El militarismo que no cesa
Tal vez sea casualidad, pero apenas se empiezan a o¨ªr fragores preb¨¦licos en Marruecos y ya vuelve a hablarse en Espa?a, casi con a?oranza, de poder militar. Muchos hab¨ªamos entendido que el programa m¨ªnimo de lo que se ha venido en llamar consolidaci¨®n de la democracia implicaba la desmilitarizaci¨®n de la Administraci¨®n civil y la civilizaci¨®n de las Fuerzas Armadas. Pero alguna pluma autorizada -por supuesto, civil- ha propugnado en estas mismas p¨¢ginas que democracia significa pasar de la centenaria disputa a la cooperaci¨®n entre el poder civil y el poder militar.Tal propuesta de cooperaci¨®n, que no es precisamente nueva en la historia de las letras militaristas de este pa¨ªs, parte del supuesto impl¨ªcito de la existencia de dos poderes separados; en concreto, de la autonom¨ªa del poder militar. No se trata, pues, de golpismo. Ni tan s¨®lo de tensa competencia porque el Ej¨¦rcito ocupe ¨¢reas m¨¢s o menos extensas de poder pol¨ªtico, como ocurr¨ªa en otras etapas hist¨®ricas no muy lejanas que hoy se pretenden superadas. Se tratar¨ªa m¨¢s bien de consolidar la militarizaci¨®n, en parte residual, pero subsistente y en parte nueva, de amplias franjas de los poderes p¨²blicos sin atentar abiertamente -aunque s¨ª de hecho- contra la regulaci¨®n constitucional.
Hay varias bases posibles de este proyecto no siempre explicitado con tanta claridad. En primer lugar, subsisten en Espa?a significativos residuos de militarismo jurisdiccional. Por una parte, el actual proyecto gubernamental de nuevo C¨®digo Militar somete, por fin, a los tribunales civiles los delitos de rebeli¨®n militar; as¨ª, los eventuales sediciosos del futuro dejar¨¢n de ser juzgados, como a¨²n sucedi¨® con los del 23-F, por sus compa?eros de profesi¨®n. De paso, tambi¨¦n dejar¨¢n de celebrarse consejos de guerra para dilucidar, por ejemplo, la pena que correspond¨ªa a un general o a un brigada que hubiera cometido, pongamos por caso, una estafa. Pero ese mismo proyecto mantiene todav¨ªa la competencia de los tribunales militares para algunos delitos cometidos por personal civil en tiempos de paz. As¨ª, por ejemplo, desobedecer a un centinela o pronunciar frases que puedan ser consideradas injuriosas "ante mandos en presencia de tropa" son conductas que, seg¨²n el proyecto mencionado, continuar¨ªan cayendo bajo jurisdicci¨®n militar. Ser¨ªa suficiente situarse en las atemperadas posiciones de los liberales moderados de otros pa¨ªses europeos del siglo XIX para darse cuenta del tono ancien r¨¦gime de disposiciones como las citadas. Fig¨²rense ustedes, para comparar, que alguien que ni tan s¨®lo fuera universitario tuviera que ser sometido a las penas que dictara un tribunal de catedr¨¢ticos por haber desobedecido a un bedel. O, si se quiere, que lanzar improperios contra la Seguridad Social en un hospital tuviera que ser objeto de las deliberaciones de un tribunal m¨¦dico. Este esp¨ªritu de equiparaci¨®n de la dignidad de los servicios p¨²blicos es precisamente el que regula en las democracias occidentales las relaciones del ciudadano con la Administraci¨®n militar. En Estados Unidos, por poner el ejemplo que hay que suponer m¨¢s limpio de sospecha, si a un ciudadano cualquiera le da por meterse en un cuartel y asesinar al oficial de guardia, es sometido a los tribunales ordinarios de car¨¢cter civil.
M¨¢s grave es todav¨ªa la pertinaz presencia, ya repetidamente denunciada, de militares en los m¨¢ximos cargos directivos de la Guardia Civil -de adjetivo bien parad¨®jico-, de la Polic¨ªa Nacional e incluso de las nuevas polic¨ªas auton¨®micas (uno de los aspectos en que la actual gesti¨®n de las autonom¨ªas est¨¢ reproduciendo algunas de las peores tradiciones del Estado centralista). El anunciado aplazamiento de la prometida unificaci¨®n de las Fuerzas de Seguridad tiende, pues, a consolidar tambi¨¦n el uso
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El militarismo que no cesa
Viene de la p¨¢gina 9 pol¨ªtico de las Fuerzas Armadas que ha caracterizado secularmente al militarismo espa?ol.
Y junto a todo ello, un nuevo militarismo parece crecer y afianzarse con la pol¨ªtica atlantista y armamentista gubernamental. Se ha alcanzado ya tal militarizaci¨®n del presupuesto del Estado, que casi la mitad del total de inversiones estatales son de car¨¢cter militar. Como es bien sabido, estas inversiones se dedican en su mayor parte a la compra de material b¨¦lico, con prioridades estrat¨¦gicas que parecen hacer resurgir esa vocaci¨®n africanista, siempre latente, del Ej¨¦rcito espa?ol. Y por debajo de la argumentaci¨®n oficial a favor del armamento como un factor de est¨ªmulo a la econom¨ªa nacional, se acrecientan las importaciones y la consiguiente dependencia exterior. El famoso complejo militar-industrial que denunci¨® el general-presidente Eisenhower extiende as¨ª sus tent¨¢culos en esta plataforma peninsular.
Hay, pues, sobrados motivos de alarma cuando se oye hablar de colaboraci¨®n con el llamado poder militar. Si nadie podr¨ªa asegurar sin riesgo que se han extinguido los delirios golpistas y ya no queda ning¨²n uniforme empe?ado en salvarnos (si as¨ª fuera, no har¨ªa falta cambiar la jurisdicci¨®n del delito de rebeli¨®n), menos a¨²n podr¨ªa sostenerse que se ha disuelto totalmente la arraigada mentalidad que situaba al Ej¨¦rcito en un papel de reserva permanente de la vida pol¨ªtica. No ser¨ªan ajenas a esta tendencia algunas predilecciones por la relaci¨®n directa de los mandos militares con el rey y la consideraci¨®n de ¨¦ste como ¨¢rbitro (?qu¨¦ dir¨ªa, pongamos por caso, la se?ora Thatcher si oyera algo similar!). Hasta Felipe Gonz¨¢lez se debi¨® sentir condicionado por el a?ejo patrioterismo castrense cuando, en las solemnes semanas inmediatas a su investidura como presidente del Gobierno, utiliz¨® un sospechoso s¨ªmil org¨¢nico y habl¨® del Ej¨¦rcito como la "columna vertebral" del Estado.
Hay, pues, un viejo militarismo que, si bien ha sido visiblemente limitado en algunos de sus ¨¢mbitos tradicionales de influencia, no ha cesado del todo. Y con la nueva pol¨ªtica armamentista puede abrirse tambi¨¦n una v¨ªa de reconversi¨®n de la inveterada mentalidad de casta de los militares en algo parecido a un cooperativismo armado. El gr¨¢fico eufemismo de la expresi¨®n poderesf¨¢cticos podr¨ªa sintonizar as¨ª con una general proliferaci¨®n de corporativismos sociales en esta ¨¦poca de cambios econ¨®micos, quebrantos de las conciencias de clase y escasez de cultura c¨ªvica. Con la misma l¨®gica hist¨®rica con que se propugna la consolidaci¨®ny las concesiones al poder militar se podr¨ªa argumentar la institucionaliz aci¨®n del poder eclesial, del poder bancario o del poder policial. Lo que se consolidar¨ªa de este modo ser¨ªa una especie de refeudalizaci¨®n de la sociedad. Y no s¨®lo este horizonte contradice el principio de igualdad -cuando menos, legal y moral, si no social- en que se basa la democracia, sino que el corporativismo armado resulta particularmente dispendioso y temerario, como es f¨¢cil advertir. Consolidar la democracia debe suponer, pues, entre otras cosas, seguir combatiendo el aislamiento, el autorreclutamiento social del personal militar y el hermetismo que han distinguido tradicionalmente a las Fuerzas Armadas. S¨®lo puede concebirse como una prosecuci¨®n y profundizaci¨®n de la desmilitarizaci¨®n jurisdiccional, policial, presupuestaria, de la pol¨ªtica exterior, tecnol¨®gica, comercial e industrial.
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