El Madrid de Eloy / 5
No abundo yo -me vino a decir hace m¨¢s de 30 a?os- en esa doctrina que ve en todo hombre al hijo de su ¨¦poca.-?Carlyle? -pregunt¨¦. ("Todos hemos conocido ¨¦pocas que llamaron a gritos a su gran hombre sin lograr encontrarlo".)
Quiz¨¢ la conversaci¨®n se prolongaba de manera l¨¢nguida en Cock. A veces, al caer la tarde de un d¨ªa entre semana nos reun¨ªamos en Cock porque, como provinciano que pretend¨ªa haberse sacudido el pelo de la dehesa, se complac¨ªa en demostrar a sus amigos que estaba familiarizado con los lugares de moda tanto como con los recoletos y poco frecuentados. Cock (o Cocq, o sencillamente Cok, nunca lo supe bien, pues no ostentaba su nombre en la calle) pertenec¨ªa a la segunda categor¨ªa y, como muchos otros de mi primera juventud, se hallaba en plena decadencia, arrinconado por los grandes bares del centro, que, adem¨¢s de la bebida, ofrec¨ªan un numeroso, atractivo y multicolor p¨²blico femenino. Pero en Cock s¨®lo entraban hombres ya maduros que hab¨ªan saboreado sus delicias en otra d¨¦cada; de dimensiones reducidas, techo alto y barra muy peque?a -como, a mi modo de ver, ha de ser todo bar selecto-, ten¨ªa unas pocas mesas rodeadas de sof¨¢s y sillones -nada de sillas- de una tapicer¨ªa algo gastada; los muelles, un poco vencidos. M¨¢s parec¨ªa el sal¨®n de un casino de se?ores que un bar del centro, y envuelto siempre en el claroscuro, invitaba a las conversaciones quedas e indolentes.
-Es curioso c¨®mo se cierra el c¨ªrculo -prosigui¨®- Unos cuantos hombres preclaros exponen un conjunto de ideas con el que se forma el Zeitgeist, que cuando es perceptible es ya un acontecirniento muy remoto, como el fulgor de las estrellas. Pero como ninguno de ellos en particular se puede atribuir la paternidad del Zeitgeist y como el pensamiento hist¨®rico no sabe apartarse de los patrones geneal¨®gicos, se viene a concluir que el Zeitgeist es el padre o la madre de todos ellos. Una bonita inversi¨®n de la que se infiere que toda ¨¦poca es un vientre.
-Jes¨²s -dijo una voz en la penumbra, sin que lleg¨¢ramos a saber si se trataba de un comentario al comentario o de una exclamaci¨®n ante su propio trabajo.
En una mesa no lejos de la nuestra, un caballero hab¨ªa apartado la taza de caf¨¦ y, fumando en boquilla un cigarrillo tras otro, escrib¨ªa sin parar sobre un mont¨®n de medias cuartillas. De cuando en cuando se deten¨ªa a echar un bocanada al techo, retomar el hilo de su inspiraci¨®n y continuar con su r¨¢pida escritura. Era un hombre menudo y afilado, de nariz prominente. En aquella ¨¦poca, lo normal al entrar en un caf¨¦ a cualquier hora era encontrar en una mesa al fondo un hombre de letras que, fumando en boquilla, escribiera sin mesura. En ocasiones, la pieza ver¨ªa la,luz p¨²blica tiempo despu¨¦s -un art¨ªculo, una comedia o una novela-, pero lo m¨¢s probable es que terminara en una carpeta acogida al amplio abrazo del olvido. De otra suerte, no se explica que ahora no se perciban las colosales dimensiones de la cultura espa?ola del final de los cuarenta. (Muchos a?os m¨¢s tarde conoc¨ª a Rafael V¨¢zquez Zamora, un buen hombre alto y desgarbado -que, al decir de Ferlosio, ten¨ªa dos voces-, con unas gafas como culos de botella, que trabajaba como asesor literario y lector de manuscritos para un editor catal¨¢n de cuyo nombre quisiera no acordarme. Era un rufi¨¢n que una noche calurosa nos invit¨® a cenar a un restaurante de lujo; para empezar, R. V. Z. pidi¨® un gazpacho, y cuando le fue servido el caldo, se acerc¨® otro reverente camarero a ofrecerle la consabida bandeja m¨²ltiple con pan, cebolla, pepino, tomate y no s¨¦ qu¨¦ m¨¢s picado. A la oferta del camarero replic¨® con un distra¨ªdo "s¨ª" que, al no venir acompa?ado del complementario "basta", oblig¨® al camarero a vaciar sobre su taza todo el contenido del sector pan. Con mucho, R. V. Z. prefer¨ªa hablar de literatura antes que atender a la composici¨®n de su gazpacho; con la cebolla ocurri¨® lo mismo que con el pan y el caldo desbord¨® la taza para inundar el plato; con el pepino, la inundaci¨®n lleg¨® al mantel, y con el tomate, a la falda de mi mujer -sentada a su lado-, que me lanz¨® una mirada de socorro para solicitar una intervenci¨®n que remediara aquel desastre. Intervenci¨®n que naturalmente yo no llev¨¦ a cabo. Cuando al fin se retir¨® el camarero, sin un grano en su m¨²ltiple bandeja, R. V. Z. se limit¨® a un somero "gracias" para encararse con lo que, m¨¢s que un gazpacho, parec¨ªan "los estragos de los pasados temporales", tan frecuentes en la Prensa de entonces. Despu¨¦s de cenar, le acercamos a su casa, que nos cog¨ªa de camino. Para rellenar el trayecto, le pregunt¨¦ si le¨ªa muchas novelas. "?Novelas?". Y me mir¨®, sorprendido. "Quiero decir manuscritos", correg¨ª, un poco cortado. "?Manuscritos? ?Novelas? Oh, s¨ª, c¨®mo no, he le¨ªdo algunos manuscritos y novelas; sobre todo novelas, muchas novelas; toda clase de novelas, de todo tipo; he le¨ªdo centenares de novelas; qu¨¦ digo centenares, miles; miles y miles de novelas; novelas y nada m¨¢s que novelas; todo el d¨ªa leyendo novelas, no he hecho otra cosa que leer novelas, millares de novelas; yo creo que he le¨ªdo todas las novelas". Hab¨ªamos llegado al punto donde deb¨ªa bajarse y yo tend¨ª el brazo para abrir la portezuela; pero no se mov¨ªa, la mirada clavada en un punto oculto por los gruesos cristales de las gafas, su pensamiento extraviado en las constelaciones del universo novel¨ªstico. Creo que muri¨® poco despu¨¦s -estoy hablando de 1968-, y su postrer imagen se qued¨® grabada en mi memoria: alej¨¢ndose por las sombras de la avenida de La Habana, mientras repet¨ªa "novelas, novelas, millares de novelas...", y por encima de la frente agitaba la mano como para despejar las interrogantes de una pesadilla.)
Est¨¢bamos en que en el Madrid de hace siete lustros era frecuente encontrar a un escritor sentado en el fondo de un caf¨¦, fumando en boquilla y tirando de estilogr¨¢fica, un espect¨¢culo que ahora se ve poco. Incluso se da poco el hombre que fuma en boquilla, un instrumento que imprime cierto car¨¢cter, tanto o m¨¢s que la pipa, pues, en principio, se da por supuesto que quien fuma en boquilla tiene algo de exquisito, elegante y exc¨¦ntrico, un tanto especial en sus gustos y bastante aficionado a las damas. As¨ª pues, una boquilla puede ser mucho m¨¢s determinante de la personalidad y del estilo de un escritor que la ¨¦poca que le ha tocado en suerte, pues dentro de ¨¦sta caben todas las modalidades -incluso las anacr¨®nicas-, en tanto que quien fume en boquilla estar¨¢ poco menos que obligado a ser un escritor galante. Hay un dato que corrobora esa insinuaci¨®n: poca gente fuma hoy en boquilla -y no tengo reparos en incluir en el censo a quienes utilizan el incalificable instrumento higi¨¦nico, de venta en farmacias, que ha desterrado a las de marfil, plata o carey-, y el escritor galante parece extinguido para siempre, incluso en Francia, en buena medida ahogado por el procaz. Supongo que la boquilla tambi¨¦n tiene una finalidad econ¨®mica, pues quien necesita fumar para escribir, o bien lo tiene que hacer a lo Bogart, con el humo enroscado al ojo (y un gui?o en la ceja que indudablemente determina un estilo bronco), o bien ha de soportar que el cenicero se lleve la casi totalidad del cigarrillo. El escritor pobre y galante hasido siempre m¨¢s audaz que el holgado de medios, porque, para luchar con la competencia, pone el ¨¦nfasis en el arte amatorio y en la astucia antes que en la suntuosidad de la c¨¢mara o en las virtudes de la dama: un ladino que no deja al arist¨®crata otra salida que la de sentirse desgraciado.
-Si a la condici¨®n de pobre se a?ade la de fumar en boquilla -vino a decir Eloy, pues para eso est¨¢bamos en Cock, en un ambiente de claroscuro y techo alto, inmejorable para remedar un coloquio entre los dos hermanos Holmes- se debe concluir que estamos en presencia de un tit¨¢n de la antig¨¹edad, un ep¨ªgono de Belda, Trigo y Mata.
El caballero de rostro afilado, con la disculpa de pedir fuego, se acerc¨® a nuestra mesa para hacerse un sitio en la tertulia sin reparar en la mirada incomodada de Luis Mart¨ªn- Santos.
-Me he permitido, caballeros, escuchar su conversaci¨®n sin que ustedes lo advirtieran, y no puedo por menos de significarles que, si bien algunas opiniones me han parecido acertadas, el retrato que han hecho ustedes de Ortega en modo alguno se ajusta a su figura. No quiero negar el derecho que asiste a ustedes los j¨®venes para adoptar ciertas actitudes iconoclastas, pero estimo que han llevado el sarcasmo demasiado lejos. Ortega, qu¨¦ duda cabe, sigue siendo nuestra primera figura intelectual, y si se ha visto obligado a fumar en boquilla es porque, caballeros, sencillamente no ha sido capaz de crear un sistema filos¨®fico. Perm¨ªtanme que me presente: soy el profesor F¨¦lix de la Fuente y puedo asegurarles que soy uno de los pocos espa?oles (quiz¨¢ el ¨²nico, sin duda el ¨²nico) que ha logrado construir su propio sistema filos¨®fico.
-?Se trata de un sistema filos¨®fico en el sentido estricto del t¨¦rmino -pregunt¨®, un poco mosqueado, Luis Mart¨ªn-Santos, que por entonces andaba leyendo a Jaspers y se sent¨ªa con cierto derecho a la impertinencia- o solamente de una cosa para andar por casa?
-Es un sistema: filos¨®fico -contest¨®, con aplomo, el profesor F¨¦lix de la Fuente- basado en el conocimiento cient¨ªfico del universo, pero que goza de innumerables ventajas para la vida cotidiana.
-?Y para la comprensi¨®n de los enigmas del arte antiguo? -me atrev¨ª a preguntar yo.
-Tambi¨¦n es eficaz para la comprensi¨®n de los enigmas del arte antiguo, tambi¨¦n -contest¨® el profesor F¨¦lix de la Fuente, y para demostrar que, como se vio despu¨¦s, no le faltaba cierta sorna, a?adi¨®-: Y algunos de los contempor¨¢neos.
Apartir de aquel encuentro, nuestra amistad con el profesor F¨¦lix de la Fuente se prolong¨® durante a?os, pero no tom¨® forma en un trato continuo, sino en espor¨¢dicas tertulias, casi siempre en el claroscuro de un caf¨¦ a media tarde, en un Cock sin otra compa?¨ªa que la de un camarero marchito que consum¨ªa las horas repasando un semanario atrasado. Poco tiempo despu¨¦s, un amigo com¨²n me explic¨® la conferencia que el profesor F¨¦lix de la Fuente hab¨ªa pronunciado en Valladolid, ante un p¨²blico selecto, para dar a conocer las l¨ªneas maestras de su sistema filos¨®fico. Siempre sospech¨¦ que se trataba de un bulo; pero como determinadas cualidades personales del profesor -su desparpajo, su desprecio a los convencionalismos, su fe en el poder de la ciencia- avalaban la posibilidad de que se hubiera producido, no me resisto a la tentaci¨®n de resumirlo. El profesor F¨¦lix de la Fuente reconoc¨ªa la necesidad de dar un nombre a todo sistema filos¨®fico de cierta envergadura, y al suyo propio lo hab¨ªa bautizado con el de absoluto-relativismo. "Voy a explicar a ustedes, se?oras y caballeros, la esencia del absoluto-relativismo, un sistema filos¨®fico original m¨ªo basado en la concepci¨®n cient¨ªfica del universo"; parece que con tales palabras inici¨® el profesor F¨¦lix de la Fuente su disertaci¨®n de Valladolid. "Pero para que ustedes, sin duda ignorantes de los principios de la ciencia moderna, alcancen las bases de tal sistema, nada mejor que empezar con un ejemplo, de f¨¢cil comprensi¨®n: imaginen ustedes, se?oras y caballeros, un hombre dotado con un miembro viril como de aqu¨ª a Madrid. Todos ustedes exclamar¨ªan al un¨ªsono: ?vaya verga!". Al llegar ah¨ª, aseguraba el presunto testigo del acto, se produjeron murmullos, numerosos abandonos y la audiencia qued¨® reducida a la mitad. Pero si de algo no carec¨ªa el profesor F¨¦lix de la Fuente era de aplomo y flema para continar: "Ahora bien, imaginen asimismo que tal caballero tuviera una estatura como de aqu¨ª a la luna. Estoy seguro de que no vacilar¨ªan ustedes en exclamar: ?menudo desmingado!". Seg¨²n aquel mismo testigo, all¨ª concluy¨® la disertaci¨®n de Valladolid del profesor F¨¦lix de la Fuente.
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