Los azares de la fama literaria
En estos d¨ªas, el recuerdo de dos amigos m¨ªos ya desaparecidos, los escritores argentinos H. A. Murena y Eduardo Mallea, me ha llevado a reflexionar melanc¨®licamente sobre la fugacidad de la fama. Circunstancias diferentes, concurriendo en un momento, han concitado en m¨ª ese recuerdo. Hube de poner pr¨®logo a la reedici¨®n de un libro de Murena, y me he cre¨ªdo en el caso de explicar a los eventuales lectores qui¨¦n ha sido este novelista, ensayista y poeta l¨ªrico de tan considerable producci¨®n y actuaci¨®n muy destacada en el mundo de las letras, cuyo nombre poca gente conoce hoy, no ya aqu¨ª en Espa?a, sino en Argentina, y en el Buenos Aires mismo donde naci¨® y muri¨®. Parece ley indefectible que tras la de la muerte de un escritor se produzca un eclipse, y que unos astros reaparezcan despu¨¦s para su continuada supervivencia en tradici¨®n m¨¢s o menos caudalosa o estricta, mientras que otros quedan para siempre en la sombra. En cuanto a Mallea, ha sido la invitaci¨®n que he recibido a dedicarle unas palabras en acto p¨²blico lo que trae a mi memoria lo pat¨¦tico de su suerte. Porque ¨¦l -debido a una conjunci¨®n de factores que no ser¨ªa del caso tratar de desentra?ar ahora- sufri¨® en vida ese eclipse, y debi¨® de padecer el olvido despu¨¦s de haber disfrutado en su juventud de una gran popularidad. Dada la indiscutible calidad de su obra, habr¨¢ que esperar -y yo lo espero- que la posteridad restablezca el prestigio de su nombre.Es de suponer que, desde que el ser humano empez¨® a levantar la cabeza, ha de haber sentido el deseo (ya lo sintierion, sin duda, griegos y romanos) de perpetuar la huella de su paso por la tierra; pues quien hace algo extraordinario, sea una haza?a militar, sea la sedentaria haza?a de escribir un soneto, lo hace en la expectativa de impresionar con ello a sus contempor¨¢neos, asegur¨¢ndose en alguna medida el recuerdo de las venideras generaciones. Ya nuestro Unamuno, desmesurado siempre, dec¨ªa que Dios hizo el mundo para hacerse c¨¦lebre.
Respecto de la gloria literaria, tiempo atr¨¢s reproduje yo bajo el t¨ªtulo de Plinio corteja a la fama un texto donde, con instancia, el Joven de los Plinios requer¨ªa a su amigo el historiador T¨¢cito, rog¨¢ndole que lo mencionase en sus escritos para as¨ª procurarle renombre. Bien se advierte que el excesivo celo en busca de la publicidad no es cosa de hoy, aunque hoy haya alcanzado cotas demasiado rid¨ªculas; pues hay quien, despepit¨¢ndose por ser conocido, llega a ser m¨¢s conocido por los gestos y ademanes que hace para llamar la atenci¨®n que por sus obras mismas. Aparte extremos tales, no hay duda de que la notoriedad -como la pieza del cazador se deja capturar, viva o muerta, por quien obstinadamente corre tras de ella: seg¨²n suele decirse, quien la sigue, la mata. Y mediante diversas t¨¦cnicas cineg¨¦ticas, todos, en alguna medida, solemos buscar, o desear al menos, ese quiz¨¢ ilusorio premio a nuestros esfuerzos.
Pero se dan tambi¨¦n casos, aunque sean muy excepcionales, en que el escritor, ya por modestia, por orgullo, por ensimismamiento, por desenga?o o desprecio del mundo, o por lo que fuere, se abstiene de mover un dedo hacia la corona de laurel y, sin embargo, ¨¦sta, a saber c¨®mo y por qu¨¦, viene de improviso a encaj¨¢rsele en las desprevenidas sienes. Tal fue el ejemplo de otro escritor argentino, tambi¨¦n amigo m¨ªo, cuya muerte reciente han llorado con descompuestos alaridos todos los medios de publicidad, y de quien me consta, pues le conoc¨ª muy a fondo, que jam¨¢s puso en pr¨¢ctica ninguno de los recursos que de ordinario se emplean para lograr la publicidad; m¨¢s a¨²n: pienso que no la esperaba, y quiz¨¢ ni la deseaba siquiera. Me refiero a Julio Cort¨¢zar.
Qu¨¦dese para quien tenga inter¨¦s o curiosidad, y la capacidad suficiente para cumplirla, la tarea de averiguar el c¨®mo y el porqu¨¦ del fen¨®meno en el caso concreto de este escritor. De seguro debieron de concurrir ah¨ª causas diversas, algunas de las cuales resultan bastante ostensibles, mientras que otras actuar¨ªan de manera sutil, imperceptible casi. Lo cierto y lo notable es que ¨¦l mismo, cuando comenz¨® a arder ante su altar el incienso cuya combusti¨®n no hab¨ªa hecho nada por promover, no sucumbi¨® al mareo de la vanidad que otros en lugar suyo hubieran sentido al recibir la humareda. Apenas se limit¨® a aceptar con buena gracia y tal vez con iron¨ªa esc¨¦tica el culto que se le rend¨ªa, y m¨¢s bien procuraba desviarlo de s¨ª, ofrend¨¢ndoselo a una causa pol¨ªtica que -algo a deshora y un poco contra su propia naturaleza, pero con noble ingenuidad- hab¨ªa asumido. ?Admirable contraste el suyo con tantos mendigos de la gloria literaria y tantos atracadores de ese modesto suced¨¢neo de la gloria que es la publicidad? Julio Cort¨¢zar era un hombre ¨ªntegro. Podr¨¢ el tiempo eliminar los elementos accesorios que han constituido su fama y sedimentar su obra hacia una valoraci¨®n definitiva; pero, cualquiera que sea ¨¦sta, de lo que no puede haber duda es de su autenticidad, pues en esa obra no tuvieron cabida los materiales espurios con que otros escritores alimentan su popularidad.
A prop¨®sito de las alternativas de la fama literaria, he querido traer a colaci¨®n los nombres de tres autores leg¨ªtimos cuya suerte al respecto ha sido muy diversa. Otros casos hubiera podido aportar todav¨ªa por su peculiaridad, como quiz¨¢ el de Borges, quien, cuando le hubo alcanzado una boga tard¨ªa, pero cierta, sol¨ªa presentar en los c¨®cteles de Par¨ªs a Roger Caillois -promotor tambi¨¦n de Cort¨¢zar- como: "Mi descubridor". Bastar¨¢ lo dicho para subrayar algo que, por lo dem¨¢s, es bien sabido: que el m¨¦rito y el renombre pueden acaso coincidir, pero muchas veces siguen l¨ªneas desviadas.
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