Demencia clandestina
Con una inquietante regularidad' sucede aqu¨ª, en M¨¦xico, en esas primeras horas de la madrugada que el nombre de conticinio se?ala como el momento nocturno de mayor quietud y silencio, un triste rito clandestino que se celebra alternativamente en los canales de televisi¨®n de un gran consorcio de la iniciativa privada. La ceremonia en cuesti¨®n nunca se anuncia previamente y siempre toma de improviso al insomne espectador que busca en la pantalla chica distracci¨®n a su falta de sue?o. Para quien haya adquirido esa condici¨®n tan ambigua como angustiosa que ha dado en llamarse conciencia hist¨®rica, la experiencia puede serle fatal. El sue?o no vendr¨¢ ya esa noche y le espera un d¨ªa con mal¨¦ficos y aciagos regresos a su noct¨¢mbula y s¨®rdida odisea.En efecto, suele exhibirse -en las condiciones, lugar y horas descritos- una pel¨ªcula documental de delirante exaltaci¨®n de la figura y la obra de Francisco Franco en Espa?a. El locutor va incrementando paulatinamente el tono de su voz a medida que nos narra incidentes de la guerra de Marruecos, la vida madrile?a de los a?os veinte, sus escritores -escogidos con un minucioso y ama?ado criterio partidista: aparece Fern¨¢ndez Fl¨®rez, pero no Antonio Machado; Julio Camba, y no Valle-Incl¨¢n; Mu?oz Seca, pero no Unamuno-, sus artistas, sus bailes, verbenas y desfiles, sus corridas de toros y, desde luego, su desaprensiva temeridad ante la realidad que se avecina. La abdicaci¨®n de su majestad el rey Alfonso XIII se menciona con un acento compungido que huele a leguas a tartufer¨ªa, y el advenimiento de la Rep¨²blica se presenta, con todo y quema de conventos e iglesias, como un apocal¨ªptico desastre. De repente, en un cl¨ªmax que ha venido prepar¨¢ndose como en esas tragedias de romanos que represent¨¢bamos en el colegio bajo la adusta mirada del hermano prefecto, la voz del narrador llega a su m¨¢s alto registro cuando en la pantalla aparece la figura saltarina y rechoncha del salvador providencial con su capa de cuello de piel, que se alza en la nuca hasta tocar el gorro legionario. Antes hab¨ªamos visto ya a Jos¨¦ Antonio explicando en ingl¨¦s m¨¢s que aceptable las diferencias entre fascismo y falange, y las virtudes de esta ¨²ltima en las condiciones de la Espa?a de ese momento. El general en cuesti¨®n aparece luego en los momentos m¨¢s se?alados de su gesta libertadora, y m¨¢s adelante, en tiempos de paz, ya de paisano, inaugura obras de la m¨¢s varia ¨ªndole, que ponen de manifiesto su incansable inter¨¦s por el bien de la patria. Todo esto no tiene nada de nuevo. Se trata del consabido documental con obvia y acusada intenci¨®n pol¨ªtica, con sus hechos hist¨®ricos debidamente ama?ados, sus im¨¢genes escrupulosamente escogidas para conseguir el efecto deseado y su texto salpicado de adjetivos, silencios, gorgoritos, suspiros y dem¨¢s apoyos ret¨®ricos que en nuestra juventud sol¨ªamos resumir en la breve pero elocuente calificaci¨®n de teatro salesiano. En efecto, nada nuevo.
Pero ?por qu¨¦ estas im¨¢genes y la babosa mala fe del texto que las acompa?a nos dejan en el alma esa tristeza sin remedio, esa desolada verg¨¹enza irreparable? Porque quisi¨¦ramos que todo esto no hubiera sido. Como cuando en nuestra infancia nos ocurr¨ªa algo que atropellaba brutalmente nuestra sensibilidad y lo d¨¢bamos por no ocurrido. Son frecuentes en la televisi¨®n las im¨¢genes de horrores sin nombre perpetrados en Rusia o en Vietnam, en Polonia o en la Alemania de Hitler. ?Por qu¨¦ no tienen sobre nosotros esa carga de s¨®rdida miseria, de gris desesperanza, de apabullante necedad y mentira, que en la pel¨ªcula de marras nos dejan a la orilla del sue?o y hechos un trapo? No voy a intentar una respuesta a estos interrogantes. A partir de cierta edad se comienza a aprender que no todo puede contestarse y que es mejor no intentarlo si queremos conservar un relativo equilibrio y un precario sosiego que nos permitan seguir viviendo.
Es evidente que la clandestinidad de la transmisi¨®n, la hora en que suele hacerse y el relativo anonimato en que sucede la triste sorpresa, que siempre nos pilla con la guardia baja, contribuyen en buena parte a dejamos en el estado que sabemos. Otro elemento que contribuye definitiva-mente a nuestro desasosiego y a esa sensaci¨®n de n¨¢usea que tardar¨¢ en desaparecer al d¨ªa siguiente es el no poder poner un rostro y un nombre a ese an¨®nimo personaje que se complace en ofrecernos esta, valga la paradoja, trasnochada exaltaci¨®n del franquismo en pleno M¨¦xico de 1985. En esta Hispanoam¨¦rica que se debate ante realidades bastante m¨¢s inmediatas y palpables que la fantasmal evocaci¨®n de una pesadilla que s¨®lo nos toc¨® del lado y que hoy apenas concierne y consigue decir algo a quienes sorprendi¨® en plena adolescencia, como es mi caso.
Es una verdad de Perogrullo aquella de que la nostalgia no siempre es aconsejable y que ¨²nicamente los artistas -poetas, pintores, cineastas- consiguen manejarla con relativa inocuidad y tolerable inocencia. El est¨¦ril suplicio al que nos somete, saltando de un canal de televisi¨®n a otro y en horas en las que hasta los ladrones descansan, este ser an¨®nimo que a?ora tan lamentable epopeya se parece demasiado a eso que el confesor jesuita del bachillerato llamaba "el nefando pecado"; pero, en este caso, el sujeto en cuesti¨®n logra la dudosa haza?a de convertir el vicio solitario en una onanista org¨ªa televisiva. Que los dioses se apiaden de su alma.
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