Un grave espejo
A principios de diciembre pasado la -Prensa nos informaba de que en la localidad argentina de El Viso, al suroeste de La Plata, aparecieron cinco cad¨¢veres acribillados a balazos. Uno de esos cinco asesinados era el sargento de polic¨ªa Jacinto Rovil¨¢n. Seg¨²n informaciones facilitadas por la agencia Efe, Rovil¨¢n hab¨ªa prestado testimonio ante los miembros de la Comisi¨®n Nacional sobre Desaparici¨®n de Personas, la ya para siempre famosa comisi¨®n encabezada por Ernesto S¨¢bato y que recientemente ha incorporado a la historia de la moral humana el informe que cotidianamente se denomina con el nombre de este gran novelista. Cuando le¨ªmos la noticia de esos asesinatos temimos, una vez m¨¢s, por la vida de S¨¢bato.El maestro (pocas veces esta honrosa palabra ha sido tan merecida por un hombre) nos visit¨® en septiembre pasado. Vino a Europa por dos motivos. Uno, recabar de algunas democracias europeas un claro y firme apoyo moral para la joven democracia argentina. Otro, dar un poco de reposo y de alivio a la tensi¨®n nerviosa que, junto con su mujer, Matilde, llevaba soportando desde hac¨ªa tiempo, el largo tiempo que dur¨® la investigaci¨®n cuyo resultado documental fueron las casi 10.000 p¨¢ginas de horrores y de afrentas que se conocen como Informe S¨¢bato. Una tensi¨®n nerviosa verdaderamente infernal: desde hac¨ªa tiempo, el tel¨¦fono depositaba diariamente, varias veces al d¨ªa, en la casa de S¨¢bato, amenazas de tortura y de muerte. En contra de la negativa de S¨¢bato, el presidente Alfons¨ªn decidi¨® defender con hombres armados la casa de los S¨¢bato e imponerles, tanto a Matilde como a Ernesto, un permanente acompa?amiento de escoltas armados. Vivieron en Espa?a d¨ªas felices y relativamente tranquilos. En varias ocasiones los acompa?¨¦ en actos p¨²blicos o en reuniones privadas u oficiales: yo miraba la cara de ese hombre tan valiente, tan apesadumbrado, tan resuelto y tan digno, y sab¨ªa que estaba viendo uno de esos rostros que confieren honor a la democracia de las comunidades y que ayudan a los seres humanos a valorar y defender su propia dignidad.
Una tarde, almorzando a solas con mi mujer y los S¨¢bato, le pregunt¨¦ directamente al maestro si alguna vez el miedo no hab¨ªa sido mas fuerte que su sentido del deber; le pregunt¨¦ tambi¨¦n c¨®mo se sent¨ªa viviendo ante una incesante amenaza de muerte. Nunca olvidar¨¦ su respuesta. Me asegur¨® con toda sencillez, casi dir¨ªa que con toda humildad, que ante determinadas situaciones civiles un hombre debe siempre optar por aquello que su propia conciencia y su comunidad le piden. Agreg¨® que el temor a morir es m¨¢s atroz cuando uno se abandona al miedo que cuando lo enfrenta y lo vence. Vino a decirme -son palabras pr¨¢cticamente textuales- que un hombre que ha elegido correctamente, si muere, muere s¨®lo una vez, y que, si ha sido inmovilizado por el miedo, ese mismo hombre esta condenado a sentirse morir muchas veces al d¨ªa. Hizo una pausa, que yo no quise interrumpir, y a?adi¨® unas palabras que me parecen memorables: "M¨¢s que el miedo a la muerte me han torturado las calumnias. Yo creo que en las comunidades causan tanto dolor los calumniadores como los asesinos". Sent¨ª un escalofr¨ªo: yo proyectaba escribir -lo estoy haciendo ya- sobre una de las calumnias m¨¢s duraderas y repugnantes sucedidas en la vida p¨²blica espa?ola, y comprend¨ª muy bien por qu¨¦ el novelista Ernesto S¨¢bato, con n¨¢usea y con horror, asociaba la calumnia y el crimen: es que el calumniador trabaja tambi¨¦n contra la verdad y la vida; es un esp¨¦cimen siniestro que trae se?ales de la muerte y que las deposita en el cuerpo social para interceptar la velocidad del lenguaje, ese don que nos sirve para comunicarnos, entendernos, respetarnos, vivir y hasta para ser inmortales mientras dura la vida.
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Un grave espejo
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La calumnia labora contra la inmortalidad, breve y emocionante, que merecemos todos los mortales.
Ernesto S¨¢bato sab¨ªa muy bien de lo que estaba hablando. Muchas veces ha sido calumniado. Pareciera que su incesante moral, su dignidad avasalladora, su negativa a jugar con dos barajas y, sobre todo, su indignaci¨®n contra los seres que suelen jugar con dos barajas, les produce a ¨¦stos una desaz¨®n, una forma negativa de la verg¨¹enza que a veces ha acabado convertida en calumnia. Los hombres como S¨¢bato son un espejo ante el cual los dem¨¢s podemos encontrar el' camino de nuestra propia dignidad, pero ante el cual, tambi¨¦n, algunos tah¨²res de la vida civil, algunos seres que ejercen una doble moral ante los sufrimientos de la especie a que pertenecemos todos, se sienten ofuscados, vistos dentro de s¨ª, acorralados por lo que queda de su propia conciencia, y, en lugar de crecer hacia la dignidad y la verdad, optan por intentar destrozar' el espejo que los desenmascara. Optan por la calumnia. S¨¢bato, espejo de los hombres p¨²blicos, ha sido calumniado a menudo.
En el a?o 1982, el profesor don Jos¨¦ Antonio Maravall y yo iniciamos los trabajos para editar un volumen de la revista Cuadernos Hispanoamericanos en homenaje a Ernesto S¨¢bato. A fines de ese a?o hab¨ªamos recibido casi un millar de p¨¢ginas sobre la obra de este gran argentino. El volumen se public¨® en marzo de 1983, y en ¨¦l inclu¨ª medio centenar de folios que escrib¨ª en defensa de la conducta moral del maestro. Recuerdo que al trabajar en aquel texto encontr¨¦ y reproduje algunas frases calumniosas escritas contra la dignidad de S¨¢bato, algunas frases calumniosas o que rozaban la calumnia y que hab¨ªan visto la luz en publicaciones espa?olas. Omit¨ª entonces consignar los nombres de los autores de esas frases, y ahora tambi¨¦n lo omitir¨¦: no escribo estos renglones contra nadie en particular, sino contra esa enfermedad de la moral de las comunidades que llamamos calumnia. Podr¨ªa incluso -y S¨¢bato tambi¨¦n, y m¨¢s que yo, para eso es un maestro- sentir piedad por los difamadores (naturalmente, despu¨¦s de sentir asco y asombro), pero siempre me horroriza que una comunidad se muestre perezosa delante de la difamaci¨®n. No puedo comprenderlo.
Ahora, ante la hermosa vida civil de Ernesto S¨¢bato, esa hermosura que tanta desventura le ha costado y que tantos odios concita, recuerdo algunos de esos odios, recuerdo incluso elnombre de algunos de sus odiadores, y siento una tristeza violent¨ªsima, que no logra ser mitigada por la esperanza de que tal vez pudieran alcanzar el arrepentimiento y la verg¨¹enza los difamadores de ayer. Qu¨¦ alegr¨ªa si esos mismos . equivocados lograsen sanar su coraz¨®n y escribir ahora, siquiera, un p¨¢rrafo de admiraci¨®n para este hombre y escritor admirable, para este Ernesto S¨¢bato que habita ya en la historia de la literatura y, al mismo tiempo, en la historia de la dignidad de los hombres. Pero me temo que aquellos odiadores de ayer no me dar¨¢n ahora esta alegr¨ªa y no se la dar¨¢n a S¨¢bato. Y tampoco a s¨ª mismos.
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