Otra vez el compromiso
Un reciente coloquio sostenido en Madrid entre autores alemanes y espa?oles -y en el que particip¨¦ en compa?¨ªa de Antonio Tovar y Alvaro Pombo- ha sido resumido y dado a conocer al p¨²blico por los medios de comunicaci¨®n poco menos que como un violento enfrentamiento entre personas que asumieron posiciones irreconciliables: de un lado los alemanes, de otro los espa?oles. Como testigo -y hasta uno de los protagonistas- del suceso, no tengo la sensaci¨®n de que se produjera tal violencia y hasta sospecho que las posiciones sostenidas por uno y otro bando habr¨ªan sido perfectamente conciliadas de haber tenido m¨¢s tiempo y, tal vez, haber hablado el mismo idioma. Me parece que la violencia -se entiende, verbal- no se produce tan f¨¢cilmente cuando el di¨¢logo es biling¨¹e y cuando entre afirmaci¨®n y r¨¦plica media un traductor simult¨¢neo. Luego nos fuimos a cenar al castillo de Manzanares y all¨ª no hubo, digan lo que digan los informadores, tensi¨®n alguna; todo lo contrario, en la cena se engendr¨® un comienzo de amistad con Peter Schrieider, quien en el coloquio no hab¨ªa dudado en afirmar que, aunque fuera buen escritor, como ciudadano yo no era de su gusto.Fue la tan debatida diferencia entre literatura comprometida y literatura pura la que encendi¨® la controversia. A poco que se abunde en esa diferencia se entra de lleno en el sempiterno problema del papel pol¨ªtico del intelectual. En un momento del coloquio yo me permit¨ª afirmar que no me considero intelectual, por cuanto me gano la vida con una pr¨¢ctica profesional que no suele ser incluida dentro de ese marbete, y por tanto me siento un tanto alejado de quien se toma por tal; y que incluso llego a desconfiar de ¨¦l, de vez en cuando. Dije m¨¢s: dije -y repito- que no entiendo por qu¨¦ raz¨®n un hombre que alcanza el estamento de figura p¨²blica mediante el ejercicio de una actividad -como puede ser escribir novelas, pintar ¨®leos o representar comedias- para la que no son imprescindibles sus ideas sobre la cosa p¨²blica, ha de influir en la opini¨®n con m¨¢s autoridad que cualquier otra voz; por el mero hecho de haber escrito unas novelas y publicado unos libros no me siento capacitado para hacer cundir mis opiniones, sobre todo en cuestiones de tr¨¢mite (como por ejemplo el ingreso en la OTAN) acerca de las cuales cualquier vecino puede estar tan informado como yo. Vine a decir tambi¨¦n que aquel individuo que aprovecha el escabel de su prestigio para endosar al ciudadano un dec¨¢logo de deberes c¨ªvicos y elementales me interesa por lo general poco. Y por ¨²ltimo a?ad¨ª que, a mi parecer, el artista (o l¨¦ase el intelectual) si se cree llamado a transmitir tal dec¨¢logo conseguir¨¢ su prop¨®sito con mayor eficacia y elegancia cuando se dirija al p¨²blico a trav¨¦s de su arte, de una manera persuasiva e indirecta, que cuando lo sermonee al estilo preceptivo y catequ¨ªstico.
Una vez pasada la peque?a tormenta, lo ¨²nico que me atrevo a reprochar a los tres interlocutores alemanes -Grass, Buch y Schneider- son sus maneras catequ¨ªsticas. Que sean partidarios de la literatura comprometida y del papel activo -en pol¨ªtica, se entiende, una palabra que no se pronuncia en tales actos- del intelectual en la sociedad me resulta comprensible y hasta un poco indiferente. Pero que pretendan que lo seamos todos y que -enarbolando el incumplimiento de un deber que presumen com¨²n- insin¨²en que los que no nos comportamos como ellos incurrimos en un crimen de lesa civilidad me parece cuando menos un abuso. El intelectual que a s¨ª mismo se considera comprometido al generalizar el deber y convertirlo en precepto universal -y eso se lo dirijo a Grass- generaliza tambi¨¦n el ¨ªndice de sus preocupaciones, como no puede ser de otra manera. Tiene que estar al d¨ªa y tornar partido por todos los problemas sociales y pol¨ªticos que saltan a la cabecera de los diarios: Alemania dividida y Europa tambi¨¦n, Nicaragua, Polonia, Afganist¨¢n, el feminismo, el apartheid, la disidencia rusa, el militarismo jud¨ªo, la de forestaci¨®n de Vietnam, la extincion de las focas; no hay ¨¢rea geogr¨¢fica ni social en que el intelectual comprometido pueda respirar tranquilo, y una situaci¨®n tan sofocante no puede por menos de producir un talante especial, por lo general ce?udo. Por supuesto, a los espa?oles nos debe estar tambi¨¦n vedada la tranquilidad, pues s¨®lo disfrutamos de una democracia joven y amenazada; pero aunque fuera vetusta y recia, ah¨ª tenemos al escritor polaco para no sentir firme el suelo bajo los pies.
Lo malo es que al generalizar la inquietud tambi¨¦n generaliza la soluci¨®n de todos los problemas, porque una cabeza humana no da para tanto y ha de recurrir -para infinidad de cuestiones- a los t¨®picos que han elaborado otros. El intelectual comprometido no puede abordar cada problema con detalle y opta por la soluci¨®n que le brinda su colega de m¨¢s all¨¢, su hombre en La Habana, que es quien conoce el
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caso. As¨ª que gran parte de su cabeza est¨¢ ocupada por un cat¨¢logo de ideas ajenas, con un peque?o espacio para las propias y originales acerca de lo que conoce muy bien: pongamos Berl¨ªn o la divisi¨®n de Alemania. Pero ?qu¨¦ puede ser menos intelectual que desde?ar los detalles y dar por buena, sin estudiarla, la soluci¨®n que ha discurrido otro? En su d¨ªa, cuando el problema le tocaba en lo vivo, el intelectual abrazaba una causa; pero cuando abraza todas es porque s¨®lo le tocan en esa superficie que a s¨ª mismo se ha fabricado y para la que tiene que inventar una sensibilidad pavlovianamente preparada para reaccionar contra la insensibilidad de los dem¨¢s.
As¨ª pues, para 61 es casi indecente la existencia de un buen hombre que escriba un libro de cuentos y sea indiferente hacia la situaci¨®n del escritor polaco. La solidaridd de no s¨¦ qu¨¦ clase -debe ser la intelectual- se volver¨¢ contra ¨¦l para arrinconarle y convertirle en un ciudadano insolidario. Si no hubiera hecho nada p¨²blico nadie le pedir¨ªa cuentas, pero por el capricho de publicar un volumen de narraciones ha de verse de lleno metido en el compromiso. Es una clase de solidaridad que, a primera vista, s¨®lo sirve para catequizar a los distra¨ªdos, maldecir a los ap¨®statas, aislar a los indiferentes y, sobre todo, para no dejarse adormecer,por la voz arrulladora de la literatura pura. Es una disciplina, una milicia al fin.
Aunque nuestra democracia sea joven y se vea amenazada de manera permanente, creo que nos proporciona un clima en el que respirar un tanto tranquilos; y creo que, con un talante un poco menos abrumado que el del intelectual comprometido, la cultura espa?ola puede dar frutos m¨¢s sabrosos que los del pasado. Creo que cargamos con bastantes d¨¦cadas de opresi¨®n como para que ahora haya que trasladarse -al menos en esp¨ªritu- a Polonia a fin de revivir el malestar y la desaz¨®n que necesita como el ox¨ªgeno el intelectual comprometido. Yo no sirvo, lo confieso, para hacer esa traslaci¨®n sin sufrir un grave quebranto de mi conciencia ciudadana; como algunos vinos, no viaja sin alterarse. Todav¨ªa me siento tribal y acepto, sin introducir en ello el menor cinismo, que miro los problemas de mi tribu de muy distinta manera que los de la vecina. Y por si fuera poco, estoy seguro de que muy poco puedo hacer por ella si no la conozco ni la he observado con detalle y por todos sus lados. S¨®lo los detalles me interesan.
Sin embargo, estoy convencido de que entre la literatura comprometida y la literatura pura hay un nexo com¨²n e indisoluble que las hermana o las convierte, como poco, en los dos extremos de un mismo s¨®lido homog¨¦neo. Esto es: la literatura, su calidad. Evidentemente, si una produce un panfleto y la otra una cursilada, hay tambi¨¦n mucho de com¨²n entre ambas piezas, por encima o debajo de las apariencias; tanto se hermanan en el vicio como en la virtud porque necesariamente son hijos de uno u otra.
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