Aleluya por Europa
A pesar de que el Tratado de Roma tiene m¨¢s de un cuarto de siglo de existencia, la construcci¨®n de Europa se encuentra apenas en sus comienzos. Las razones son f¨¢ciles de entender: deshacer una historia de siglos recorrida de nacionalismos, guerras, divisiones y luchas en la b¨²squeda de una Europa distinta no es sencillo. Se oponen a ello no s¨®lo los ego¨ªsmos particulares, las burocracias aut¨®ctonas y los prejuicios intelectuales. Fronteras largamente establecidas, fruto del militarismo triunfante, una Babel de lenguas y un sinfin de presiones exteriores contribuyen a deformar el proyecto y a acomodarlo a su propio inter¨¦s. Pero 25 a?os, si bien se mira, no es nada en la historia del continente. Y la incorporaci¨®n de la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica, Espa?a y Portugal, a las Comunidades no llega tan tarde como los pesimistas pretenden.Algunos se preguntan por qu¨¦ ese echar las campanas al vuelo de la clase pol¨ªtica y gran parte de los medios de comunicaci¨®n despu¨¦s del acuerdo de Bruselas. Suscitan dudas sobre las condiciones de integraci¨®n -que en parte todav¨ªa desconocemos, pero que sin duda no han de ser las mejores pensables- y argumentan razonadamente que el primer impacto de la adhesi¨®n en la econom¨ªa dom¨¦stica de nuestro pa¨ªs va a suponer desesperanzas y perplejidades: viviremos un par de a?os duros, obligados a reconvertir industrias, a reformar explotaciones agr¨ªcolas, a pagar mayores impuestos y a desarrollar m¨¢s inteligencia y capacidad de trabajo frente a la competencia for¨¢nea. Todo ello es verdad, sin g¨¦nero de dudas, y ser¨ªa peligroso repetir con Europa los mismos espejismos que se crearon con la democracia: la soluci¨®n a nuestros problemas no puede venir de f¨®rmulas m¨¢gicas, y nuestra integraci¨®n europea no busca en realidad ser una soluci¨®n a nada, sino incorporarse a un proyecto de unidad, aunque lejano, nada ut¨®pico. Y en el caso espa?ol es de especial trascendencia, ya que objetiva la ruptura del aislamiento tradicional de nuestro pa¨ªs, que arrastramos desde las guerras de religi¨®n.
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Viene de la primera p¨¢gina
Merece la pena subrayar estas peculiaridades: la Espa?a que ahora entra en Europa es uno de los Estados continentales con mayor antig¨¹edad unitaria; sus fronteras peninsulares han permanecido inm¨®viles durante siglos y su imperio colonial se liquid¨® de hecho mucho antes que el de la mayor¨ªa de las potencias vecinas. Pero la historia de Espa?a ha sido la de su aislamiento de Europa, su desencuentro y desentendimiento con las culturas, las formas pol¨ªticas, los h¨¢bitos sociales y las actitudes religiosas del otro lado de los Pirineos. Dejar por eso de calificar de hist¨®rico un acuerdo como el de la madrugada del pasado viernes ser¨ªa una taca?er¨ªa intelectual absurda.
Hay una tendencia, de la que participo, a sospechar que los sue?os de la construcci¨®n europea corren peligro de perecer a manos de las superpotencias nucleares y de intereses econ¨®micos a corto t¨¦rmino. En realidad, el Tratado de Helsinki consagr¨® con las firmas de todos los Estados del continente una divisi¨®n de fronteras fruto de la II Guerra Mundial, que tiende a consolidar la fractura de Europa producida tras la ocupaci¨®n de las tropas sovi¨¦ticas en el Este. Ruman¨ªa, Hungr¨ªa, Checoslovaquia, Polonia son pa¨ªses que pertenecen por propia historia y naturaleza a cualquier pensamiento o ideaci¨®n de Europa, tanto o m¨¢s que el nuestro. Pero la geopol¨ªtica y la fuerza pugnan por amputarles de esa identidad com¨²n que Europa constituye. La divisi¨®n de Alemania sigue siendo adem¨¢s un testigo inc¨®modo de cu¨¢n lejos estarnos los europeos de ser due?os de nuestros propios destinos.
Cualquier proyecto de unidad de Europa necesita converger en una serie de esfuerzos que faciliten la creaci¨®n no s¨®lo de estructuras pol¨ªticas y econ¨®micas comunes, sino tambi¨¦n de una identidad sociocultural sobre la que basarse. En el aspecto estrictamente institucional, Europa ha dado algunos pasos menores hacia su unidad con la creaci¨®n del Parlamento Europeo, el funcionamiento creciente de la Comisi¨®n y los Consejos de Ministros o la multiplicidad de cumbres entre jefes de Gobierno. Pero es en el terreno militar, que al menos te¨®ricamente sigue siendo una continuaci¨®n del pol¨ªtico, donde los progresos de integraci¨®n en torno a la OTAN y al amparo del poder nuclear americano se han hecho m¨¢s patentes. Los intentos de algunos negociadores espa?oles de sugerir que la cuesti¨®n de la OTAN y las Comunidades eran completamente diferentes o apenas ten¨ªan que ver entre s¨ª no se compadecen para nada con la realidad. La defensa del territorio europeo que la Comunidad define est¨¢ encomendada de manera casi exclusiva al complejo militar atlantista, es dependiente de la pol¨ªtica disuasoria de la OTAN y se ha visto impactada de forma directa en el pasado m¨¢s reciente por dos hechos de singular importancia: el despliegue de los euromisiles americanos como respuesta a los SS-20 sovi¨¦ticos, y que escapan al control de los Gobiernos donde han sido instalados; y las propuestas del nuevo sistema defensivo espacial de Reagan, conocido como guerra de las galaxias, que tiende parad¨®jicamente a hacer inservibles la actual acumulaci¨®n de armas nucleares en el continente y el propio concepto de destrucci¨®n mutua garantizada sobre el que se ha sostenido la no beligerancia entre los bloques desde el final de la II Guerra Mundial. La p¨¦rdida de soberan¨ªa objetiva de Europa -a un lado y al otro del un d¨ªa llamado tel¨®n de acero- frente a la detentaci¨®n del poder nuclear tiene su representaci¨®n m¨¢s evidente en el escenario de Ginebra, donde las dos superpotencias discuten de la seguridad del continente al margen de quienes lo habitan. Y tambi¨¦n en los fracasos-repetidos de la Conferencia Europea sobre Seguridad, cuyo ¨²nico resultado constatable hasta la fecha es el de la consolidaci¨®n de fronteras antes rese?ada. Cualquier suposici¨®n de que estas cuestiones son ajenas o distantes al propio proyecto de construcci¨®n de una Europa unida es del todo gratuita.
En el terreno econ¨®mico, la integraci¨®n de lo que el a?o que viene ser¨¢ la Europa de los doce comenz¨® a partir de acuerdos sobre el acero y el carb¨®n para extenderse despu¨¦s a la agricultura y las finanzas. Frente a las aseveraciones peyorativas de que la Europa de los diez no nos interesa por ser la de los mercaderes, es preciso que la opini¨®n p¨²blica espa?ola aprenda a valorar los logros que para el progreso de la humanidad supuso el libre comercio, independientemente de que se critiquen sus excesos y se abomine del colonialismo. La Europa comunitaria padece, por lo dem¨¢s, todav¨ªa de innumerables enfermedades proteccionistas en cada uno de sus Estados. Y la creaci¨®n de una r¨ªgida burocracia supranacional, con la aparici¨®n de centros de poder de nuevo cu?o, amenaza con ahogar a la CEE entre las manos de los funcionarios. Mientras, asistimos al vertiginoso desarrollo de las tecnolog¨ªas de punta en las que Europa corre serio peligro de perder la carrera con Estados Unidos y Jap¨®n.
Pero es probablemente, como se?ala Mar¨ªa Antonieta Machiocci, la dimisi¨®n de los intelectuales frente al concepto de una Europa unida lo que m¨¢s riesgos comporta a la hora de hacer posible un proyecto europeo aut¨®nomo, capaz de romper el creciente bipolarismo mundial. Los europeos tendemos a vernos como una multiplicidad de culturas dial¨¦cticamente encontradas, y s¨®lo desde fuera -Am¨¦rica, el Tercer Mundo- somos reconocibles como un todo cultural y geopol¨ªtico. La resistencia a descubrir en nuestro sistema cultural y de civilizaci¨®n -oriundo de Grecia y cristalizado en el Sacro Imperio Romano Germ¨¢nico- un ¨¢mbito homog¨¦neo de pensamiento e ideaci¨®n; el aferramiento de los intelectuales progresistas a esquemas de una ortodoxia marxista de la que abominar¨ªa el propio Marx; las dificultades de comunicaci¨®n que la diversidad de lenguas comporta y el recuerdo enso?ador de los antiguos imperios coloniales ya desaparecidos, contribuyen a una disgregaci¨®n de los esfuerzos. Sorprende que un continente que durante siglos ha acostumbrado a mirarse a s¨ª mismo como el centro de todo lo que suced¨ªa, se vea sometido a una invasi¨®n de industrias culturales for¨¢neas que desfiguran la identidad, las formas de vida, los valores y las creencias sobre las que ingenuamente seguimos creyendo se basa la civilizaci¨®n occidental. La recuperaci¨®n del espacio cultural europeo, con atenci¨®n expresa a los nuevos sistemas de comunicaci¨®n de masas y a los medios audiovisuales, es una tarea urgente de los intelectuales de Europa. No ha existido en la historia de la humanidad un solo proyecto de convivencia, una sola empresa pol¨ªtica o econ¨®mica que no haya sido imaginada, estimulada y enriquecida por un movimiento intelectual coherente y s¨®lido. No es por eso una apelaci¨®n ret¨®rica ni un f¨¢cil recurso dial¨¦ctico la atribuci¨®n a Espa?a de un papel razonable y enjundioso en la construcci¨®n de esa Europa de la cultura y de la ciencia, pr¨¢cticamente por alumbrar.
Estas son algunas meditaciones que me parec¨ªa deb¨ªan hacerse al hilo del final de las negociaciones de Bruselas entre la Comunidad y nuestro pa¨ªs. La concreci¨®n de las discusiones, con toda justeza, en torno a los vol¨²menes de producci¨®n de vino o a las licencias de pesca y especies capturables no puede hacer perder de vista los aspectos, quiz¨¢ m¨¢s difusos pero desde luego m¨¢s relevantes, que alientan en el proyecto comunitario. El encuentro con Europa como espacio vital no s¨®lo supondr¨¢ a medio plazo un ensanchamiento de nuestros mercados y un cambio en nuestros h¨¢bitos de consumo, de alimentaci¨®n o de trabajo. Es, sobre todo, el descubrimiento de un espacio mental e ideol¨®gico todav¨ªa novedoso para nosotros en el que palabras solicitadas secularmente por los intelectuales espa?oles -tolerancia, libertad y derechos- poseen un arraigo del que inevitable y felizmente nos beneficiaremos.
Todo eso explica el alborozo registrado, que para nada empece cualquier justificada cautela ni cualquier esc¨¦ptica reflexi¨®n sobre los problemas que Europa, y Espa?a como parte de Europa, encaran en la actualidad.
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