Despu¨¦s del nacionalismo, ?qu¨¦?
Mientras escribo estas l¨ªneas se sigue celebrando el Congreso sobre los Derechos Colectivos de las Naciones Minorizadas de Europa, subtitulado por sus organizadores (pertenecientes al ¨¢mbito de la publicaci¨®n religiosa Herria 2000 Eliza) nada menos que Euskadi, en el contexto de la autodeterminaci¨®n de los pueblos. Se trata de una convenci¨®n dise?ada con honradez, buen nivel internacional y sincero deseo de contraste de criterios. Aplauso, pues. A estas alturas ya no estoy seguro de que hablar sirva para entenderse, pero no me cabe duda de que negarse a hablar es un pretexto para matarse. En un mundo donde siempre est¨¢ todo demasiado dicho y cada cual afila el hacha u ofrece el cuello -seg¨²n gustos-, aceptar la obligaci¨®n humana de la palabra razonada y compartida es el ¨²nico acto de valor digno de admiraci¨®n.Lo malo de la poblem¨¢tica nacional -o nacionalista, o patri¨®tica- es que, una vez que se empieza con ella, no hay forma de acabar. Digo lo malo, aunque soy consciente de que tal infinitud a algunos les parece de perlas; a m¨ª me aburre hasta el borde mismo de la agon¨ªa, pero quiz¨¢ sea otra de mis rarezas. Hemos padecido durante lustros la perplejidad pat¨¦tica y la arrogancia tardoimperial respecto al improbable ser de Espa?a. Ahora estamos con el de Euskadi, Catalu?a, Andaluc¨ªa o Galicia. Ma?ana tocar¨¢ discutir la esencia inmortal de Zaragoza o las obligaciones hist¨®ricas que impone haber nacido en Fuengirola. El paso siguiente es el que cuenta Chesterton en su divertid¨ªsima novela El Napole¨®n de Notting Hill, cr¨®nica de la guerra civil entre los diversos barrios de Londres. Paciencia. Pero no crean que es la microscopizaci¨®n progresiva del asunto lo que me repele, pues sin duda Europa o el Mundo Occidental son entidades sujetas a idealizaciones no menos fastidiosas. Lo m¨¢s tremendo, lo aut¨¦nticamente impresionante, es cu¨¢nto hay que inventar para propugnar cualquier identidad colectiva: con el derroche de imaginaci¨®n necesario para justificar la inconfundible y secularmente menospreciada idiosincrasia de una aldea bastar¨ªa para escribir diez Il¨ªadas. No s¨¦, a m¨ª se me hace un desperdicio.
Cosa misteriosa, el orgullo de las colectividades. Por rid¨ªculo que sea visto en detalle, su propia enormidad le gana un car¨¢cter cuasi sacro. Para fundar la altivez gregaria todo vale: quien carezca de un pasado imperial que llevarse a la memoria colectiva, se agenciar¨¢ una opresi¨®n imperialista y reivindicar¨¢ con masoquismo soberbio la condici¨®n de v¨ªctima. ?Hay tantas formas de manifestar que uno pertenece a un reba?o interesante...! Las naciones hablan de s¨ª mismas m¨¢s o menos como cualquier individuo cuenta sus peripecias er¨®ticas: las m¨¢s ricas en conquistas se enorgullecen con falso arrepentimiento de las calaveradas depredadoras de su pasado, mientras las minorizadas explican volublemente las regresiones infantiles que les han condenado a su actual impotencia. Las unas quisieran hacerse perdonar, pero con un gui?o que dice: "?Ah¨ª queda eso!"; las otras exhiben neur¨®ticamente sus ultrajes, ocultando apenas su deseo de que por fin suene su hora de ultrajar. Y siempre, siempre, la mitificaci¨®n desvergonzada de los azares y malentendidos que constituyen el 95% de la historia de cualquier grupo.
Es permanente la impresi¨®n de que detr¨¢s de cada nacionalismo siempre hay otra cosa. En el mejor de los casos, el anhelo de una comunidad plenamente reconciliada: "?Qu¨¦ felices vivir¨ªamos si ellos nos dejaran!". La otra tarde, ya con algunas copas, hablaba con varios chicos de Herri Batasuna, todos buena gente, como suele ser la base de ese partido. Pasaban del nacionalismo de ikurri?a, Gora ta gora y batzoki; alguno, hasta del euskera pasaba. La autodeterminaci¨®n nacional de Euskadi, para ellos, era el fin de la explotaci¨®n del hombre por el hombre, el rechazo del militarismo, no a la OTAN; gestoras asamblearias para resolver cada problema comunal grande o peque?o, fin del machismo, solidaridad con los oprimidos del mundo entero. "?Acaso est¨¢s contra todo eso?", me dec¨ªan. Y cuando les tranquilic¨¦ respecto a mis buenas intenciones, a?ad¨ªan: "?Por qu¨¦ no est¨¢s entonces con nosotros?". Hay cosas peores, desde luego, tras el nacionalismo o patriotismo: af¨¢n de un liderazgo en el que sobren las explicaciones -"es muy de los nuestros, muy de aqu¨ª, muy espa?ol" (o muy vasco, o muy valenciano, o...)-, gusto por una cultura edificante y proteccionista en la que lo racial de los contenidos haga perdonar -y hasta ensalzar- la miseria rutinaria de la forma. Y desde luego, hay much¨ªsimo cura, profeso o vocacional o reciclado, tras los nacionalismos. El Pueblo Elegido, el exilio del que llegaremos todos juntos a las tierras que manan leche y miel; la patria es la comuni¨®n de los santos de quien no puede permitirse otra o de quien no se conforma con una sola. En Euskadi, por ejemplo, tuvimos curas a porrillo antes del nacionalismo, los tenemos a mansalva ahora y estoy seguro de que el d¨ªa que se acabe lo del nacionalismo ya se inventar¨¢n otra cosa. Y, como dec¨ªa aquel amigo m¨ªo tan bestia: "Ni siquiera podemos confiar en lo de '?ETA, m¨¢talos!', porque con ¨¦sos no se mete nadie...".
He llegado a la conclusi¨®n de que no termino de entusiasmarme por la autodeterminaci¨®n de los pueblos porque tengo excesiva afici¨®n a la autodetermina-
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Despu¨¦s del nacionalismo, ?qu¨¦!?,
Viene de la p¨¢gina 11ci¨®n de los individuos. A m¨ª, el nacionalismo que sirve para librarse del Estado -o de la parte m¨¢s opresiva e impositiva de ¨¦l- no me parece mal, pero no tengo fervor por el que consiste en inaugurar Estados nuevos. Los l¨ªderes prefieren, l¨®gicamente, tener un Estado independiente, porque as¨ª ascienden a nivel ministerial o presidencial, pero los ciudadanos bien pudieran no mejorar nada con tal promoci¨®n. Hoy, un ciudadano vasco o catal¨¢n integrado en el Estado espa?ol tiene m¨¢s efectiva autodeterminaci¨®n que cualquier ciudadano chileno o sovi¨¦tico, pese a que Chile y la URSS son pa¨ªses independientes. El problema de la armon¨ªa entre la libertad individual y la justicia de lo colectivo tiene tanto que ver con el mito patri¨®tico-nacional como con la Inmaculada Concepci¨®n ole Mar¨ªa. Lo cual no quiere decir, precisamente, que en el actual Estado espa?ol est¨¦ ni medio resuelta la cosa... Si los incontrolados GAL siguen operando con su bistur¨ª de muerte en Euskadi, no ser¨¢n s¨®lo los abertzales quienes van a hablar de terrorismo estatal en Espa?a y Francia.
Vuelvo a Euskadi, de donde vengo. El Gobierno del Estado tiene hoy una posibilidad racionalmente conciliadora como pocas veces antes. Para aplicarla con provecho, tendr¨¢ que renunciar a la estupidez patriotera-estatalista y reinventar la generosidad aut¨¦nticamente social. Puede que no est¨¦ mal que los socialistas tengan,sentido del Estado en tierra de infieles, Pero es peligroso que s¨®lo cultiven ese sentido y se olviden del llamado com¨²n. Ante ciertas reivindicaciones nacionalistas -unas, efectivamente pol¨ªticas; otras, m¨¢s bien simb¨®licas; algunas, imperiosamente humanitarias (como la supresi¨®n de la tortura y de cualquier disposici¨®n legal que la facilite)-, el Gobierno finge un. malhumorado desconcierto que no le favorece. Me recuerda aquella actitud de El Gallo cuando, tras alguna faena deplorable de las que a veces su car¨¢cter genial propiciaba, se, volv¨ªa desde el ruedo hacia el apoderado y, entre los abucheos y las almohadillas, se encog¨ªa asombradamente de hombros gimiendo: "Pero, ?qu¨¦ quedr¨¢n?". Es el momento de aplicarse a encontrar la respuesta, porque ahora los toros vienen pastue?os y permiten lucimiento (no quiero decir faena). Y, por lo dem¨¢s, quienes ya se van aburriendo de la quisicosidad patri¨®tica tendr¨¢n que hacerse a su vez la pregunta de qu¨¦ va a ocuparles cuando amaine el rollo ese del nacionalismo.
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