La m¨¢quina de registrar objetos
Un problema ten¨ªa este muchacho. Estamos en Francia a finales de los a?os cincuenta y el joven Jean-Luc Godard escribe: "El tren entra en la estaci¨®n". Es, claro est¨¢, un comienzo cl¨¢sico de novela, una versi¨®n m¨¢s llana del ya proverbial: "La marquesa sali¨® a las cinco". El problema deriva de una simple pregunta: ?por qu¨¦ no escribir "El tren entra en la estaci¨®n, hace buen tiempo". Pregunta explicable en un joven de vocaci¨®n indecisa en aquellos d¨ªas fundacionales del nouveau roman; pregunta que, por lo dem¨¢s, revela, y de hecho revel¨® al interesado, que es el cine y no la literatura el verdadero destino de un relato cuya redacci¨®n se inicia bajo la espada de Damocles de aquella perplejidad. Pues ciertamente un escritor no tiene aqu¨ª dudas: Dostoievski abre El idiota con la llegada de un tren a la estaci¨®n, pero sabe perfectamente que cualquier dilema ¨¦tico sobre la fragmentaci¨®n de la realidad por la palabra es ajeno a la esencia de la literatura; ¨¦sta, por definici¨®n, escamotea o restituye ¨ªntegramente lo contemplado, pues su materia es una realidad verbal y no la realidad fenom¨¦nica.Por tres veces y en ¨¦pocas distintas de mi vida me han salido al encuentro etapas diferenciadas del arte cinematogr¨¢fico de Jean Luc Godard. Vi por primera vez A bout de souffle en Par¨ªs, m¨¢s de una veintena de a?os atr¨¢s, en un cine apartado, en una tarde de est¨ªo que present¨ªa la oto?ada. Aquel encuentro inicial dio la pauta de la fascinaci¨®n que el primer Godard -el que llega hasta 1968- ejerci¨® mundialmente sobre mi generaci¨®n. Interven¨ªan, o parec¨ªan intervenir, factores varios en dicha fascinaci¨®n, que llegaba al autorreconocimiento, a la identificaci¨®n plena en algunos sentidos; mas vistas hoy las cosas, la cualidad esencial que admir¨¢bamos en Godard era seguramente la de mostrar la vida contempor¨¢nea con la misma diafanidad con la que un Griffith, en los albores de la narraci¨®n f¨ªlmica, hab¨ªa mostrado los fastos de Babilonia o la vieja sociedad sudista. Tal cristalina nitidez inmediata no requer¨ªa en s¨ª misma -con independencia de los prop¨®sitos del cineasta- ning¨²n g¨¦nero de adhesi¨®n por parte del espectador; le pertenec¨ªa el don de confirmarnos en el cine una m¨¢quina de registrar objetos ante la que no cab¨ªa ni asentimiento ni rechazo: cada pel¨ªcula de Godard era un documental sobre zonas de la realidad que d¨ªa a d¨ªa viv¨ªamos.
Tras la explosi¨®n que sacudi¨® en mayo de 1968 el mundo violentamente plastificado de una cinta como Week end tard¨¦ en conocer al nuevo Godard, nacido de aquella crisis, reducido a experimentar con el soporte magn¨¦tico en Grenoble; cierto atardecer, en la antigua sala de la Filmoteca barcelonesa, en la calle Mercaders, la proyecci¨®n de Comment ?a va repiti¨®, a su modo, la fascinaci¨®n de la ya antigua jornada parisiense de A bout de souffle. Es propio de Godard cierto encanto helv¨¦tico, asociable a los colores pastel de escaparates y carrocer¨ªas en la ginebrina avenida del Mont Blanc, en descenso desde la estaci¨®n de Cornavin hasta las claridades jabonosas y l¨¢cteas del L¨¦man. El dato visual b¨¢sico del ¨²ltimo Godard es precisamente este acabado, del mundo industrial; al blanco y negro de A bout de souffle, que remit¨ªa al grano de las viejas copias de celuloides olvidados, sucede un color destellante y pastoso que parece descompuesto prism¨¢ticamente por el v¨ªdeo en Comment ?a va y que en Je vous salue Marie adquiere calidades de cromado de jugueter¨ªa.
Cuando escribo esto ni ha estrenado ni se anuncia que vaya a estrenarse entre nosotros Je vous salue Marie. Vi esta pel¨ªcula en Par¨ªs a principios de abril -mi tercer encuentro con Godard-, en una primavera racheada con tr¨¦molos de lluvia y de sol claro, en un peque?o cine de arte y ensayo contiguo a la Rue de la Harpe, aquella en la que ten¨ªa su domicilio el abogado Riparfonds, que aparece en las memorias de Saint-Simon. El local, min¨²sculo, estaba absolutamente abarrotado; la proyecci¨®n transcurri¨®, como si se llevara a cabo un rito, en el mayor silencio. Y en verdad asist¨ªamos a un rito: est¨¢bamos presenciando el funcionamiento de la m¨¢quina de registrar objetos. Lo que ocurra, lo que se diga, lo que en definitiva se nos muestre, importa aqu¨ª, al fin y al cabo, muy poco. Resulta esencial, en cambio, el acto mismo de mostrar y de registrar lo que se muestra, y en tal sentido Godard es un cineasta tan puro como sus maestros Rossellini y Nicholas Ray. La vitalidad visual de Je vous salue Marie es la misma con la que los hermanos Lumi¨¦re filmaban la salida de los obreros de la f¨¢brica; m¨¢s que a motivos de iconolog¨ªa habitual la c¨¢mara de Godard atiende aqu¨ª a la pura llamada ¨®ptica de lo real circundante. Voces, sonidos, luces y vol¨²menes son componentes de la realidad registrada: un cuerpo, unos labios, una mirada, un paisaje, un autom¨®vil, el agua, un interior dom¨¦stico. La m¨¢quina de registrar objetos ha fijado la fugacidad de la apariencia visible.
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