Derechos constitucionales y derechos humanos
Muy ilustres juristas reclaman de la sociedad la concesi¨®n de derechos constitucionales, de sus peculiares y propios derechos constitucionales, a los locos y a los ni?os. Esto no lo han dicho as¨ª, claro es, porque ser¨ªa demasiado sencillo e inteligible y porque el tab¨² del eufemismo obliga a quienes se precian de actuales a suplir las nobles palabras inmediatas por circunlocuciones conducentes a esquivar agravios que ni se produjeron siquiera. Y as¨ª los vulgares cuerdos llaman ahora a los locos, deficientes o anormales o enfermos mentales, y a los ni?os, menores de edad (legal, pol¨ªtica o penal). Para m¨ª tengo que quienes est¨¢n a favor de los locos y los ni?os no a?aden mayor cosa martirizando la lengua, y que tampoco los que, por el camino contrario, parecen dispuestos a perseguirles sa?udamente con el reglamento, o la cruel herramienta que se tercie, en la mano, han de mudar sus actitudes por medio de la elips¨ªs y sus fintas y garabatos. ?Qu¨¦ le vamos a hacer! En cualquier caso, entiendo como una buena noticia la de la mayor preocupaci¨®n hacia quienes se ven amenazados por su propia e inabdicable irresponsabilidad legal. Todos hemos sido alguna vez ni?os -y a ratos, locos y aun locos de atar- y ?ay de quien suponga, en su soberbia, que puede estar libre de cualquier m¨ªnima suerte de locura!Los derechos constitucionales y toda su evidente carga de buena voluntad constituyen, por desgracia y con m¨¢s frecuencia de la precisa, todo un amplio cat¨¢logo de ut¨®picas venturanzas; a los derechos humanos les pasa algo parecido, agravado por la impunidad que suele conceder la distancia, y los unos y los otros nos hablan de trances y situaciones y prop¨®sitos hermosamente aceptables cada vez que se pone en juego la m¨¢quina de las teor¨ªas. ?Qui¨¦n puede estar en desacuerdo con los deseos de paz, de libertad, de alimento bastante, de salud y de educaci¨®n? O, mejor dicho, ?qui¨¦n podr¨ªa negarse a aceptar tan buenos y necesarios supuestos para el pr¨®jimo, siempre que el acuerdo no comprometa en nada ni para nada al que admite y acepta y aun concede el honor de la raz¨®n? Pero los derechos constitucionales y, m¨¢s ampliamente, los derechos humanos, siempre funcionaron mal en su papel de contrato social y pol¨ªtico, ya que se entienden como magn¨ªficas pretensiones que no implican a nadie en particular, dado que comprometen a todos en general. La sociolog¨ªa nos ense?a (quiero decir que nos ha ense?ado ya suficientemente) que los compromisos globales se proyectan hacia unas nebulosas entidades que nada significan. "Habr¨ªa que hacer algo", suele ser la frase preferida de quienes jam¨¢s est¨¢n dispuestos a hacer nada y, menos a¨²n, nada que les afecte de modo personal, pero el diagn¨®stico del disgusto ante la perpetuaci¨®n de la impotencia tambi¨¦n puede expresarse con una frase dirigida hacia nada, hacia ninguna parte ni horizonte: "?Hay que ver c¨®mo es la gente!".
La clasica alternativa,de preferencias entre el orden o la justicia, en el buen entendimiento de aquellas circunstancias en las que ambas nociones son a la vez imposibles o, como m¨ªnimo, improbables, se muda en esta ocasi¨®n en otra no menos comprometida y que podr¨ªamos expresar preguntando: ?qu¨¦ es preferible, la seguridad o la libertad? Mi amigo Castilla del Pino ha contestado ya muchas veces a esa alternativa cuasi kantiana en la forma en que cabe esperar conoci¨¦ndole o, al menos, habi¨¦ndole le¨ªdo. Pero la pregunta sigue flotando sobre nuestras cabezas porque el honesto contribuyente no suele presentarse ante el mundo manejando la misma herramienta sensible que el psiquiatra prestigioso. Lo cierto es que la libertad, bien mirado y por mucho que hinche la sesera de cuantos pol¨ªticos existen en este bajo mundo (incluidos quienes hacen o hicieron todo lo posible por borrar tan noble concepto de la faz de la tierra), es un bien que tan s¨®lo se administra por v¨ªa negativa. La antinomia entre la libertad propia frente a la ajena se ha resuelto siempre de manera muy sencilla en la pr¨¢ctica: basta con proclamar el derecho a ser libre y decidir, al mismo tiempo, que el disfrute de la libertad es algo demasiado importante como para poder dej¨¢rselo a todo el mundo. Ya s¨¦ que la idea contraria -la de aceptar la libertad general como alternativa a la seguridad, el orden p¨²blico y las buenas costumbres- es una utop¨ªa dif¨ªcilmente traducible a concreta norma de convivencia, pero me pregunto si no estaremos forzando tanto el concepto supuestamente deseable de la libertad como para acabar vaci¨¢ndolo de contenido. Al fin y al cabo la idea de ciudadano est¨¢ndar -esto es, el capaz de definir el cauce en el que han de moverse las libertades- no es, en el fondo, m¨¢s cosa que una idealizaci¨®n que puede violarse tanto por exceso como por defecto.
Reclamar los te¨®ricos derechos de los locos y los ni?os puede tener, al menos, una ventaja nada despreciable para ir avanzando en el camino de una libertad que merezca tal nombre ya que, entre otras cosas, significa la necesidad inmediata de renunciar a la hipocres¨ªa que se esconde tras los muros de las llamadas casas de beneficencia (?). Si admitimos que los centros de protecci¨®n de menores son, en realidad, correccionales en los que se atenta seriamente contra los m¨¢s elementales derechos, y si relegamos los manicomios a su aut¨¦ntica dimensi¨®n, que no es en absoluto ajena al amargo concepto de almac¨¦n, algo se habr¨¢ ya conseguido. Y si adem¨¢s nos enteramos de que la culpa no es de la gente, porque esa gente somos nosotros mismos, quiz¨¢ pudiera ser que cuando los ni?os de ahora lleguen a mayores hubiera menos locos.
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, 1984.
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