La muerte de la acci¨®n
Aparte de los viejos, hay antecedentes cercanos de adaptaciones a la pantalla del cerrado y sofocante mundo de John LeCarr¨¦: las series televisivas brit¨¢nicas sobre El topo y La gente de Smiley, interpretadas por Alec Guinness. La ¨²ltima es notable por la hondura con que recrea ese mundo de LeCarr¨¦. No es fidelidad al soporte literario, sino precisi¨®n para visualizar su interioridad. All¨ª donde la literatura limita, la imagen rompe ese l¨ªmite e inunda ¨¢reas profundas del relato que en el libro s¨®lo eran insinuadas.Viene bien acudir a esta serie, porque su simple recuerdo -y en especial el de Alec Guinness- sirve para ver por qu¨¦ La chica del tambor es un fracaso. El director George Roy Hill -como demostr¨® en Dos hombres y un destino y El golpe- conoce su oficio y la producci¨®n no ha escatimado gastos. Pero en su pel¨ªcula no hay ni una sola situaci¨®n, ni un solo personaje a la altura del pretexto literario.
La chica del tambor
Director: George Roy Hill. Novela original del mismo t¨ªtulo: John le Carr¨¦. Int¨¦rpretes: Diane Keaton, Klaus Kinski, Yorgo Voyagis. Norteamericana, 1984.Estreno en Madrid: cines Coliseum y La Vaguada.
La cadencia del filme carece de gradaci¨®n hacia arriba, de tal manera que, en lugar de tender hilos de atenci¨®n y elevar al espectador con ellos en el magnetismo de la intriga, todas las secuencias son literalmente aplastadas por un rasero igualitario que impide al espectador hacer crecer sus tent¨¢culos atencionales con el crecimiento de la acci¨®n. No hay tal crecimiento. En rigor, no hay tal acci¨®n, porque en cine, la existencia de acci¨®n depende de la fisicidad de la interpretaci¨®n, es decir del ajuste entre el gesto -gesto directo, el seco pu?etazo frontal de su simple presencia- del actor y lo que hace.
Pues bien, ni uno de los tres protagonistas de La chica del tambor transmite un gramo de adecuaci¨®n f¨ªsica entre caracteres y actos, de tal manera que unos sean prolongaci¨®n natural de otros. Diane Keaton act¨²a como una gallina en un concurso de ¨¢guilas. No da ni una. Escapar de los encajes freudianos de la buena sociedad de Manhattan para liarse a tiros con los palestinos en el L¨ªbano, no le va a la espiritual musa de Woody Allen.
Pero la Keaton est¨¢ visible si se la compara con los ocupantes de sus flancos. El se?or Voyagis, en l¨²gubre rom¨¢ntico jud¨ªo, parece a su lado un chulo de playa alicantina en trance de encandilar a una tendera de Cincinnatti con pocas luces. Pero, el se?or Voyagis tiene al menos la ventaja de que el director del filme, viendo que es mal actor, le fren¨® el gesto hasta dejarle en la pura inmovilidad y, chico obediente, se est¨¢ bien quietecito para no meter la pata cuando la c¨¢mara lo atrapa.
No es ¨¦ste el caso del genio alem¨¢n Klaus Kinski, que se ha cre¨ªdo lo de genio y act¨²a en consecuencia, haciendo de cada gesto suyo una gloriosa hip¨¦rbole, como si por su boca hablara el mism¨ªsimo Goethe. Kinski, amigo de sobreactuar, se pone aqu¨ª a tiro del rid¨ªculo, en atusamientos de pelo y miradas de inteligencia que con vierten a la falta de lugar de la Keaton en una ben¨¦vola parodi¨¢ de impotencia expresiva comparada con la suya.
La absurda presencia de Klaus Kinski en este filme y dentro de este personaje, combinada con el referido deasajuste de la Keaton y la infumable mudez expresiva de Voyagis, ponen fuera de sitio al espectador, que se ve as¨ª privado de los mediums que necesita para hacer suya la acci¨®n. Y ¨¦sta queda s¨®lo enunciada, no incorporada a la materialidad de un filme, que, por esta causa, naufraga.
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