como la coartada que la sociedad de masa nos propone para el consumo masivo de la individualidad. O¨ªda desde el Sur y desde algunas esquinas del Norte s¨®lo puede sonar a sarcasmo. Invitar al irrestrictivo disfrute de los gideanos "alimentos terrestres", a los ni?os de Etiop¨ªa o del Sahel, o convocar al placer permanente a los pueblos del Tercer Mundo o a los 36 millones de pobres que, en plena recuperaci¨®n econ¨®mica, reconoce el Gobierno USA que existen en su pa¨ªs, apenas puede escribirse de puro contrasentido demag¨®gico.
Y, con todo, la gloriosa intimidad que predican y ejercen los intelectuales posmodernos, que en muchos de nuestros pa¨ªses figuran entre los m¨¢s decisivos detentadores del poder simb¨®lico, sigue desviando hacia otras dedicaciones a los eventuales protagonistas de la acci¨®n p¨²blica y sigue dejando los temas y las decisiones comunes en las mismas manos de siempre, que, ahora, son las regidoras de la modernizaci¨®n econ¨®mica. A mayor abundamiento, la exaltaci¨®n de los jardines secretos del yo impulsa a la utilizaci¨®n cat¨¢rtica del universo simb¨®lico colectivo, que, con su ilimitada propuesta de imaginarios cumplimentos individuales, intenta equilibrar la extrema reducci¨®n de posibilidades efectivas que la crisis actual ha operado.
La palanca de este agresivo individualismo tiene su punto de apoyo en la deriva del Estado contempor¨¢neo, que ha degenerado en una burocracia invasora, interferente e ineficaz. Ahora bien, su leg¨ªtima impugnaci¨®n se ha extendido ?leg¨ªtimamente a la sociedad. La descalificaci¨®n de lo social a nivel de pr¨¢ctica ha sido, como hemos visto, cometido de los pol¨ªticos modernizadores, recayendo en los intelectuales posmodernos la tarea de su recusaci¨®n te¨®rica. Estamos en el grado cero de lo social.
Habermas, en su discurso de recepci¨®n del Premio Adorno, en 1980, calificaba la modernidad de proyecto inacabado y ped¨ªa que se orientase hacia otras metas por otras v¨ªas. Pienso que ambas tienen como punto de partida la dimensi¨®n comunitaria que el individuo descubre en su experiencia cotidiana de lo interprofesional y de lo social. Encontramos la forma m¨¢s cumplida de nuestro yo en la realizaci¨®n intersubjetiva del ser otro en que los otros nos instalan y somos nosotros mismos, sobre todo en lo que de com¨²n tenemos con y frente a los dem¨¢s. Ese com¨²n que, en su consideraci¨®n propia, s¨®lo anal¨ªticamente autonomizable, llamamos lo social. Fuera de ¨¦l, el individuo es su contrafigura posmoderna: inacabable autoseducci¨®n especular, juego de simulacros.
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