El triunfo de Europa
Los logros de la humanidad. Esta expresi¨®n t¨®pica es rica en trampas y opacidades. Pero en algunos casos sirve. El f¨²tbol europeo es un logro de la humanidad. No deber¨ªa haber muchas dudas sobre ello, a pesar de que en un arrebato el deporte se haya trocado en hecatombe. La pasi¨®n futbol¨ªstica y sus manifestaciones m¨¢s exaltadas han conseguido desnudar las pulsiones y los sentimientos m¨¢s irracionales de este continente que invent¨® los nacionalismos y el Estado contempor¨¢neo. A?os ha, las gentes mor¨ªan en la guerra santa, privilegio que hoy queda limitado al islamismo fundamentalista y su jihad. El feudalismo permiti¨® a los caballeros morir por su se?or, privilegio no menos despreciable si se cuentan en ¨¦l las virtudes que desarrolla, como el honor, la valent¨ªa, la fidelidad, que son humillantes e inhumanas en su aplicaci¨®n b¨¦lica contempor¨¢nea pero que despiertan vagas y emotivas adhesiones en nuestras lecturas brumosas de textos medievales.
Las ciudades-estado y las burgues¨ªas incipientes inventaron unos valores de civilidad, bien ¨²tiles para defender el comercio y la ganancia leg¨ªtima, que aunque conten¨ªan un germen de objeci¨®n de conciencia (la vida, la salud y el dinero por encima de todo) llevaban directamente al pudridero en nombre del bien com¨²n y de lo que luego ser¨ªa el Estado. La consolidaci¨®n de esas ideas de lesa humanidad fueron los nacionalismos, religi¨®n civil para el buen morir que cerraba el c¨ªrculo: la guerra puede ser santa de nuevo, santo y alto el Estado y sagrado el lengua y los s¨ªmbolos que hablan de todo ello. No se pod¨ªa concebir mayor atraso para esta especie animal maldita que el retorno a los fetiches colectivos en el momento en que iniciaba su mayor despegue tecnol¨®gico e intelectual. Y para colmo, en la patria de la inteligencia y de la cultura, de la civilizaci¨®n en suma, dividida todo el siglo XX por los arrebatos tribales.
Esos ropajes est¨¢n desapareciendo, y nuevos motivos colectivos para una muerte reglada ofrecen sus carnes desnudas, m¨®rbidas y repugnantes a la vez, a una masa renovada de j¨®venes atizados por el paro, el derrumbe de las religiones civiles y militares, la voracidad del consumo y el despertar de viejos rituales de violencia. Los muchachos metropolitanos y suburbanos se ven as¨ª empujados a una vida de muta semisalvaje. La inercia de esa fuerza no tiene otro objetivo m¨¢s que su propia manifestaci¨®n irrefrenable. Quien llena ese vac¨ªo en Europa es el f¨²tbol.
La tautolog¨ªa
Todo, por tanto, tiende a la diafanidad infantil del deporte. El f¨²tbol, con su cultivo de los colores caseros, consigue la concentraci¨®n m¨¢xima de nacionalismo en el menor espacio y tiempo. Afuera quedan los sentimientos cosmopolitas e internacionalistas, el fair-play y la raz¨®n. En la grada, el atavismo. La irracionalidad es ahora un vaso de agua: el hincha se identifica con sus colores porque s¨ª, porque colman su necesidad de identificarse con algo y adem¨¢s pueblan la tarde de un domingo cualquiera; no hay m¨¢s explicaci¨®n. La confrontaci¨®n es tambi¨¦n elemental y maniquea como jam¨¢s hubieran imaginado las almas c¨¢ndidas indignadas por el asalto a la raz¨®n: es la moral del alir¨®n, del viva yo y de a ver qui¨¦n m¨¢s chilla. La ideolog¨ªa trivial e infantil queda tan desnuda que no es ni tan s¨®lo ideolog¨ªa: es puro camelo y entretenimiento en el ejercicio de identificaci¨®n consigo mismo. El habla de los nacionalistas a veces ha llegado a ser tan expl¨ªcita como el f¨²tbol al consignar la mec¨¢nica de la tautolog¨ªa. "Somos lo que somos y representamos lo que representamos". Pues qu¨¦ bien.
El f¨²tbol, en esta convocatoria tan poco deportiva de pasiones innobles, rinde, por tanto, un servicio impagable. Ahora se puede morir por una camiseta maloliente. O como los tifosi turineses, puede uno resistir heroicamente los dolores del brazo roto o de la herida producida en la cabeza por ver los juegos malabares de Platini o de Boniek. Morir por Dios, por el rey, por la patria, por el pr¨®jimo, no. ?Por fin! ?Pero qu¨¦ consuelo!: morir por estar ah¨ª, con los ojos como pantallas, en directo, observando la confrontaci¨®n simb¨®lica de identidades perdidas y estilizadas alrededor de un bal¨®n y unas redes blancas y transparentes como una virgen a quien preservar (la propia) o desflorar (la ajena).
En eso Europa sigue, pues, demostrando su absoluta superioridad. Las vexilofilias y las vexilofobias nacionales se expresan un¨¢nimemente cuando hay un equipo de f¨²tbol que se apropia de los cromatismos sagrados. En lo restante esa multitud es notablemente agn¨®stica y civilizada. El nacionalismo, que es un atavismo, penetra en el cuerpo del f¨²tbol hasta dominarlo: ese bell¨ªsimo deporte de equipo y de individualidades se convierte en un ser pose¨ªdo por el diablo.
Otra superioridad europea: en ese fascismo deportivo alumbra un cierto anarquismo del alma, incapaz de dejarse parangonar en las filas uniformes de la masa. Incluso contra su propio deseo. En ello s¨®lo los alemanes son inferiores —por fortuna en ¨¦pocas, en otras por desgracia—, aunque en tiempos recientes vengan a demostrar tambi¨¦n su escasa originalidad respecto al resto de europeos.
Masa y poder
Pero lo mejor de toda esa elemental e innecesaria lecci¨®n de psicolog¨ªa de las masas, lecci¨®n pr¨¢ctica y sangrienta, pero lecci¨®n al fin, que cumple paso a paso las teor¨ªas tan perfecta y literariamente explicadas por El¨ªas Canetti (Masa y poder), es ver c¨®mo la pulsi¨®n que se expresa en el fascismo futbol¨ªstico se reproduce en el cruce de las miradas aterrorizadas que suscitan las im¨¢genes televisivas. Los tifosi del Roma jalean la violencia brit¨¢nica y demuestran cu¨¢n cierta es la hip¨®tesis de que Italia es todav¨ªa una naci¨®n de ciudades-naciones. Los alemanes, trocados en la imagen de sus enemigos hist¨®ricos, act¨²an cual gentlemen como si las humillaciones y las generalizaciones injustas sobre el nazismo y sobre la torpeza de sus pol¨ªticos hallara una contrapartida providencial en una muestra de ferocidad y de barbarie entre sus detractores: para algunos, los montones de cad¨¢veres de Bruselas son las fosas de Katin de los aliados occidentales y principalmente del Reino Unido; por ello se apuntaron antes que nadie al ¨²nico gesto elegante de la farsa: apagar el televisor y desentenderse de tanta brutalidad.
Los otros europeos del sur, tambi¨¦n en una buena operaci¨®n de ajuste de cuentas, aseguran que entre ciudadanos romanos no se dan estas matanzas dignas de pueblos del norte, b¨¢rbaros e inciviles, o de los pueblos m¨¢s recientes del sur, a quienes se encasilla despreciativamente como Tercer Mundo; olvidan que tienen el germen en casa, mimado y amamantado cuidadosamente por los clubes, para dar calor y color a los partidos m¨¢s comprometidos en sus ligas y campeonatos, o justificado a veces en nombre de no se sabe bien qu¨¦ fen¨®menos sociol¨®gicos de rebeld¨ªa juvenil y de formas de participaci¨®n e integraci¨®n en no se sabe bien d¨®nde. Los de la Juventus, finalmente, lloran y rezan, circulan por las hileraras del duelo, despu¨¦s del air¨®n, el champa?a y la alegr¨ªa de lo ¨²nico importante, la copa, vac¨ªa, como todas las copas, como sus cabezas, como su fascismo futbol¨ªstico, como el nacionalismo, como esa tendencia tan europea a expulsar la culpa de la propia conciencia. Esa copa, celebrada y denigrada, cosechada sobre una monta?a de muertos, redonda como una utop¨ªa, vac¨ªa como el tedio de cada d¨ªa, es el triunfo de Europa. Un triunfo de la muerte antes de la muerte.
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