El amigo ruso
Mi amigo Anatoli es un t¨ªpico moscovita. Cincuent¨®n avanzado, bur¨®crata, melanc¨®lico, desilusionado. Con cierto escepticismo de funcionario antiguo y poco notable. Cuando nos presentaron, a poco de mi llegada a Mosc¨², hace a?os, al anotarme el n¨²mero de tel¨¦fono en su tarjeta, la lapicera a bolilla -incorregiblemente sovi¨¦tica- derram¨® un espeso manch¨®n azul. Me dijo sarc¨¢sticamente: "Por suerte, los c¨¢lculos de la bomba at¨®mica los hicimos con los Bic importados. De no haber sido as¨ª todav¨ªa nuestros cient¨ªficos se estar¨ªan lavando los dedos con piedra p¨®mez". Le incomodaba la ineficiencia del Estado en las cosas menores; pero si alguien le hubiese calificado de disidente se ofender¨ªa. Los llamados (en Occidente) con esa palabra, no son estimados ni tenidos en cuenta por el hombre de la calle de la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Saben que existen, pero no son apreciados. A los rusos les pasa con su revoluci¨®n algo parecido a los espa?oles con su catolicismo: sea ateo o fiel, no le gustar¨¢ que los extranjeros se metan con algo ligado indisolublemente con la historia de la naci¨®n.Anatoli trabaja en la Academia de Historia y en una importante revista especializada en la materia que tiene una tirada de decenas de miles de ejemplares. Cada tres o cuatro a?os tiene derecho a aceptar alguna invitaci¨®n del exterior.
Su pasado estalinista era fuerte. Tuvo que pasar de la vida pol¨ªtica a la acad¨¦mica y profesoral. Durante las copiosas comidas (una botella de vodka para cada uno) era la ¨²nica ocasi¨®n en que aparec¨ªa la sombra de Stalin, cuando evocaba los terribles d¨ªas de la defensa de Mosc¨², con 42 grados bajo cero y su padre que llegaba con un pedazo de pan seco y una lata de sardinas. En la efusi¨®n del recuerdo en seguida se desliza hacia las sinfon¨ªas de Beethoven, y, por ¨²ltimo, hacia su gran amor literario: Tolstoi, del que conoce pasajes de memoria. Pasada la media botella, Anatoli deja el formalismo de funcionario sovi¨¦tico y se abandona al yo ruso. Se toma efusivo y wagnenano con tonos de Mussorski.
?l me invitaba a su casa, yo le retribu¨ªa con comilonas en el Praga o el Aragbi, los mejores restaurantes de Mosc¨². Era amargamente ocurrente. Recuerdo que me dijo: "Ayer le¨ªa que lanzamos otra base espacial mientras yo hac¨ªa una cola de tres horas para comprar tres naranjas. En ese tiempo la base dio tres veces la vuelta al mundo".
Anatoli padec¨ªa un ancestral te mor por el mundo exterior y por la infiltraci¨®n corruptora de costumbres e ideas. (Es sabido que Stalin consideraba infecciosos graves a aquellos que hab¨ªan vivido mucho en Occidente, incluidos los prisioneros de guerra.)
En aquellos tiempos de mi estancia en Mosc¨², Anatoli se preocupaba por los pantalones vaqueros de contrabando, los discos de los Beatles, las melenas largas. "Si vas de noche por los alrededores del Bolshoi te encontrar¨¢s con bandadas de ho mosexuales", comentaba con amargura patri¨®tica. "Uno no puede pasar por all¨ª con su mujer". Cuando dec¨ªa "mi mujer" uno deb¨ªa representarse indistintamente a Luva, su amante, o a Olga, la leg¨ªtima o legal. Sus alegr¨ªas de entonces fueron la compra de un Mosvich que equivale a un Seat mediano, y Ia obtenci¨®n de un departamento moderno de dos ambientes. La asignaci¨®n del departamento le llev¨® a consolidar externamente su matrimonio, siempre jaqueado por adulterios sin tacto ni discreci¨®n.
Ahora nos volvimos a encontraj en Par¨ªs y fuimos a comer al Vaguenende, en pleno barrio Latino. Le encontr¨¦ gordo, semicalvo e invariablemente conservador. Vital, como siempre, a pesar de su sarcasmo pesimista. Luva y Olga estaban bien. La amante hab¨ªa empatado con la leg¨ªtima en cuanto a exigencias y problemas dom¨¦sticos. Ambas se un¨ªan en coro ante sus fugas de dos o tres d¨ªas con j¨®venes historiadoras reci¨¦n graduadas. Despu¨¦s de la primera botella de vino pas¨¦ de los problemas de entrecasa y nacionales a una seria preocupaci¨®n por lo internacional: "Las cosas se est¨¢n poniendo negras para nosotros. ?Viste lo de China? Ha ido de mal en peor. Es como si al bloque occidental se le hubiese pasado al comunismo toda Europa... ?Qu¨¦ dir¨ªan? La est¨¢n impulsando a una alianza con Jap¨®n y a un neocapitalismo. Y aqu¨ª siguen hablando de tel¨®n de acero. Si al menos fuera de manteca... Lo cierto es que con los Pershing estamos rodeados de una cortina de neutrones"
In¨²til calmarlo con pacifismos de ocasi¨®n; no estaba dispuesto a ninguna zalamer¨ªa geopol¨ªtica. Me dijo con la frente arrugada: "Lo m¨¢s grave es que si ellos se proponen una nueva carrera, ahora con armas espaciales, no habr¨¢ m¨¢s remedio que la guerra; uno no puede esperar m¨¢s: ?300.000 millones de rublos por a?o! ?Yo tendr¨ªa por lo menos un departamento de cuatro ambientes!".
"Mira lo que pas¨® con los ¨¢rabes. Gastamos millones de rublos en tiempos de Nasser, pero los petrod¨®lares, lejos de financiar nuevos Estados socialistas, quedaron en la econom¨ªa occidental. El mundo ¨¢rabe sigue siendo peligrosamente fan¨¢tico".
.?Y Afganist¨¢n?", le pregunto.
"Cuentos. Tuvimos que asegurarnos ante la inoperancia de Carter para prevenir el fanatismo shi¨ª y el loco Jomeini".
Luego, con tono confidencial, y antes de distraerse en el plateau de fromages, me dijo: "En la Uni¨®n Sovi¨¦tica hay cerca de 40 millones de musulmanes. Los shi¨ªes son la ¨²nica fuerza religiosa revolucionaria de nuestro tiempo. ?Te das cuenta? Los norteamericanos siempre han sido tontos; lo grave es que ahora son ciegos. Si las cosas siguen as¨ª en ?frica, con el hambre, y en tu Am¨¦rica Latina, paralizada por las est¨²pidas deudas externas, la marcha hacia el socialismo ser¨¢ irremediable. Tendr¨¢n que hacerse socialistas por falta de espacio para sobrevivir". Casi lo dec¨ªa con pesadumbre. "Y ellos, en su est¨²pida desesperaci¨®n, no tendr¨¢n otro camino que la guerra. Siguen acumulando lavadoras y sat¨¦lites mientras toda ?frica se les muere de hambre vergonzosamente. Eso no pasa ni en Beluchist¨¢n ni en Polonia".
Cuando nos separamos tuve la sensaci¨®n de que el oso, aparte de padecer una jaula peligrosamente estrecha, estaba sinceramente apenado por la tr¨¢gica estupidez de los lobos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.