Perennidad y nirvana
Desear vivir, vivir siempre y, por supuesto, en bienestar, en dicha. Desear morir, morir ya, y poner t¨¦rmino al dolor, o acaso sencillamente al tedio. No s¨®lo de la primera pasi¨®n vive el hombre. En los bordes de la existencia, en los extremos de su desgracia, puede verse aquejado, no menos, del antog¨®nico deseo de extinci¨®n, de abandono y tranquila desaparici¨®n del mundo.La pasi¨®n de vivir es la madre de la acci¨®n y de la historia de los hombres. La cultura humana entera puede verse como una gigantesca empresa de desaf¨ªo a la muerte, de creaci¨®n de monumentos no s¨®lo de piedra, que pervivan de manera indestructible, imperecedera. "No morir¨¦ del todo", recita Horacio, confiado en la perdurabilidad de su legado po¨¦tico. Dejar un "logro para siempre" es el prop¨®sito de Tuc¨ªdides al escribir su cr¨®nica. Y no es una intenci¨®n reservada tan s¨®lo a la aristocracia de los genios creadores. Escribir un libro, plantar un ¨¢rbol, tener un hijo: en esta tr¨ªada trivial queda alg¨²n g¨¦nero de pervivencia, si no de inmortalidad, al alcance de todos los mortales. Cuando no acucia el egoc¨¦ntrico deseo de supervivencia personal, con preservaci¨®n de la propia conciencia e identidad del yo, la expectativa de una huella duradera resulta aliciente bastante para el deseo de vivir y de actuar, aunque aquella identidad se diluya en otra cosa, en otra realidad, sea historia por acontecer, sea cosmos o porvenir del ser. En su optimismo c¨®smico, y no s¨®lo hist¨®rico, puede declarar Teilhard: "Es suficiente para mi dicha que lo mejor de m¨ª mismo pase, para siempre, a algo m¨¢s bello y m¨¢s grande que yo".
No a todos les resulta suficiente. Cuando se apresta a transgredir los l¨ªmites de la temporalidad y de la muerte, el deseo de vivir a veces se dibuja como aspiraci¨®n o invocaci¨®n de perennidad personal. Anegarse en el "gran Todo" le parece a Unamuno una enga?ifa, no una sustancia de inmortalidad. Nadie como ¨¦l ha clamado tan alto, tan estent¨®reo, eso de "no me da la gana de morirme... yo no dimito de la vida, se me destituir¨¢ de ella". Y que le destituyan de ella sin raz¨®n, contra derecho: "si es la nada lo que nos est¨¢ reservado, hagamos que sea una injusticia eso". De donde se desprende un imperativo categ¨®rico unamuniano, que, m¨¢s expl¨ªcitamente que el kantiano, vincula moralidad e inmortalidad: "Obra de modo que merezcas a tu propio juicio y al de los dem¨¢s la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir".
De la mano no ya de eros, de la autoafirmaci¨®n en la vida y en el goce, sino de filia, de la amistad y de la afirmaci¨®n del otro, la pasi¨®n de la vida es capaz de descentrarse y trasladarse de uno mismo al otro, al ser querido, para establecerlo a ¨¦l antes que a uno mismo, digno acreedor de vida eterna. La filosofia de la esperanza de G. Marcel lo enuncia concisamente: amar a alguien es decirle "t¨² no morir¨¢s". Cuando el ni?o comienza a dejar de serlo, cuando entra en la que el propio Unamuno defini¨® como pubertad espiritual, en la conciencia de que los hombres mueren, esa es la palabra, la promesa, que seguramente necesita escuchar para conciliar el sue?o frente al terror nocturno: "t¨² mereces vivir eternamente".
De la pasi¨®n de vivir no deriva directa y necesariamente el miedo a la muerte. Es obvio que los hombres temen a la muerte en todos sus registros: como agon¨ªa, como instante de ruptura, como cad¨¢ver y tumba, como m¨¢s all¨¢. Es tan obvio y banal ese temor, que sobre ¨¦l no merece la pena disertar o meditar. Pero el miedo y la huida de la muerte no son directamente proporcionales a la pasi¨®n y el gusto por la vida. Es solamente la codicia, no el deseo, de vivir lo que se asocia al terror de la muerte. ?sta, por otra parte, puede tambi¨¦n llegar a ser horizonte deseado, objeto de invocaci¨®n. M¨¢s all¨¢ de las tareas y de las ansias cotidianas, en las que sin excepci¨®n reina el instinto de sobrevivr, y en los m¨¢rgenes ya del curso cotidiano de la vida, sea por exceso, sea por defecto, puede alzarse un sosegado o apremiante, pero no traum¨¢tico, no suicida, deseo de morir.
"Morir, dormir...". Es el temor de "tal vez so?ar", de rodar por la pendiente sin fondo de inacabables pesadillas lo que, seg¨²n Hamlet, disuade de poner t¨¦rmino veloz a los infortunios de una existencia miserable. Cuando la vida es puro sufrimiento, suma
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de todo da?o sin mezcla de dicha o de esperanza alguna, en los espasmos de la enfermedad terminal, en los calabozos de las inquisiciones y de las dictaduras, ?c¨®mo no desear e invocar la muerte por s¨ª misma como un bien? Continuar en vida puede ser m¨¢s temible que la muerte. En Auschwitz, ha comentado el te¨®logo jud¨ªo R. Rubenstein, el ¨²nico Dios, mes¨ªas o liberador imaginable, es el ¨¢ngel de la muerte. Cuando la vida se ha tornado un infierno, la muerte es saludada y llamada como un ¨¢ngel, un salvador, un dios.
No s¨®lo el infortunio, tambi¨¦n el exceso de vida y la perfecci¨®n llaman, ellos m¨¢s sosegadamante, a la muerte. "Todo lo perfecto y consumado aspira a morir", sentencia Nietzsche; y con ¨¦l, aunque sea bajo cielo bien distinto, coincide una exclamaci¨®n de Violana en La Anunciaci¨®n del cat¨®lico Claudel: "?qu¨¦ bueno es morir cuando todo est¨¢ terminado!". Si al peque?o hay que adormecerle sugiriendo "t¨² no morir¨¢s", el enfermo ineurable, a veces el anciano, y el hombre atribulado, o tambi¨¦n el que tiene la experiencia de "haber vivido demasiado", s¨®lo logran ganar su propio descanso nocturno con el callado pensamiento y esperanza de que esta vez sea algo m¨¢s que el sue?o de una sola noche, de que ahora s¨ª que van a descansar por siempre.
Algunas religiones de salvaci¨®n, como el crist¨ªanismo, han apostado fuerte a la carta del humano deseo de sobrevivir. Lo han mimado y canonizado en una esperanza tan desmesurada como la de la resurrecci¨®n de los muertos. Otras religiones, de las que son perfecto ejemplo las originadas en la India, han husmeado el rastro de la salvaci¨®n en direcci¨®n opuesta: para liberarse del dolor hay que quedar exento de la sed, del deseo; para sustraerse a la eterna pesadilla, al vagar interminable (le un mundo a otro, es preciso abstenerse de obrar, de acumular acciones, ni siquiera meritorias; hace falta escapar a la mec¨¢nica retributiva del karma, a la ley del atesoramiento de m¨¦ritos. La liberaci¨®n, la sabidur¨ªa, consiste aqu¨ª en conseguir dormir -para lo cual, por otro lado, hay que permanecer bastante despierto- sin que la dormici¨®n produzca sue?os. El indefinible nirvana nombra a esa extinci¨®n pura, que no es vida, ni tampoco muerte, m¨¢s all¨¢ de la mortalidad y de la inmortalidad, del otro lado de la realidad y de la nada.
?Es posible reunir o conciliar los dos deseos, el de vivir y el de morir, o, yendo hasta el final, el de perennidad y el de nirvana? Un primer g¨¦nero de conciliaci¨®n distingue tiempos, momentos oportunos, regidos seguramente por el ciclo mismo de la existencia. Es la f¨®rmula del Eclesiast¨¦s de que todo tiene su tiempo, "tiempo de nacer y tiempo de inorir"; y de que cada hora, cada oportunidad, tiene, por tanto, su af¨¢n. La sabidur¨ªa es aqu¨ª contemporizar, ajustar el tiempo del deseo propio a las estaciones y a las mudanzas del curso de la vida. Otras hip¨®tesis conciliatorias son propiamente reductoras. La de Freud, hondamente pesimista, reconduce y reduce eros a tanatos, el deseo de vivir al de morir, o mejor al de regresar a la materia inanimada. En la metapsicolog¨ªa freudiana la tendencia de toda vida -es emprender el camino de retorno a lo inorg¨¢nico; y eros, buscando m¨¢s que placer la reducci¨®n de la tensi¨®n, hace un recorrido de provisional rodeo en la senda que devuelve al estado inaniniado en una maniobra dilatoria, que tiene tanto de ardid vital cuanto de mortal fatalidad en el re-tardo, s¨®lo retardo, del cumplimiento de la pulsi¨®n de tanatos.
Recogiendo, pero invirtiendo, el planteamiento freudiano, Norman Brown reunifica por el otro cabo: la eternidad es el atributo de los cuerpos no reprimidos; es la afirmaci¨®n de la vida y del presente de un cuerpo que, justo por estar libre de la represi¨®n, tambi¨¦n est¨¢ dispuesto a morir. Esto es posible en la recuperaci¨®n de un modo de existencia sin futuro y sin miedo, asentada en el ser y no tensa hacia ning¨²n "llegar a ser", modo que es propio de la primera infancia y del resto de los animales y en el que, desprendidos de la codicia de vivir, perrier¨ªamos el miedo a la muerte y vivir¨ªamos en la condici¨®n de los cuerpos resurrectos, en la continuidad de un nirvana donde la muerte no se halla fuera de la vida, ni tampoco la limita o la amenaza. Este proyecto de una corporalidad no reprimida seguramente lo tenemos catalogado y bien archivado entre las utop¨ªas de la cosecha de 1968, con denominaci¨®n de origen en Marcuse. Pero es m¨¢s viejo que las interpretaciones psicoanal¨ªticas de la sociedad y de la cultura, s¨®lo que present¨¢ndose entonces como proyecto ¨¦tico, como dise?o de fil¨®sofos para una sabidur¨ªa pr¨¢ctica de vida. A duras penas contenido en el rigor formal de su racionalidad geom¨¦trica, est¨¢ expresado y se desborda en una c¨¦lebre proposici¨®rt de la ?tica de Spinoza: "El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte; y su sabidur¨ªa es una meditaci¨®n no acerca de la muerte, sino de la vida". Para nosotros, herederos m¨¢s o rrienos afortunados de un legado milenario de cultura, es una libertad no obvia, sino de adquisici¨®n dificil; y requiere ejercicio tanto de la raz¨®n cuanto del elemental oficio, o, m¨¢s bien, beneficio de vivir.
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