El Madrid de Eloy
Me pregunto cu¨¢l ser¨¢ el sello de nuestro tiempo. Sin duda, debe de estar en alguna parte y ni siquiera escondido, sino a la vista de todos, aunque envuelto en sombras: ese conjunto de personas y caracteres de todo orden por los que -m¨¢s que por cualesquiera otros que hoy nos parecen de capital importancia- esta ¨¦poca ser¨¢ reconocida por las futuras generaciones. Pongamos que estoy refiri¨¦ndome a la d¨¦cada de los ochenta y que, de acuerdo con las instrucciones vigentes en lo que va de siglo, ha de definirse por su numeraci¨®n -a falta de guerras europeas- para distinguirla de otras vecinas.Supongo tambi¨¦n que preguntarse por esos caracteres con el prop¨®sito de indagarlos y, si hay fortuna, catalogarlos y describirlos es poco menos que salir a escena con el famoso y recurrido "partamos para la Guerra de Treinta A?os". Los coet¨¢neos -a pesar de los denodados esfuerzos de algunas figuras empe?adas en marcar su ¨¦poca con el sello de su gran personalidad son los menos llamados a conocer ese arcano, y el destino acostumbra a jugar con todos los ¨¦mulos de Pericles, de Luis XIV y de Goethe para fijarse con frecuencia en personas y objetos de segundo orden a los que encomendar¨¢, sin el menor rubor y con el mayor desparpajo, la dif¨ªcil y comprometida representaci¨®n de su momento ante ¨¦l alto tribunal de la grabaci¨®n hist¨®rica: como ese cantante de cuarta fila que, ante el estupor general y la p¨²blica indignaci¨®n de ciertos medios, es designado por la autoridad para representar a su pa¨ªs en un certamen internacional, con una canci¨®n que ni siquiera las secretarias en vacaciones ser¨¢n capaces de canturrear.
Cuando se examinan peri¨®dicos y revistas de una ¨¦poca que ha quedado lo bastante atr¨¢s como para que s¨®lo un n¨²mero muy reducido de sus protagonistas haya llegado a nuestro conocimiento, nunca deja de sorprender la falta de acoplamiento entre lo que fue y lo que ser¨¢, entre lo que entonces se vivi¨® y lo que mucho despu¨¦s se aprecia de su vida. Los personajes que nos han ense?ado a considerar como representativos de su momento apenas aparecen en esas p¨¢ginas, dedicadas con exuberante generosidad a otros que el olvido ha sepultado en las hemerotecas, y los grandes monumentos del arte, la ciencia, la cultura y la pol¨ªtica que la posteridad considerar¨¢ como los imprescindibles precedentes y eslabones de la evoluci¨®n y el progreso no tendr¨¢n, ni mucho menos, la resonancia y el reconocimiento p¨²blico de una mediocridad oficial que en todos los terrenos forma el gusto de la ¨¦poca y el acomodo de la sociedad con su tiempo.
De ah¨ª me permito extraer dos conclusiones, que no siempre son tenidas en cuenta a la hora de escribir la historia: la primera es que -con las obligadas excepciones de las que casi siempre es responsable un hombre excepcional- la figura que la posteridad acabar¨¢ por designar como representativa de su momento apenas aparece en su ¨¦poca y solamente ser¨¢ merecedora de ese p¨®stumo t¨ªtulo cuando la representaci¨®n de su ¨¦poca ha concluido, sustituida por otra de caracteres externos muy distintos; la sociedad -se deduce de ello- est¨¢ dominada por su propia inercia y no delega su representaci¨®n m¨¢s que en aquel a quien ella designa para ello, aunque sea a costa del menosprecio de unos valores m¨¢s duraderos -pero m¨¢s secretos- que los oficiales. S¨®lo cuando muere y concluye su representaci¨®n puede el historiador designar a un protagonista muy diferente, que en su d¨ªa apenas sali¨® a escena y para hacer un papel secundario.
La segunda conclusi¨®n es que la figura elegida por la posteridad como representativa de su momento fue, las m¨¢s de las veces, tan oscura que no represent¨® nada. Sirve, en cambio, para la reconstrucci¨®n hist¨®rica del momento y en la medida en que para esa funci¨®n no es posible echar mano de los protagonistas de entonces porque apenas dicen nada al o¨ªdo moderno. En otras palabras, el "Par¨ªs de Baudelaire" no fue de Baudelaire, ni de Kafka fue la "Praga de Kafka", ni de Wingenstein la "Viena de Wittgenstein"; por supuesto que eran de otros que no han sobrevivido a su tiempo y que, de ser de nuevo instalados en la escena y obligados a repetir su papel, convertir¨ªan la historia en un cuento insulso, aburrido y nada ilustrativo, anclado en el espacio intemporal de la mediocridad.
Pero al elegir como protagonista a quien por sus propios m¨¦ritos se ha salvado del olvido, la historia no hace sino una equ¨ªvoca traslaci¨®n, amparada por un sutil escamoteo. Trata de hacernos creer que la representaci¨®n es fiel a lo que pas¨®, salvo en lo que concierne al h¨¦roe, al que, incluso conserv¨¢ndolo entre sombras, lo tratar¨¢ siempre como tal. Es posible, pagando todo el tributo que exige la fidelidad al documento, reconstruir la Praga de Kafka -para la que Kafka no existi¨®-, pero ser¨¢ imposible hacerlo sin Kafka. Hay que meterlo donde sea -y el timbre heroico puede exigir incluso sombras m¨¢s densas que las que le envolvieron- y aun a sabiendas de que no existi¨®. Con lo cual la reproducci¨®n se viene abajo, porque ?c¨®mo se reconstruye la indiferencia en presencia de un monstruo que nunca existi¨®?
La sociedad abriga en su seno valores perecederos e imperecederos. No tiene un m¨¦todo riguroso ni sistema de medidas para distinguirlos. Forzosamente los confunde y desvirt¨²a, y, tanto como ignora al coloso envuelto en sombras, canta la gloria de su moment¨¢neo elegido, sobre el que volcar¨¢ el haz de luz que lo conducir¨¢ a la inmortalidad: "...Dada la grandeza de su estro y la copia con que dotara y enriqueciera sus obras, merece cuantos lauros han ce?ido a su cabeza y cuantos homenajes han depositado a sus pies, pues su voz es una de las voces m¨¢s altas y sublimes que hayan salido jam¨¢s del esp¨ªritu de nuestro siglo", dec¨ªa Castelar de N¨²?ez de Arce, seguro de no equivocarse un pelo. Claro que un o¨ªdo discretamente fino en un caso as¨ª tampoco puede equivocarse: la trivialidad y ampulosidad del veredicto a la fuerza han de corresponderse con las virtudes del poeta. A tal creador, tal exegeta.
No resulta diricil mirar a nuestro alrededor y ver la escena ocupada por tan buen n¨²mero de ¨¦mulos de Castelar como de N¨²?ez de Arce. Mucho m¨¢s dif¨ªcil -si no imposible- resulta saber d¨®nde se mete el Baudelaire, el Kafka o el Wittgenstein que dentro de 60 a?os definir¨¢, por traslaci¨®n retr¨®grada, al Madrid de hoy. Un Madrid que, en el mejor de los casos, ser¨¢ muy parecido al que estamos disfrutando, pero con ¨¦l en el papel central; es decir, un Madrid mucho m¨¢s interesante y sugestivo, en el que las figuras que le hacen sombra pasan a un discreto segundo plano donde no molestan ni tapan a nadie. Y aun cuando no tapen a nadie, aun cuando ¨¦l no exista, qu¨¦ duda cabe que Madrid ser¨ªa m¨¢s interesante y sugestivo si a ese segundo plano se retirase un buen n¨²mero de grandes figuras que hoy ocupan el primero.
La sociedad -repito- no tiene en muchos campos criterio ni medida para distinguir y separar la ganga de la mena. Repara en lo que m¨¢s le apetece y acomoda y se olvida de las apreciaciones futuras, porque para algo est¨¢ en el presente. Si se atreve a futurizar, lo m¨¢s probable es que se equivoque, y la mayor¨ªa de sus inmortales muere antes de bajar a la tumba. Pero tampoco es el tiempo el ¨²nico elemento lixiviador,y las modas y reposiciones a menudonos regalan con un esp¨ªritu resurrecto que habr¨ªa hecho muy bien permaneciendo en su sagrada morada, sin abandonar la condici¨®n de ceniza. No me refiero s¨®lo a la renovada afici¨®n a la ¨®pera; no me estoy refiriendo s¨®lo a Mahler, que tuvo la imperdonable idea de componer nueve sinfon¨ªas despu¨¦s de 1893, qui¨¦n sabe si acuciado por una mujer que, muchos a?os despu¨¦s, tambi¨¦n tendr¨ªa su propia Viena, condensada en una sala de estar de reducidas proporciones. No, tampoco me refiero a Clar¨ªn, que se vio obligado a ocuparse de Castelar, N¨²?ez de Arce y tantos otros porque, por razones obvias, no pod¨ªa escribir acerca del ¨²nico colega y contempor¨¢neo que estaba a su altura: un caballero llamado Leopoldo Alas que solamente en 1985 lograr¨ªa reconstruir en torno suyo un Oviedo que nunca fue "de Clar¨ªn".
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