La radio viva
Si el gran Marconi levantara la cabeza cualquier d¨ªa para escuchar la radio, a buen seguro quedar¨ªa asombrado. Y no s¨®lo el sabio italiano, sino todos aquellos que en distintos pa¨ªses crearon los medios para llegar al actual arte radiof¨®nico. Hoy d¨ªa, tal invento invade nuestra intimidad, queramos o no, nos gu¨ªa con ins¨®litos mensajes; es in¨²til tratar de evitar sus m¨²sicas, ch¨¢chara y voces. Y por si fuera poco, ha venido a crear ese tipo de di¨¢logo particular cuyos protagonistas probablemente no se conocer¨¢n jam¨¢s.Puede que fuera una suerte la nacionalidad brit¨¢nica de la madre de Marconi, pues desde el Reino Unido consigui¨® enviar al continente su primer mensaje, en el que recononoc¨ªa los m¨¦ritos de su maestro, Branley.
Desde entonces, la radio, convertida en el arte del siglo, progres¨® tan velozmente que salv¨® a 700 n¨¢ufragos del mayor desastre naval memorable.
Tras la l Guerra Mundial, cada pa¨ªs ech¨® mano del nuevo medio, imponi¨¦ndole el sello de su modo y manera. El primero fue Holanda, luego Estados Unidos, convirti¨¦ndola en negocio, y finalmente el Reino Unido, que prescindi¨® por entonces de cualquier matiz m¨¢s o menos fr¨ªvolo. Desde la torre Eiffel se lanzaba al aire toda clase de noticias; la rosa de los vientos se fue llenando de emisiones que, sin soporte imperecedero, se convert¨ªan en un arte ef¨ªmero.
?Y el p¨²blico? ?C¨®mo era el p¨²blico de entonces? Estaba formado por una extra?a tropa de fan¨¢ticos, que se diferenciaban de los de ahora en su pasi¨®n por el medio en s¨ª, antes que por lo que en ¨¦l se dec¨ªa entre murmullos vagos y susurros remotos. Hac¨ªa falta una especial sabidur¨ªa para construirse un aparato (por lo com¨²n de madera), acertar con la aguja en el brillante pedazo de galena y escuchar a trav¨¦s de unos auriculares primitivos. El paso del tiempo descubri¨® pronto nuevas aplicaciones. Fue en Estados Unidos donde las ondas sirvieron por primera vez para ganar una elecci¨®n presidencial, mientras en Europa se pasaba de las primitivas emisoras privadas a otras en las que el Gobierno sol¨ªa alzarse con la parte del le¨®n a trav¨¦s de comentarios y diarios hablados. Nacieron los primeros periodistas radiof¨®nicos, y sus colegas de tinta y papel pusieron el grito en el cielo, temiendo futuras competencias; mas ya las secciones se impon¨ªan, con sus r¨²bricas al pie, que abarcaban desde el deporte y la m¨²sica hasta alguna que otra comedia o drama consagrados por el ¨¦xito.
Seriales lacrim¨®genos van desplazando poco a poco de las ondas a la mayor¨ªa de las emisiones culturales. El Estado, cada vez m¨¢s atento a su imparable desarrollo, la toma para s¨ª y controla cuanto sus antenas emiten. S¨®lo faltaba para llegar a nuestra radio actual el modo de perpetuar las emisiones y ampliar su audici¨®n. Fue el mismo Beethoven quien ayud¨® a conseguir tales cotas con su aniversario, que llev¨® a grabar de un solo golpe 100 discos a ¨¦l dedicados. Tal alarde y el modo de mezclar naci¨® en Am¨¦rica y permiti¨® a los flamantes t¨¦cnicos aumentar, suprimir o subrayar voz y m¨²sica a su antojo, obteniendo nuevos efectos en un medio hasta entonces mon¨®tono.
La radio tuvo importancia especial en nuestra guerra civil. Partes de guerra, misas y marchas militares llenaron el coraz¨®n de muchos espa?oles a un bando y a otro bando, y hasta charlas como las de Queipo de Llano decidieron a veces la suerte de una ciudad o la agon¨ªa de un frente. Mentiras y verdades se mezclaron de modo constante hasta el d¨ªa inapelable en que el ¨²ltimo parte puso final a una experiencia que no cay¨® en vac¨ªo. Tiempo despu¨¦s, m¨¢s all¨¢ de los Pirineos, un disc¨ªpulo de Hitler apellidado Goebbels enviaba alemanes al sacrificio con palabras de gloria y acordes de Lili Marleen.
El final de aquella segunda guerra sorprendi¨® a la radio espa?ola en cueros, tal como estaba cuando se inici¨®: reducida a una voz y a un pu?ado de discos. Es el tiempo de los famosos seriales seguidos d¨ªa a d¨ªa en pueblos y ciudades al amparo de un buen brasero de carb¨®n. Sirvi¨® entonces como veh¨ªculo de difusion con el que hacer olvidar miedos, tedio y decepciones, y puesta a borrar, acab¨® cierto d¨ªa anulando el car¨¢cter de los espa?oles. Nada nuevo ven¨ªa con ella, salvo las fiestas oficiales, re sucitando viejas glorias y prop¨®sitos imperiales desde el d¨ªa de Reyes hasta las palabras del jefe del Estado, con su ret¨®rica, no aprendida ciertamente en los cl¨¢sicos, anunciando que alg¨²n d¨ªa ser¨ªamos realmente grandes.
Cuando los espa?oles salieron de su pesado sue?o, la censura, a la que los oyentes se acostumbraron como a tantas otras novedades, se hallaba en su momento culminante. Los espacios se vieron repletos de semanas santas transmitidas desde la calle de las Sierpes, corridas lidiadas por diestros de moda, f¨²tbol festivo y campanadas de comienzo de a?o en la Puerta del Sol, quema de
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Fallas y Ninots y alguna que otra inauguraci¨®n de pantanos.
La radio se adelant¨® a los nuevos tiempos, influida por los ¨¦xitos del otro lado del Atl¨¢ntico, donde ya tiempo atr¨¢s fue capaz de amortizar en una hora un producto durante meses anunciado. As¨ª, en Espa?a, olvidando primitivos balbuceos, comenz¨® la era de la publicidad. Los locutores de las emisoras privadas olvidaron su voz engolada, que s¨®lo perdur¨® en las oficiales; textos y ritmos, sin llegar a los extremos de hoy, empezaron a apuntar hacia un oyente diferente, tratando de eliminar cotos privados o pol¨ªticos y atray¨¦ndose a la juventud.
La guerra no hab¨ªa cambiado demasiado el n¨²mero de oyentes. M¨¢s o menos segu¨ªan igual, mas no as¨ª su car¨¢cter o, lo que viene a ser lo mismo, su respuesta. Como hoy sucede con la televisi¨®n, ya no era novedad, y aunque sus emisiones mejoraron, el gusto del p¨²blico se orient¨® en general por cauces diversos, m¨¢s libres sobre todo. En Espa?a, donde tal libertad no exist¨ªa, la radio oficial qued¨® semiolvidada en sus cauces pol¨ªticos, cuando no patri¨®ticos, consignas y emisiones religiosas.
Cuando una nueva ¨¦poca empez¨® en este pa¨ªs, los espa?oles lo supieron gracias a su receptor, encendido durante toda la noche. Desde entonces, y a pesar de la competencia de la televisi¨®n, el n¨²mero de oyentes ha aumentado, sobre todo desde que comenzaron a participar en ella.
Atr¨¢s quedaron los discursos, las peticiones de discos, los consultorios sentimentales, los aniversarios. Los oyentes ya no se contentaron con o¨ªr, quisieron formar parte de ella, y algunos acabaron colaborando, gracias a los nuevos adelantos t¨¦cnicos, que permit¨ªan grabar la voz, borrar y repetir hasta la saciedad.
Hoy, las emisoras se han visto influidas en general por una moral cambiante, por no decir perecedera, y mientras el idioma se deshace, siguiendo la pauta de otros medios, emisiones m¨²ltiples y a la vez monocordes repiten id¨¦nticos mensajes, a veces con las mismas palabras, parecidas m¨²sicas y publicidad confeccionada a la medida, como destinadas a poner fin a todo aquello que hay de personal o particular en el hombre.
?D¨®nde y c¨®mo acabar¨¢ esta carrera? Es dif¨ªcil adivinarlo. Puede que todo termine en una pura verbena del o¨ªdo, quiz¨¢ acaben imponi¨¦ndose las noticias o los flecos de una cultura fr¨ªvola. El caso es que, mientras tal tiempo llega, la radio seguir¨¢ cosechando primicias de cuanto en el mundo sucede, en tanto que de la Prensa el lector esperar¨¢ el comentario, extenso o breve, pero capaz de asimilarlas o mejor de digerirlas. De este modo acabar¨¢n complement¨¢ndose como en un principio, cuando el mundo era grande y a¨²n la ilusi¨®n del hombre apuntaba a un mar de estrellas todav¨ªa sin nombre en busca de s¨ª mismo o, por mejor decirlo, a la eternidad.
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