A la velocidad de la luz...
A la velocidad de la luz, del pensamiento... A la velocidad de reteneros, im¨¢genes, dentro de mis ojos cerrados, y de s¨²bito, durante un solo parpadeo, cambiaros de faz, convirti¨¦ndoos qui¨¦n sabe si en un gato o en un alto y desconocido seno solitario que se agiganta...Juan Ram¨®n Jim¨¦nez llega una ma?ana a Buenos Aires. Viene de Puerto Rico, acompa?ado de su muy grata y sufrida Zenobia. Vienen en barco. Salgo al puerto a esperarlos. Viene Juan Ram¨®n a dar conferencias, recitales po¨¦ticos. ?Qui¨¦n te ha visto y qui¨¦n te ve! Entonces, en aquella nuestra belle ¨¦poque, durante la d¨¦cada de los treinta, a Juan Ram¨®n le molestaba que fu¨¦semos a los caf¨¦s, que escribi¨¦ramos obras teatrales y, sobre todo, que las estren¨¢semos. Cuando Federico Garc¨ªa Lorca llev¨® a la escena, y con ¨¦xito, Bodas de sangre, me dijo, maligno, al encontr¨¢rmelo, una tarde, camino de su casa: "?Ha visto usted la zarzuelita que ha estrenado Lorca en el teatro Beatriz?" Desde la calle vio una vez a Antonio Espina tras la ventana de un caf¨¦, diciendo a Benjam¨ªn Palencia, que me lo cont¨®: "?Ay mi Espina, mi Espina, est¨¢ perdido!". Juan Ram¨®n no iba jam¨¢s a ninguna conferencia, conden¨¢ndolas (aunque ¨¦l, poco antes de nuestra guerra, pronunciase una en el teatro Audit¨®rium de Madrid). Bueno. Lo cierto es que ahora, y me parece extraordinariamente bien, el Andaluz Universal, con su bello rostro de ¨¢rabe notable, llega a Buenos Aires para pronunciar conferencias y recitales en uno de los teatros -El Politeama- m¨¢s prestigiosos, y a la moda, de la calle Corrientes. ?xito grande ante la ya no tan peque?a minor¨ªa. Aplausos y besos de las m¨¢s lindas muchachas argentinas al m¨¢s excelso y barbado poeta moro de toda la Andaluc¨ªa.
Ram¨®n G¨®mez de la Serna vive muy aislado, casi oculto, en la ciudad de Buenos Aires desde el inicio de nuestra guerra civil. Yo, a pesar de que lo admiraba de verdad, me pas¨¦ muchos a?os sin saludarlo, debido a su tonto e innecesario franquismo, que lo alej¨® de sus m¨¢s grandes amigos. Ram¨®n se aburr¨ªa hasta el infinito -¨¦l, tan bullanguero y sacamuelas- en la Argentina sin su tertulia cafetera de Pombo, en la que hab¨ªa sido su dirigente inagotable y genial. Un d¨ªa, un hermano, por cierto comunista, de su mujer, la delicada y muy hermosa escritora hebrea Luisa Sofovich, me dijo que Ram¨®n viv¨ªa muy triste, sin ver a nadie, desesperado, tan lejos de Madrid, pregunt¨¢ndome t¨ªmidamente si a m¨ª no me importar¨ªa verlo. Me emocion¨® la petici¨®n. Nunca hab¨ªamos comprendido el franquismo de Ram¨®n, digno, en verdad, de aquel personaje de su novela Gustavo el incongruente, pues al principio de la guerra, all¨¢ en su soledad argentina, Ram¨®n hab¨ªa escrito greguer¨ªas laudatorias dedicadas a Ram¨®n Franco, el aviador, creyendo que se trataba del general¨ªsimo. ?Gran ramonada esta ramoniana confusi¨®n de Ram¨®n! Cuando por Fin fui a verlo, Ram¨®n me recibi¨® sentado ante la mesa de su comedor, como si estuviera oficiando en su amada tertulia pombiana, ilumin¨¢ndosele la ancha cara de chispero goyesco, hablando alegremente, casi a gritos, y levant¨¢ndose, a veces, lo mismo que en el cuadro que Guti¨¦rrez Solana le pint¨®, rodeado de los m¨¢s famosos contertulios. De pronto, Ram¨®n alz¨® una mano, ofreci¨¦ndole el dedo ¨ªndice doblado a su mujer, como si fuese el saltadero de una jaula, invit¨¢ndola muy cari?osamente: "Apoye usted, mi pajarito, sus patitas en este dedo". Luisa, prendiendo dos de los suyos sobre el que le ofrec¨ªa Ram¨®n, estuvo as¨ª todo el tiempo que dur¨® la visita. En un momento que Ram¨®n aspir¨® una bocanada de humo que yo solt¨¦ de mi pipa, me pregunt¨® por el tabaco que fumaba. "Dunhill", le dije. Muy serio entonces, me sentenci¨®, rotundo: "?C¨¢ncer! Mi hermano fumaba esos tabacos. Y se muri¨®. Hay que fumar el que yo fumo: la hija del toro de Am¨¦rica". Y a continuaci¨®n se prepar¨® una pipa con aquel horrible tabaco, que levant¨® una fumarola como la del Vesubio, despidiendo un fuerte olor a yerbajos secos, mezclado con el de las cerillas que hab¨ªa dejado dentro del hogar de su pipa, ya que aquel tabaco -afirmaba- ten¨ªa mejor sabor mezclado con ellas.
M¨¢s tarde, y ya muerto Ram¨®n, le dediqu¨¦ este soneto impuntuado, en el que quise dar, todo revuelto, lo que fue para m¨ª el gran inventor de las greguer¨ªas. Por qu¨¦ franquista t¨² torpe ram¨®n / elefante ram¨®n payaso harina / ram¨®n zapato alambre golondrina / solana madrid pombo pin pan pon / ram¨®n senos ram¨®n chapeaumel¨®n / t¨ªo-vivo ram¨®n pipa pamplina / sacamuelas trapero orina esquina / y con de en por sin sobre tras ram¨®n / ram¨®n columpio m¨²ltiple vaiv¨¦n / descabezado tonto ten sin ten / ram¨®n orquesta solo de tromb¨®n / ram¨®n tim¨®n tamp¨®n titiritero / incongruente inveros¨ªmil pero / ram¨®n genial ram¨®n solo ram¨®n.
( ... ) Pero le dije a Ram¨®n que Juan Ram¨®n Jim¨¦nez estaba en Buenos Aires. Hab¨ªan sido en otro tiempo muy amigos. Discretamente, Juan Ram¨®n me insinu¨® que quer¨ªa verlo, que se lo preguntara. Ram¨®n dijo que s¨ª. Al d¨ªa siguiente, yo acompa?¨¦ al poeta de Huelva con su mujer, Zenobia, a casa de Ram¨®n. La escalera del piso donde viv¨ªa arrancaba del zagu¨¢n. Cuando llegamos, Ram¨®n esperaba en el rellano de su piso al lado de Luisita. "?Un momento!", grit¨® a Juan Ram¨®n, sin m¨¢s saludo. "?Un momento! ?Puedes explicarme, antes de subir, por qu¨¦ escribes Dios sin may¨²scula ¨²ltimamente? A Dios le han quitado ya todo en la tierra. Y ahora vienes t¨² y le quitas lo ¨²ltimo que le quedaba: la may¨²scula. Promete que se la devolver¨¢s". A Juan Ram¨®n le temblaba la barba. Balbuci¨® algo que no entend¨ª. Y me fui detr¨¢s de ¨¦l y de Zenobia, cerrando la puerta de la calle suavemente. En la playa de Cantegril, del Uruguay, conoc¨ª a una hermos¨ªsima mujer, morena, con aire delgado de gitana, de ojos mansos y melanc¨®licos. Siempre iba sola, y si llegu¨¦ alguna vez a hablar con ella, puedo decir que fue tan s¨®lo soledad y silencio lo que emerg¨ªa de sus labios. Con el t¨ªtulo de Retornos de lo que fue, la record¨¦ en este poema: T¨² esplend¨ªas muy sola. Cuando hablabas, la soledad dorm¨ªa en tu silencio. Eras bella y lejana, / inm¨®vil vela abierta' / muda en el horizonte, ansiosamente siempre deseada, sin poder llegar nunca hasta la arena. Yo te quise, te quise. Pero eras luz inasible, inalcanzable. Hu¨ªas, / ¨²ltimo dulce sol, perdido rastro / en la raya del mar, dejando s¨®lo / su silencio en lo oscuro. / Y eso fue as¨ª. / Yo amaba tu silencio, / aquel visible arcano de palabras no dichas, / tus ojos largos, hondos, sin miradas, / los pulsos escondidos de tu sangre, / todo lo que ocultaba tu belleza, / tan delicada y triste, / ilusi¨®n que no pudo hablarme nunca. / Retorna ahora, vuelve / desde tanta distancia, / vuelve y dime porfin lo que nunca dijiste, / lo que tal vez tan s¨®lo era solo silencio.
Uno de los gatos que yo ten¨ªa en Roma se llamaba Buco -es decir, agujero, en espa?ol-, pues hab¨ªa nacido en el tejado, dentro de un hoyo tapado por una teja. As¨ª como la especialidad de Buco consist¨ªa en lanzar agudaspichadas sobre mis mejores libros, la de Sonia, mi gata dorada y salvaje entre los pinos uruguayos de Punta del Este, era ense?ar a sus peque?os hijos a cazar p¨¢jaros, para sustentarse durante el invierno, cuando regres¨¢bamos a Buenos Aires y ella se quedaba sola. Era una grande y el¨¢stica maestra. La Sonia se pon¨ªa delante, seguida de sus cuatro sigilosos cachorros, mudos y atentos, hasta que de un solo salto, limpio y maravilloso, prend¨ªa entre sus u?as un deslumbrante p¨¢jaro amarillo que beb¨ªa, confiado, las gotas desprendidas del ca?o alto de una fuente.
( ... ) Pero Le¨®n Felipe, un d¨ªa, con la ayuda de su sobrino el gran torero mexicano Arruza, se present¨® en mi casa de Buenos Aires, adonde hab¨ªa venido para dar agitados recitales y conferencias. Bien sentado en una butaca, con aire y semidormido tono de revelaci¨®n, me dijo que Unamuno, cuando lleg¨® por vez primera de su Pa¨ªs Vasco a la meseta de Castilla, quiso advertir a Dios de su presencia en medio de la solitaria llanura.
-?Dios, Dios, Se?or, Dios, que ha llegado Unamuno! Soy Miguel de Unamuno. ?Aqu¨ª estoy!
El cielo estaba negramente nublado; s¨®lo se o¨ªa un gran silencio. Unamuno no cesaba de repetir:
-?Dios, Dios, escucha, que ha llegado Unamuno!
Entonces, descorriendo las nubes, apareci¨® una inmensa mano y, tras ella, un poderoso brazo, oy¨¦ndose, a la vez que le mandaban un gigantesco corte de mangas a Unamuno, el rugido de Dios, que dec¨ªa:
-?Anda y que te den por el culo!
Yo siempre, de toda la vida, me suelo despertar y levantarme al alba. Ya lo dije, y hace mucho tiempo, en tercetos italianizantes dedicados a Eduardo Gonz¨¢lez Lanuza, un gran poeta argentino, muerto no hace mucho: Yo soy un hombre de la madrugada, / comprometido con la luz primera. / Me pide el sol que cante en cada aurora / y yo no puedo al sol decirle: ?Espera! ?Cu¨¢ntas albas de rabiosa luz, de inmensos temores, de bombardeos despiadados, de navegaciones a oscuras, temiendo la sorpresa de alg¨²n submarino alem¨¢n que nos mandara a lo m¨¢s hondo del oc¨¦ano! Y, sin embargo, aqu¨ª estoy, camino de mis 83 a?os, enmara?¨¢ndome cada vez m¨¢s entre los troncos y lianas de mi Arboleda. Pero, a pesar de su apretada oscuridad y laberinto, voy caminando por ella a la velocidad de la luz, del pensamiento.
Una tarde, much¨ªsimo antes de la sublevaci¨®n militar del 18 de julio de 1936, acud¨ª a leer unos poemas a una modesta biblioteca proletaria de Madrid, me parece que en la calle de Toledo. Se trataba de uno de los muchos peque?os actos que organizaba el Partido Comunista con motivo, creo, de unas elecciones que se avecinaban. Recit¨¦ all¨ª, ante un p¨²blico reducido, algunas poes¨ªas de poeta en la calle; que yo, ya entonces, comenzaba a serlo. Al terminar, se me acerc¨® para saludarme y felicitarme una bell¨ªsima mujer, con aspecto de obrera, pero de una distinci¨®n especial: era Dolores Ibarruri, m¨¢s popularmente conocida por el nombre de Pasionaria. Y ya, luego, la encontr¨¦ siempre en todas partes, en la campa?a del Frente Popular, en el teatro Espa?ol, cuando lleg¨® de Francia Henri Barbusse y, sobre todo, durante la guerra. Y era siempre, en todo momento, la Pasionaria, por su aire de Dolorosa espa?ola, que hablaba con honda y estremecida voz, como si se arrancase los pu?ales que le atravesaban el pecho. Porque la pasi¨®n de Dolores era la pasi¨®n de todo el pueblo espa?ol que gritaba con ella, que se hac¨ªa m¨¢s profunda en su garganta de madre, de mujer, siempre abierta al abrazo o al grito y al estruendo de la lucha. No ha existido hero¨ªna popular m¨¢s amada en el mundo, m¨¢s admirada y cantada por los poetas, grandes, medianos, chicos y simples, en todos los idiomas. Desde Neruda y Miguel Hern¨¢ndez hasta la copla y el romance an¨®nimos surgidos desde el fondo de las trincheras en los d¨ªas de nuestra guerra civil. No s¨¦ si alguien ha intentado recoger en libro toda la poes¨ªa, toda la inmensa corona de flores admirativas tejidas en torno de esta mujer, cuya presencia ha creado siempre la fe, el entusiasmo, el valor, el arrebato, tanto en el pleno aire, a cuerpo limpio, como en lo m¨¢s profundo de la tierra, all¨ª, en las entra?as de las minas, cuando Dolores hac¨ªa la huelga de hambre con los obreros. Yo la he querido siempre y siempre la he cantado, en todas partes, desde aquellos lejanos d¨ªas madrile?os en que la conoc¨ª, como en la guerra, en los largos a?os de destierro en Am¨¦rica, en Italia, en su regreso a Espa?a, ya en ese largo poniente de nuestra vida...
Noche. Cuando, desde el balc¨®n al Guadarrama en que estoy, miro al cielo buscando la Osa Mayor, que se va abriendo, tendida sobre los montes, me emerge, de un agujero negro de la V¨ªa L¨¢ctea, la geometr¨ªa perfecta de la Cruz del Sur, recordando entonces que mi vida corri¨®, hace ya muchos a?os, bajo la noche austral de Am¨¦rica, lejos, muy lejos de estos cielos espa?oles, que puedo ahora contemplar m¨¢s tranquilo.
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