La sociedad autom¨®vil
En un texto justamente c¨¦lebre de su obra Mitolog¨ªas (1957), Roland Barthes escrib¨ªa: "Yo creo que el autom¨®vil es hoy el equivalente bastante exacto de las grandes catedrales g¨®ticas. Quiero decir que es una gran creaci¨®n de las que hacen ¨¦poca, apasionadamente concebida por artistas desconocidos". Siguiendo su discurso, Barthes califica el Citro?n DS, que acababa de ser presentado al p¨²blico en el Sal¨®n del Autom¨®vil de Par¨ªs, de "nuevo Nautilus". ?Un Nautilus del que se han producido cerca de un mill¨®n y medio de unidades en 20 a?os! Dicho de otra manera, Barthes oculta en sus enunciados el ¨²nico car¨¢cter verdaderamente distintivo de la ¨¦poca, a saber, la proliferaci¨®n material del autom¨®vil. El autom¨®vil se inventa, no se crea, o no se crea ya desde hace mucho tiempo mediante el efecto de una cooperaci¨®n art¨ªstica, es decir, de gestos ¨²nicos e irreproducibles destinados a la elaboraci¨®n de una obra personalizada. Si existe un objeto por excelencia de todos conocido y cuya historia pueda remontarse en los m¨¢s m¨ªnimos detalles, incluido el ¨²ltimo perno, hasta su concepci¨®n inicial; un objeto, por otra parte, desmontable y sobre el que en ning¨²n sentido planee cualquier clase de misterio; un objeto trivial, profano, a ras de tierra y que, por consiguiente, pueda volver a hacerse, es con mucho el autom¨®vil.Un objeto de diferenciaci¨®n social
Sin embargo, cuando comenz¨® la II Guerra Mundial, el autom¨®vil no era todav¨ªa en Europa m¨¢s que un bien reservado a unas capas sociales privilegiadas, y su posesi¨®n conservaba un alto valor de diferenciaci¨®n social. En Francia, el parque total de las cuatro ruedas (alrededor de 2.250.000 veh¨ªculos en 1938) era apenas superior a las matriculaciones realizadas en un solo a?o de la d¨¦cada de los ochenta (1982, 2.056.490 matriculaciones; 1983, 2.018.501). En 1936, la calma de las vacaciones pagadas se pasa sin desplazamientos en autom¨®vil: el proletariado se lanza a las carreteras a pie, en bicicleta o en motocicleta; recurre tambi¨¦n mucho a los trenes, de los que algunos son fletados especialmente para esa ocasi¨®n. El enemigo de clase se representa forzosamente en autom¨®vil, amenazadora armadura del rico y poderoso. Caballeros y se?ores, de un lado; siervos e infanter¨ªa, de otro: la diferencia automovil¨ªstica vuelve a reproducir un corte imborrable, como un orden secular de diferenciaci¨®n definitiva, transhist¨®rica, en el que se inscribir¨ªa una forma de comportamiento de ancien regime.
Frente a este orden secular, la democracia automovil¨ªstica en Norteam¨¦rica. Y all¨ª casi todo est¨¢ dicho, o en v¨ªas de estarlo, cuando sobreviene la gran crisis de 1929. Estados Unidos asegura entonces el 85% de la producci¨®n mundial, vendida esencialmente en el mercado interior. La revoluci¨®n automovil¨ªstica est¨¢ tan en marcha que ese a?o del jueves negro se abren los tres primeros shopping-centers apartados de los centros comerciales y se crean los primeros restaurantes drive in; en 1927 hay un autom¨®vil por cada 44 habitantes en Francia, y lo mismo en el Reino Unido; uno por cada 196 en Alemania. En Estados Unidos hay un autom¨®vil por cada 5,3 habitantes, y la tasa de multimotorizaci¨®n alcanza el 185, tasa que Europa tardar¨¢ casi 40 a?os en conseguir.
Ahora bien, fue en Europa donde naci¨® el autom¨®vil, y Francia ha estado durante mucho tiempo a la cabeza del pu?ado de pa¨ªses que ha desarrollado este invento: a finales de 1895 circulaban en Francia 350 autom¨®viles, frente a 75 en Alemania, mientras que en Estados Unidos hubo que esperar hasta 1896 para ver a los hermanos Durya conseguir una docena de coches. Un an¨¢lisis preciso de la historia automovil¨ªstica muestra que la fosa cavada por Estados Unidos a expensas de Francia y luego de Europa no es el castigo inflingido por el cielo a los autodestructores autores del pecado 1914-1918. En efecto, fue a partir de finales de la d¨¦cada de 1900 cuando Estados Unidos se convirti¨® en el centro de la industria automovil¨ªstica.
Con el Buick 10 y el Ford T, del que se producen m¨¢s de 15 millones de unidades entre octubre de 1908 y 1927, la industria automovil¨ªstica estadounidense descubre la existencia de una vasta demanda potencial para peque?os veh¨ªculos de cuatro cilindros, r¨²sticos y s¨®lidos. Despu¨¦s de 1910, varias grandes firmas norteamericanas piensan en realizar econom¨ªas de escala mediante la racionalizaci¨®n del proceso de trabajo. El famoso Taylor no desempe?a ning¨²n papel en esta r¨¢pida evoluci¨®n hacia la fabricaci¨®n en serie, verdaderamente conseguida en Ford Motor Company desde 1913-1914; ¨¦sta supone dos caracteres reunidos: la estandarizaci¨®n del producto autom¨®vil (las piezas, intercambiables, ya no tienen que ser manufacturadas) y la cadena m¨®vil de montaje. Ford comprendi¨® que s¨®lo las econom¨ªas de escala permiten la producci¨®n masiva, cuyo objetivo ante todo fue que las mejoras en la productividad permiten bajar los precios; a su vez, la expansi¨®n de las ventas y la conquista de un mercado en grande permiten limitar la ganancia obtenida en cada autom¨®vil en beneficio de una ganancia total infinitamente m¨¢s interesante. La ampliaci¨®n de esta ¨²ltima y la limitaci¨®n del n¨²mero de obreros consecutiva a la instauraci¨®n del sistema de fabricaci¨®n en serie abren la posibilidad de aumentar duraderamente los salarios en unas proporciones sin precedente hist¨®rico, estimulando as¨ª en compensaci¨®n -y siempre un poco m¨¢s- una demanda global hecha solvente. Tal es, aunque reducido a un esquema en volumen, el proceso de entrada econ¨®mica en la sociedad de consumo de masa.
'Sloanismo'y 'fordismo'
Despu¨¦s de haber superado la l¨ªnea del 50% en 1917, y a pesar de seis reducciones de precio del modelo T entre 1921 y 1925, la parte de mercado de Ford cae por debajo del 40% en 1926. A la inversa, la producci¨®n de General Motors mejora espectacularmente, puesto que entre 1924 y 1928 triplica sus ventas, y su parte de mercado pasa del 18% al 47% en esos mismos a?os. Esto sucede porque General Motors, apoy¨¢ndose en una gesti¨®n descentralizada y rode¨¢ndose de expertos y de consejeros comerciales de todas clases, ofrece una gama completa de autom¨®viles para todos los bolsillos y para todas las necesidades, surtida pronto de modelos anuales. Esta pol¨ªtica de gama -denominada sloanismo por el nombre de Alfred Sloan, director de la General Motors desde 1923 hasta 1947- integr¨® el n¨²cleo central del fordismo (econom¨ªa de escala y producci¨®n de masa), puesto que en ning¨²n modo consist¨ªa en yuxtaponer entre s¨ª autom¨®viles extranjeros, sino en multiplicar las combinaciones de un n¨²mero tan restringido como era posible de piezas estandarizadas bajo envolturas diferentes y regularmente renovadas. El consumo democr¨¢tico de masa no se impone a un cuerpo social manipulado por un pu?ado de conspiradores apostando a tiro seguro a las condenadas motivaciones, s¨®lo de ellos conocidas, del alma humana; se deduce y se inventa en un contexto ideosocial muy espec¨ªfico, el contexto de una libre expresi¨®n en sociedad de las voluntades individuales y concurrentes; obedece a una extraordinaria voluntad colectiva de las sociedades que la han producido.
La fuerza de esta voluntad, por otra parte inaparente, desprovista de manifestaci¨®n pros¨¦lita, se mide cuando se adue?a de Europa a la salida de la II Guerra Mundial. En efecto, desde el momento en que el enderezamiento de la situaci¨®n econ¨®mica lo permite, la preferencia automov¨ªlistica se expresa aqu¨ª violentamente. Su epopeya comercial, la r¨¢pida progresi¨®n de las tasas de motorizaci¨®n, la vulgarizaci¨®n del bien autom¨®vil como la de los bienes de equipo durables (televisi¨®n, aparatos electrodom¨¦sticos), la nueva orientaci¨®n de los objetivos de producci¨®n en toda Europa pet-miten identificar la aparici¨®n en el Viejo Continente de ese car¨¢cter estructurante de la sociedad de consumo: los productores ya no trabajan solamente para la capa alta de la sociedad, ni siquiera para la intermedia, sino tambi¨¦n para la capa baja y para ellos mismos.
A pesar de una progresi¨®n por 10 del parque automovil¨ªstico europeo entre 1950 y 1974 -frente a s¨®lo 2,5 del parque estadounidense-, la motorizaci¨®n del Viejo Continente sigue estando todav¨ªa muy por detr¨¢s del equipamiento de Estados Unidos cuando sobreviene la primera crisis del petr¨®leo (cuarto trimestre de 1973): el pa¨ªs europeo m¨¢s motorizado, Suecia, navega a nivel de Estados Unidos en 1956 (un autom¨®vil particular por cada 3,1 habitantes); la Rep¨²blica Federal de Alemania y Francia alcanzan el nivel norteamericano de 1950 (un coche particular por cada cuatro habitantes); el Reino Unido e Italia se sit¨²an por debajo. El principal inconveniente de una periodizaci¨®n de la posguerra para un espacio de 30 a?os, que ser¨ªan los gloriosos treinta (1945-1975), es el de sugerir una ruptura visible del bienestar y de los comportamientos econ¨®micos en esa fecha. El r¨¢pido aumento del paro a partir de la misma no impide, en efecto, una extraordinaria recuperaci¨®n de la demanda automovil¨ªstica despu¨¦s de 1975 -recuperaci¨®n com¨²n a todo Occidente- y la continuaci¨®n sostenida de la motorizaci¨®n europea en direcci¨®n a los est¨¢ndares estadounidenses. Esta persistencia de la preferencia automovil¨ªstica nos introduce en un debate sobre su racionalidad social.
En efecto, el horizonte automovil¨ªstico se carga de amenazas convergentes al comienzo de los a?os setenta, y se produce la tormenta de 1973: entre octubre y diciembre, los precios del petr¨®leo bruto se multiplican por cuatro. Los precios se multiplicar¨¢n de nuevo por dos en 1979 -el segundo golpe del petr¨®leo-; entre 1973 y 1980 habr¨¢n sido multiplicados por 15, poniendo simult¨¢neamente de relieve la vulnerabilidad energ¨¦tica, pol¨ªtica y estrat¨¦gica del bien automovil¨ªstico y, a trav¨¦s del mismo, la vulnerabilidad de la sociedad occidental en su totalidad.
Por otra parte, numerosos elementos parecen militar entonces intr¨ªnsecamente a favor de una pausa automovil¨ªstica, y hasta incluso de una desmotorizaci¨®n individual. En efecto, desde ese momento, con un autom¨®vil por cada cuatro habitantes, varios pa¨ªses europeos han alcanzado la tasa considerada como suficiente, para transportar al conjunto de, su poblaci¨®n. Por lo dem¨¢s, se constata que entre 1965 y 1973 el n¨²mero de viajeros por kil¨®metro ha aumentado menos r¨¢pidamente que el parque automovil¨ªstico; dicho de otra manera, que cada veh¨ªculo tiende a circular menos. En la ciudad, el autom¨®vil, devorador de espacio, ha multiplicado por cinco los embotellamientos y, generalmente, circula subocupado; provoca la asfixia colectiva de las aglomeraciones; no solamente es de un mantenimiento obligado, sino que tiene frecuentes aver¨ªas; grava el presupuesto de las familias (ocupa el tercer puesto presupuestario, despu¨¦s de la alimentaci¨®n y el alojamiento, y su coste se acrecienta constantemente), y desde el momento en que toma velocidad se convierte en una m¨¢quina mortal: "estado de guerra", "holocausto", "in¨²til matanza agravada por el alcohol", "el problema epid¨¦mico m¨¢s grave de los pa¨ªses industrializados", "la peor de las violencias cotidianas"; la mortalidad en carretera es uno de los raros temas que desde los a?os sesenta ha podido conseguir la unanimidad de los ¨®rganos de informaci¨®n.
Pues bien, ?qu¨¦ es lo que se observa entre el centro del verano de 1974 y finales de 1975 en todo Occidente? A pesar del r¨¢pido aumento del precio de la gasolina, a pesar del considerable aumento del precio de los autom¨®viles, a pesar de la acumulaci¨®n de obst¨¢culos que hubieran debido conducir facil¨ªsimamente a una recesi¨®n prolongada, se reinstaura una preferencia automovil¨ªstica tan violenta como nunca parecen haber conocido las sociedades occidentales.
Una pasi¨®n ciega
Y lo que es m¨¢s, este relanzamiento del autom¨®vil contin¨²a degradando el "consumo en el uso" del mismo, por retomar una expresi¨®n de Roland Barthes. En efecto, estos veh¨ªculos, cada vez m¨¢s numerosos, circulan todav¨ªa menos que antes. Su duraci¨®n de vida no ha aumentado en absoluto; todo lo contrario. ?Hacen pensar las econom¨ªas de energ¨ªa en un aligeramiento del peso de los coches? ?ste est¨¢ siempre orientado hacia el alza. ?Querr¨ªan estas mismas econom¨ªas ver al comprador volcarse sobre las peque?as cilindradas? Se asiste, por el contrario, a partir de 1975, al brioso retorno de las cilindradas medias y grandes.
En todos sus aspectos, el apego hacia el autom¨®vil manifestado a partir de 1973 por las masas occidentales parece llevar las marcas de una pasi¨®n aparentemente ciega y que conduce al abismo, movida por una oscura econom¨ªa del deseo, evolucionando sin cesar cada vez m¨¢s alejada de las realidades; minada, pues, por una creciente inadecuaci¨®n a lo real.
Ning¨²n medio de transporte de pasajeros es hoy tan masivo como el autom¨®vil. El tr¨¢fico se cifra en centenas de miles de millones de pasajeros por kil¨®metro al a?o, y
La sociedad autom¨®vil
s¨®lo en decenas para el ferrocarril o el avi¨®n. La diferencia entre estos ¨²ltimos y aqu¨¦l no deja de aumentar, y viene de lejos: a pesar de las ventajas, ni siquiera discutibles en materia de seguridad, de dificultad y, durante largo tiempo, de comodidad, el tren y el avi¨®n -hablamos, evidentemente, de comunicaciones terrestres- han sido relativamente abandonados muy pronto en beneficio de un autom¨®vil todav¨ªa ruidoso, sucio, de conducci¨®n problem¨¢tica, con aver¨ªas frecuentes, circulando sobre carreteras imprecisas; un autom¨®vil actualmente reconocido por todos como una m¨¢quina potencialmente mortal, que puede sufrir embotellamientos y que en largas distancias tiene una media de velocidad m¨¢s baja que un autov¨ªa rural.Pero el tren, lo mismo que el avi¨®n, es un espacio de constre?imientos colectivos sufridos en un tiempo dado: los lugares y las horas de salida y llegada son los mismos para todos, se imponen a cada uno en raz¨®n de las situaciones de embarque en el interior de las fronteras comunales y urbanas, lo mismo que son impuestos a todos cada uno de los acontecimientos del viaje y el pilotaje del veh¨ªculo, a prop¨®sito del cual el pasajero no puede reivindicar ser o¨ªdo ni emitir su opini¨®n. Pues bien, el autom¨®vil libera al consumidor de estos constre?imientos, los suprime totalmente cuando el conductor est¨¢ solo, los debilita considerablemente para los pasajeros, que conservan en todo instante la posibilidad de plantear un conflicto con el piloto a prop¨®sito de estos temas y de la conducci¨®n en general: el autom¨®vil restituye al ex pasajero del transporte colectivo el control de su viaje. En otros t¨¦rminos, si es por el autom¨®vil por el que aumenta la movilidad general de la poblaci¨®n, ello no se debe a una tecnolog¨ªa intr¨ªnseca del material que lo sit¨²e ventajosamente en relaci¨®n con otros medios de transporte; se debe a unos caracteres intr¨ªnsecos que acompa?an al desplazamiento en autom¨®vil y lo han hecho preferir a los dem¨¢s. Esto se instaura al margen de los circuitos de movilidad colectiva y predeterminada cuya ejecuci¨®n es sufrida hasta en los m¨¢s m¨ªnimos detalles; se analiza como acceso privado a la movilidad en el espacio p¨²blico, en lo cual reside la verdadera mutaci¨®n que introduce.
Lo privado automovil¨ªstico, lo mismo que lo privado dom¨¦stico, implica la libre disposici¨®n originaria de un espacio apropiado, espacio psicol¨®gico y social tanto como f¨ªsico. Pero mientras que el interior dom¨¦stico aumenta algunas obligaciones (familiares, la de la vida en com¨²n, vecindad, visitas improvisadas), por el hecho de su inmovilidad, el interior automovil¨ªstico disminuye considerablemente todas las ataduras reglamentarias y normativas, lo que se ha convenido en llamar la integraci¨®n social. Factor an¨®mico, en una palabra, por el hecho de la movilidad al parecer ilimitada que permite, del aislamiento respecto a los constre?imientos que ofrece, y que autoriza reivindicar; por el hecho, finalmente, de las variaciones de comportamiento de encuentro y de uso que consiente, el autom¨®vil desarraiga lo privado -en esto se encuentra su gran revoluci¨®n-, lo libera de lo est¨¢tico, de la memoria de las piedras y de las posiciones inmutables; libera, si se quiere, la libre disposici¨®n de los espacios tradicionalmente reservados, pero cercados por m¨²ltiples constre?imientos de grupo; es el bien portador por excelencia de una profundizaci¨®n de la trayectoria individualizadora que se puso en marcha hace varios siglos en las sociedades occidentales, y, por consiguiente, con toda justeza, del vector, en seguida descubierto por los contempor¨¢neos, de la modernidad.
Similitud y diferencia
Ahora bien, ?c¨®mo se analiza el concepto acabado de la industria automovil¨ªstica, en tanto que producci¨®n de masa; a saber, el sloanismo? Este concepto conjuga, en la fabricaci¨®n en serie muy grande, ya sea la similitud -con la diversidad de gamas-, ya sea la diferencia. Presenta, en consecuencia, una sorprendente homolog¨ªa estructural con el propio concepto democr¨¢tico. ?ste, para prolongar a Tocqueville y el comentario que sobre el mismo hace Marcel Gauchet, postula la "similitud de los hombres", "esa noci¨®n de lo semejante" limitada antiguamente a la esfera del clan, de la casta, del orden, de la clase, antes de quebrantar las fronteras del grupo para instaurar una econom¨ªa general de la semejanza entre iguales, por encima de las diferencias sociales. En efecto, "lo que constituye a los hombres en iguales en la era democr¨¢tica va m¨¢s all¨¢ de los caracteres intr¨ªnsecos vinculados a la riqueza o incluso a la posici¨®n jer¨¢rquica", y obedece "a la imposibilidad de plantear una diferencia de sustancia profunda o de esencia ¨ªntima entre los individuos, sean cuales sean, por otra parte, los accidentes superficiales debidos a sus atribuciones, a su papel o a su puesto". Lo esencial es "la existencia de una continuidad gradual en el campo social, sin fallas ni rupturas conceptuadas como infranqueables", dimensi¨®n que concreta la movilidad de las sociedades democr¨¢ticas, en las que todo el mundo puede leg¨ªtimamente pretender todos los puestos, por oposici¨®n a la perpetuidad de las constituciones aristocr¨¢ticas, en las que la posici¨®n de cada uno se encuentra de entrada irrevocablemente fijada".
La deslumbrante homolog¨ªa estructural del sloanismo con el concepto democr¨¢tico va mucho m¨¢s all¨¢ de un simple duplicado, del reflejo pasivo y divertido del uno en el otro, de la imaginer¨ªa muerta y reflejada. Es homolog¨ªa del sentido, encarnaci¨®n misma y desarrollo del proceso democr¨¢tico actuando en la dial¨¦ctica de lo semejante y la diferencia, puesto que esta ¨²ltima estructura las sociedades de consumo de masa, y se nutre de ellas. Pero el soporte material de esta entrada en el consumo democr¨¢tico de masa no es nada para la fuerza del movimiento: el autom¨®vil da, a un nivel nunca alcanzado y ni siquiera entrevisto, la brutal posibilidad para todo el mundo de disponer de un m¨®vil individualizado privado, perspectiva inscrita en profundidad en las tendencias de larga duraci¨®n de las que se ha deducido la idea democr¨¢tica, y es por eso por lo que una sociedad democr¨¢tica en gestaci¨®n se apodera de ella de manera tan natural. Lo que puede resumirse as¨ª: Norteam¨¦rica realiza la democracia (un proceso, evidentemente) a trav¨¦s del autom¨®vil.
La persistencia en el ser autom¨®vil despu¨¦s de la crisis de 1973 se analiza como persistencia en actos en la propia democracia, voluntad de proseguir la experiencia democr¨¢tica de la circulaci¨®n de los hombres, de las culturas, de las ideas y de los materiales; un mensaje perfectamente coherente e inscrito en un proceso hist¨®rico in¨¦dito, el de la instauraci¨®n de las sociedades de consumo de masa. ?Pero cu¨¢l es el porvenir de las sociedades automovil¨ªsticas?
Habiendo efectivamente superado el umbral de los 400 millones de veh¨ªculos particulares en el cambio de los a?os setenta a los ochenta, el parque automovil¨ªstico mundial sigue estando espectacularmente concentrado en los pa¨ªses occidentales, principalmente en Estados Unidos, Canad¨¢ y Europa occidental. Situaci¨®n poco brillante evaluada a corto plazo, en raz¨®n de la imposibilidad para estos pa¨ªses de exportar durante mucho tiempo el modelo de la sociedad automovil¨ªstica: por simples cuestiones de disponibilidad de materias primas y energ¨ªa, el alcance por los pa¨ªses pobres de las tasas de equipamiento de los pa¨ªses ricos es, en efecto, impensable. Seg¨²n nuestra interpretaci¨®n es, pues, el propio proceso democr¨¢tico el que est¨¢ en juego.
'Automovilidad' sin autom¨®vil
Ciertamente, el veh¨ªculo particular va a continuar circulando y el parque aumentando -aun cuando su utilizaci¨®n se rarifique en t¨¦rminos de recorridos medios-, pero el autom¨®vil ha cumplido ya su oficio hist¨®rico transicional entre el afloramiento de las preocupaciones individualizadoras bajo el imperio del constre?imiento y la urbanizaci¨®n profundamente individualizada en la que entramos. En efecto, para quien quiera adherirse a la significaci¨®n y al detalle de las pr¨¢cticas, las mismas masas occidentales que despu¨¦s de 1973 llevaban a un punto cr¨ªtico la preferencia automovil¨ªstica, pareciendo as¨ª cogerse en una trampa, convertirse en v¨ªctima, inventaban conductas de respuesta a la crisis a trav¨¦s del jogging (aprendizaje de una conducta de supervivencia), de nuevas pr¨¢cticas gimn¨¢sticas con miras a restablecer la durabilidad / fiabilidad del cuerpo, o bien tambi¨¦n mediante la marcha campo a trav¨¦s practicada a gran escala; conductas todas ellas dirigidas a restaurar / instaurar una automovilidad sin autom¨®vil. Perforando realmente las separaciones sociales, sexuales, geogr¨¢ficas o de edad, estas masas hacen ver que si el autom¨®vil ha podido encarnar, promover y acelerar el paso a la automovilidad de los individuos actuando en el proceso democr¨¢tico, no pod¨ªa ser ni el soporte definitivo de este proceso, ni su figura ¨²ltima, ni su ¨²nico motor, pero s¨ª un acto transicional.
es soci¨®logo.
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