Teor¨ªa de los celos
Debo advertir al posible lector de estos Cuadernos de Velintonia que no he pretendido con ellos escribir un diario ni unas memorias. Se trata s¨®lo de unas apuntaciones, tomadas la mayor¨ªa de ellas de mis charlas con Vicente Aleixandre en su casa de Velintonia, 3, a lo largo de m¨¢s de 40 a?os: casi toda una vida de amistad. Mi primer encuentro con el poeta fue en febrero de 1929, en M¨¢laga, con ocasi¨®n de una visita de Aleixandre a la ciudad para ver a sus amigos Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, que el a?o anterior le hab¨ªan publicado su primer libro, ?mbito. Yo era entonces un estudiante de 17 a?os que ya hac¨ªa versos -malos versos- de la mano de Emilio Prados. Pero aquel encuentro de 1929 fue fugaz, apenas un intercambio de frases en la calle de Larios. No volv¨ª a ver a Aleixandre hasta 1931, a?o en que me traslad¨¦ a Madrid para seguir estudios universitarios. Le llam¨¦ entonces por tel¨¦fono, record¨¢ndole aquel r¨¢pido encuentro, y recuerdo que me dijo: "Eso no cuenta. Tiene usted que venir a verme". Y acto seguido me dio todo g¨¦nero de detalles para que yo pudiera encontrar su casa de la calle de Velintonia, en el Parque Metropolitano, cercano a la Ciudad Universitaria. Pronto comenzaron nus visitas al poeta, y en su casa conoc¨ª a Federico, a Cernuda, a Miguel Hem¨¢ndez, a Neruda. Pero fue despu¨¦s de la guerra, a partir del verano de 1939, cuando nuestra amistad se hizo m¨¢s ¨ªntima y mis visitas a Velintonia, 3, m¨¢s frecuentes. Hacia 1951 comenc¨¦ a tomar notas de mis charlas con el poeta, complet¨¢ndolas a veces con otras que ten¨ªan que ver con los azares -literarios, sociales, pol¨ªticos- de aquellos a?os dif¨ªciles y oscuros. Otro lugar de encuentro en Madrid con el autor de Sombra del para¨ªso fue el caf¨¦ Lyon, de la calle de Alcal¨¢, frente a Correos, donde cada jueves, durante muchos a?os, ten¨ªamos una tertulia a la que asist¨ªan, adem¨¢s de Vicente, D¨¢maso Alonso, Gerardo Diego, Mu?oz Rojas, Bouso?o y Carlos Rodr¨ªguez Spiteri. Algunas de estas notas de los Cuadernos recogen charlas y discusiones de aquella ya lejana tertulia.
10 de enero de 1951
La tarde en Velintonia. Comentamos la teor¨ªa de Vicente en su discurso de ingreso en la Academia Espa?ola de que el objeto del amor no tiene que ser necesariamente bello para que brote irrefrenable la pasi¨®n amorosa. Y me recuerda el personaje de Don Duard¨®s, enamorado de una princesa sin el menor encanto, en la comedia de Gil Vicente que edit¨® D¨¢maso Alonso. En su discurso, Vicente propone cambiar la frase de Ortega "Dime a qui¨¦n amas y te dir¨¦ qui¨¦n eres" por esta otra: "Dime c¨®mo amas y te dir¨¦ qui¨¦n eres". Si el tono del amor es apasionado hasta el delirio, el sujeto amante ser¨¢ sin duda un rom¨¢ntico. Pero en Proust encontramos ya algo parecido: "Las gentes que no han amado juzgan que un hombre de esp¨ªritu no deber¨ªa ser desgraciado en amor si no es por una persona que lo mereciese. Esto es lo mismo", a?ade Proust, "que asombrarse de que uno se digne sufrir el c¨®lera siendo la causa un bacilo tan peque?o y miserable". Seg¨²n Proust, el enamorado celoso soporta mejor la enfermedad de su amante que su libertad. "Nada", comenta Vicente, "ni siquiera la prueba misma de lo absurdo de sus sospechas podr¨¢ consolar al celoso, porque la enfermedad de los celos es un mal intelectual, un mal de la imaginaci¨®n. El amante celoso desear¨ªa, para gozar de un poco de seguridad, tener a su amada encerrada en una habitaci¨®n, sin salir de ella. Pero ni siquiera la prisi¨®n cura los celos, pues se tienen celos del pasado y del futuro". Ley proustiana: "El amor s¨®lo podr¨¢ sobrevivir si los celos subsisten. Los encantos de una persona son causa menos frecuente de avivar el amor que una frase de este g¨¦nero: 'No, esta tarde no podr¨¦ verte". Vicente est¨¢ de acuerdo con Proust en que el amor no puede dar la felicidad, pues para que el amor dure es necesario que ese sentimiento vaya unido al de la angustia, al de la inseguridad sobre la persona que amamos. Los celos son, pues, imprescindibles para que el amor no muera; s¨®lo gracias a ellos puede durar la pasi¨®n. Por eso nos dice Proust que, en una relaci¨®n amorosa, nuestro supuesto rival, a quien solemos considerar nuestro enemigo, es en realidad nuestro bienhechor, pues si no existiese ¨¦l para actuar de catalizador, el deseo no llegar¨ªa a transformarse en pasi¨®n. El placer del amor suele, pues, ir unido fatalmente al sufrimiento.El conocimiento perfecto de ese terrible mal, los celos -sol¨ªa decirme Vicente-, nunca ha servido para curarnos de ellos. "Cuando he tenido celos, he conocido el mecanismo de esa enfermedad amorosa y todo su proceso mucho mejor que el de mis enfermedades f¨ªsicas. Pero no pod¨ªa nada contra ella. Cuando alg¨²n amigo quer¨ªa convencerme de lo absurdo e irrazonable de mis celos, yo admit¨ªa que eran insensatos, pero eso no me imped¨ªa seguir sinti¨¦ndolos. A veces llegu¨¦ a pensar que yo mismo los inventaba como si tuviese necesidad de ellos, dando as¨ª la raz¨®n a Proust cuando dec¨ªa que el amor puede morir si no act¨²a ese catalizador de los celos. Sin embargo, te confieso que en alg¨²n momento de mi vida ya muy lejano, siendo yo muy joven, mis celos eran tan terribles que hubiese deseado acabar con aquel amor hoy olvidado tom¨¢ndome una p¨ªldora m¨¢gica capaz de hacerlo desaparecer".
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"El conocimiento de la t¨¢ctica", sigue dici¨¦ndome Vicente, "para asegurar el amor de quien nos ama no nos sirve para conseguir esa seguridad, de igual modo como la ciencia es incapaz a veces de curar una enfermedad, aunque conozca perfectamente su diagn¨®stico. En m¨ª los celos han sido a veces una enfermedad m¨¢s dolorosa que mis dolencias f¨ªsicas. Llegu¨¦ a pensar, con la imaginaci¨®n de la juventud, que s¨®lo podr¨ªa descansar de los celos si pudiera encerrar a mi amor en una c¨¢mara completamente aislada del mundo". Esta frase de Vicente me record¨® los versos del poeta ar¨¢bigo-andaluz Ben Hazin, que vivi¨® en C¨®rdoba en el siglo XI: "Quisiera rajar mi coraz¨®n con un cuchillo, / meterte dentro y luego volver a cerrar mi pecho, / para que habitases en ¨¦l y no en otro, / hasta el d¨ªa de la resurrecci¨®n y del juicio final".
9 de febrero
En Velintonia. Es un hermoso espect¨¢culo ver a Vicente indignado. Todo su rostro se tensa en un arrebato de furia, y entonces nos recuerda la imagen de un J¨²piter tonante, encontraste con la imagen serena que es habitual en ¨¦l. Me cuenta hoy uno de los motivos: el suelto oficial que ha hecho publicar el Gobierno para explicar la no asistencia de la Academia Espa?ola al congreso de academias convocado por la mexicana. "La explicaci¨®n dada por el Gobierno", me dice, "es falsa de cabo a rabo. La Academia Espa?ola hab¨ªa aceptado la invitaci¨®n de la mexicana, y un grupo numeroso de sus miembros hab¨ªa decidido ya asistir al congreso. Pero a ¨²ltima hora el Gobierno de Franco prohibi¨® a la Academia que acudiera a M¨¦xico, justificando esta prohibici¨®n con un argumento falaz: la supuesta exigencia de la Academia Espa?ola, que condicionar¨ªa la ida a M¨¦xico a la previa ruptura de relaciones diplom¨¢ticas entre el Gobierno mexicano y el Gobierno republicano espa?ol en el exilio. El Gobierno espa?ol ment¨ªa descaradamente, pues la Academia Espa?ola no hab¨ªa exigido tal cosa, simplemente porque no entraba ello en sus funciones. La falacio gubernamental sent¨® tan mal a la Academia que se aprob¨® una moci¨®n para que constara en acta su disgusto por la felon¨ªa del Gobierno franquista".Casi al mismo tiempo se produc¨ªa otro hecho lamentable que indign¨® a Vicente a¨²n m¨¢s que el otro. La obra dram¨¢tica ganadora del Premio Lope de Vega, La noche no se acaba, de Gonz¨¢lez Aller, hab¨ªa sido retirada del cartel a los tres d¨ªas tan s¨®lo de su estreno, por orden superior. La historia es la siguiente. En la noche de la tercera representaci¨®n presenciaba la obra la se?ora del ministro de Marina. La obra le pareci¨® a esta dama gravemente inmoral y perniciosa. Presa de gran indignaci¨®n, abandon¨® la sala del teatro Espa?ol y al llegar a su casa comunic¨® a su marido su disgusto al presenciar La noche que no acaba. Al ministro, que compart¨ªa los escr¨²pulos morales de su mujer, le falt¨® tiempo para telefonear al director general de Seguridad. Al d¨ªa siguiente, la direcci¨®n del teatro Espa?ol comunicaba a la Prensa que, por indisposici¨®n del primer actor, se retiraba la obra del cartel.
La indignaci¨®n de Vicente me record¨®, quiz¨¢ caprichosamente -la memoria es siempre caprichosa-, algo que ¨¦l mismo me cont¨® hace bastantes a?os: el disgusto que se apoder¨® de ¨¦l cuando sus incitaciones amorosas a Dorita, uno de sus primeros amores juveniles, encontraron como barrera infranqueable los escr¨²pulos religiosos de ella para llegar a la realizaci¨®n del amor. Pero pronto se ver¨ªa que aquellos argumentos religiosos de Dorita no tardar¨ªan en ceder. Y es que la religiosidad y los escr¨²pulos morales no han servido casi nunca de barrer¨¢ (recuerdo una excepci¨®n: Guiomar y Machado, por parte de ella, naturalmente) a la entrega amorosa de los amantes. Pero a lo que iba. En cuanto cedi¨® Dorita y esa entrega tuvo lugar, la indignaci¨®n de Vicente contra el puritanismo religioso desapareci¨® como por encanto.
Las reacciones y los gestos pol¨ªticos y religisosos suelen responder m¨¢s de lo que se cree a un estado de ¨¢nimo producido por motivos enteramente ajenos a la pol¨ªtica o a la religi¨®n. No es ning¨²n t¨®pico afirmar que las vocaciones religiosas son con frecuencia el resultado de desenga?os amorosos e incluso pol¨ªticos. Cuando al comienzo de la guerra civil, siendo yo estudiante, estuve preso en una c¨¢rcel franquista de mi pueblo, un militar pariente m¨ªo, que hizo todo lo posible para salvarme del pared¨®n, y lo consigui¨®, sol¨ªa decirme despu¨¦s: "Y pensar que tus est¨²pidos coqueteos comunistas, que han estado a punto de costarte la vida, se debieron a que Mari Pepa te dej¨® plantado por otro". Mi pariente exageraba, sin duda, pero cu¨¢ntas veces una decepci¨®n amorosa, sobre todo en la ¨¦poca rom¨¢ntica, no ha llevado al suicidio o al convento. Recuerdo ahora una frase estupenda de Ortega: "As¨ª es frecuente que ululemos por la democracia cuando, en verdad, sentimos una ambici¨®n insatisfecha o una pena de amor". Un ejemplo literario de esto es el caso de Walter, el personaje de Contrapunto, la famosa novela de Huxley. Cuando Walter, tras una terrible escena de celos provocada por Marjorie, su amante, sale a la calle y ve en el peri¨®dico de un quiosco cercano una noticia favorable a los conservadores, le entra un ataque de furia contra el partido conservador brit¨¢nico. En realidad, la noticia no le afectaba para nada, pero su ira contra Marjorie era tal que hab¨ªa necesitado desahogar su furia sobre algo, y el partido conservador le brind¨® oportunamente ese soporte.
5 de marzo
En Velintonia. Me habla Vicente del enorme poder de la imaginaci¨®n. "Es un error", me dice, "creer que para escribir buenos poemas de amor es necesario haber vivido una pasi¨®n amorosa y haber sufrido y gozado mucho con ella. Si el poeta no pudiera llevar a la poes¨ªa m¨¢s que experiencias vividas, si no fuese capaz de llevar tambi¨¦n sus sue?os, sus deseos, sus soledades, que son una parte, tan esencial a veces, de su vida, su obra quiz¨¢ no ser¨ªa tan hermosa y quedar¨ªa reducida a una parcela, aunque importante, de su mundo po¨¦tico. Algunos me recordar¨¢n a Rilke y a su frase sobre la poes¨ªa como experiencia. Pero ?acaso el deseo no es una experiencia, y a veces una de las m¨¢s devastadoras para el hombre? En cuanto a los sue?os, como bien sab¨ªan B¨¦cquer y Machado, y los superrealistas, sus mundos no son menos po¨¦ticos que la m¨¢s hermosa realidad". Enlazando con esto le recuerdo su estupendo poema 'Cobra', de La destrucci¨®n o el amor, y le pregunto si hab¨ªa visto alguna vez una cobra. Me contest¨® que no, que no hab¨ªa visto nunca una cobra aut¨¦ntica, pero que le bastaba haberla so?ado e imaginado. Esto me record¨® el pr¨®logo de la gran Isadora Duncan a su autobiograf¨ªa, uno de los libros que m¨¢s me fascinaron cuando lo le¨ª en mi adolescencia malague?a. Escribe all¨ª la Duncan que el relato de experiencias vividas no suele dar la sensaci¨®n de plena realidad que a veces consiguen los relatos imaginarios o las im¨¢genes de un filme. "Naturalmente", comenta Vicente, "porque la sensaci¨®n de realidad de vida no la da la intensidad de la experiencia vivida, sino el arte del narrador"
20 de abril
En Velintonia. Me cuenta Vicente su viaje a Barcelona. Vuelve contento de su ¨¦xito. Dio dos lecturas comentadas de su poes¨ªa, una en la universidad y otra en el Ateneo. El todo Barcelona intelectual se ha volcado con el poeta, como ya ocurri¨® en 1950. Aunque halagado por el ¨¦xito, me confiesa su cansancio al tener que atender a las numerosas invitaciones de la sociedad intelectual de la capital catalana: "No s¨®lo no me divierten, sino que me cansan. En cambio, el mejor rato que pas¨¦ en Barcelona fue en una tabernita, comiendo y bebiendo con j¨®venes poetas de all¨ª, entre ellos Alfonso Costafreda, Alberto Oliart, Carlos Barral y Jaime Ferr¨¢n". Me habla sobre todo de la bondad y simpat¨ªa de Costafreda, y de la traducci¨®n que ¨¦ste piensa hacer de Carles Riba para Adonais. La primera idea fue hacer una antolog¨ªa de toda la obra l¨ªrica de Riba, pero yo, como director de la colecci¨®n, prefer¨ª un libro completo, las Elegies de Bierville, y Vicente ha sido de la misma opini¨®n y ha convencido a Riba y a Costafreda de que el tomo de Adonais contenga s¨®lo las Elegies. Riba ha exigido una condici¨®n: que frente a la versi¨®n de Costafreda figure tambi¨¦n el original catal¨¢n.
27 de abril
Comida en casa del embajador brit¨¢nico. Sir John Balfour nos ha invitado a seis poetas espa?oles y a dos ingleses. Los espa?oles ¨¦ramos Vicente, Gerardo Diego, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, Jos¨¦ Garc¨ªa Nieto y Jos¨¦ Luis Cano. Los ingleses, Bernard Spencer y nuestro amigo madrile?izado Charles David Ley. Tambi¨¦n se sentaban a la mesa el director del Instituto Brit¨¢nico, Walter Starkie, gran amigo de los poetas espa?oles y del vino, y dos secretarios de la Embajada. La comida era s¨®lo para hombres. La embajadora no asisti¨® ni apareci¨® en ning¨²n momento.Sir John, que no se distingue precisamente por su elegancia en el vestir, se mostr¨® muy cordial y campechano. Debi¨® de pensar que as¨ª se pon¨ªa a tono con los poetas espa?oles. La campechan¨ªa parece ser en ¨¦l, m¨¢s que una condici¨®n natural, un arma m¨¢s de la diplomacia en pa¨ªses latinos. Con nosotros la extrem¨® a¨²n m¨¢s si cabe, pensando sin duda que como poetas deb¨ªamos ser algo bohemios y poco amantes de la etiqueta. Lleg¨® incluso a plantar un zapato para apoyarse sobre el asiento de una butaca ricamente tapizada, en gesto que quer¨ªa ser muy natural, pero que no parec¨ªa digno de un embajador de su majestad brit¨¢nica. Sir John es tambi¨¦n poeta, o lo fue en su juventud, y perteneci¨® a la generaci¨®n de Rupert Brooke, el poeta que muri¨® en la I Guerra Mundial. Cuando le dije que yo hab¨ªa traducido a Brookie al castellano, en un tomito de la colecci¨®n Adonais, me confes¨¦ que lo estimaba poco como poeta. Luego nos cont¨® muy serio que el abuelo de su mujer fue el m¨¦dico que hab¨ªa matado a Byron en Misolongui, y nos ley¨® una p¨¢gina de las memorias de ese doctor, con el relato de la muerte del poeta. Al terminar de leer, Vicente le pregunt¨® si no hab¨ªa sido la peste, como dicen las biograf¨ªas, la causante de su muerte. A lo que contest¨®, lac¨®nicamente, sir John: "No fue la peste, sino el alcohol".
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