La torre
M¨¢s all¨¢ del r¨ªo y entre los ¨¢rboles, vela Scardanelli. La torre se yergue como un cilindro ocre sobre la aparente mansedumbre del r¨ªo de los fil¨®sofos -no las aguas irrepetibles de Her¨¢clito, sino el Neckar del m¨¢s encendido romanticismo-, coronada por su techo de pizarra y una aguja inquietante que, como si fuera la proyecci¨®n de un desaf¨ªo secreto, se dispara hacia el silencio de las alturas. H?lderlin, confinado durante 36 a?os en ese lugar, hab¨ªa definido la misi¨®n del poeta -la del creador, la del artista, la del hombre libre- como la de alguien que debe "permanecer / con la cabeza descubierta en medio de las tormentas de Dios". La torre parece desafiar el furor de esas tormentas, que el propio poeta padeci¨® en los largos a?os de doloroso ensimismamiento y muchos de cuyos rel¨¢mpagos alteraron el c¨®modo sentir de los curiosos por boca de quien odiaba su apellido y prefer¨ªa autodenominarse Scardanelli. En esa torre, a escasos metros de la facultad de Teolog¨ªa en cuyos patios empedrados se escuchan a¨²n sus pasos, junto con los de Hegel y Schelling, vagan frases fragmentadas, trozos de un discurso enfermo, restos de un verbo incomprensible para quienes quer¨ªan encontrarle sentido al lastimado mon¨®logo de 36 a?os de alienaci¨®n y soledad. Pero lo cierto es que el ¨²nico sentido posible ya hab¨ªa sido formulado en la densa obra fundacional del poeta, en la ambigua lucidez de sus a?os juveniles, cuando supo alternar la euforia de sus pasiones con sus jubilosas esperanzas en la revoluci¨®n. Am¨® con igual riesgo, aunque dispar suerte, a Diotima y a los jacobinos, y en ambos casos, como respuesta, un hosco espacio se abri¨® en torno suyo. Estaba condenado a crecer en la clandestinidad, y tal vez fue esa la raz¨®n por la que Peter Weissi urdi¨® un encuentro entre el poeta loco y Marx, en el apretado espacio de la torre y contra toda clase de convenciones, fueran ¨¦stas cronol¨®gicas, hist¨®ricas y, sobre todo, ideol¨®gicas. Sin embargo, el recurso del encuentro ap¨®crifo constituye un viejo lugar com¨²n, utilizado incluso por el propio Weiss cuando decidi¨® convocar en la ficci¨®n a Marat y a Sade. Lo que importa, pues, no es tanto el orden y respeto de la convenci¨®n, sino el sentido del di¨¢logo llevado a cabo. Al igual de lo que ocurri¨® con su contempor¨¢neo Ch¨¦nier, H?lderlin demostr¨® que la poes¨ªa tiene tambi¨¦n sentido en ¨¦pocas de crisis, aunque vale la pena hacer aqu¨ª una precisi¨®n. La conocida frase "?Para qu¨¦ la poes¨ªa en tiempos de penuria?", expropiada de su verdadero contexto -un juego dial¨¦ctico nada inocente entre Adorno y Brecht-, no s¨®lo resulta un precario t¨®pico, sino que parece conllevar una taimada invitaci¨®n a la inercia. Esa aparente pasividad, solidaria con los malos tiempos, es una trampa: al aceptarla, el poeta transige; soslay¨¢ndola, el poeta se afirma en su vocaci¨®n y oficio, puesto que si alguna vez la exaltaci¨®n po¨¦tica resulta redundante es en tiempos de bonanza. De cualquier forma, el hecho mismo de plantearse la verdad de tal frase roza la claudicaci¨®n.
Todo esto viene a cuento a ra¨ªz de un coloquio patrocinado recientemente por la universidad le Bonn, colof¨®n a su vez de la invitaci¨®n que el Gobierno de la Rep¨²blica Federal de Alemania extendi¨® a un grupo de escritores latinoamericanos y en virtud de a cual, durante algunas semanas, recorrimos diversas ciudades alemanas -Berl¨ªn, M¨²nich, Augsburgo, Stuttgart, Bonn- en abierto contacto con editores, traductores y escritores de ese pa¨ªs. Un frustrado encuentro con Hans Magnus Enzensberger propici¨®, entre otras cosas, la visita a Tubinga, a la facultad de Teolog¨ªa y a la torre de H?lderlin, lo que justifica el exordio de estas notas. La vieja cuesti¨®n de la actitud del escritor frente a los problemas de su pa¨ªs y su tiempo surgi¨® pronto en el debate. Semanas atr¨¢s, Madrid hab¨ªa sido testigo de un acalorado enfrentamiento entre narradores alemanes y espa?oles sobre la misma cuesti¨®n, y no es casual que los ecos de tal discusi¨®n surgieran en el coloquio de Bonn. Esta vez, sin embargo, eran estudiantes alemanes los que interrogaban a narradores latinoamericanos sobre su comportamiento ante la explosiva situaci¨®n, ya cr¨®nica, de nuestro hemisferio. Pero lo que la curiosidad de los estudiantes pon¨ªa de presente era algo que iba m¨¢s all¨¢ de la consabida y a menudo espuria noci¨®n del compromiso. Era una curiosidad enrarecida por la sectaria difusi¨®n de la literatura latinoamericana en Europa, difusi¨®n monopolizada por el tr¨¢fico de una imagen terr¨ªgena y m¨¢gica, desvergonzadamente folcl¨®rica, que demagogos de la cultura han querido vender como
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representativa de todo un continente. Reclamos publicitarios amparados en cat¨¢logos dudosos que ofrecen al por mayor realismo m¨¢gico, novela tel¨²rica, indigenismo tercermundista o mamotr¨¦ticos ejemplos de lo real maravillosamente americano, son los responsables de que el intoxicado lector europeo no sepa ya distinguir entre los prodigios que suceden en las novelas de Garc¨ªa M¨¢rquez y sus imitadores y los prodigios que son imputables a Nuestra Se?ora de Lourdes. Las preguntas de los estudiantes obedec¨ªan, pues, a una confusi¨®n razonable, ya que cierta propaganda los impulsaba a creer que en todo narrador latinoamericano yace un demiurgo, un gur¨² o un guerrillero en activo.
Felizmente, buena parte de las intervenciones cuestionaron el malentendido y contra tal orden de cosas se manifestaron, desde una ¨®ptica cr¨ªtica, Hernando Valencia Goelkel y Rafael Guti¨¦rrez Girardot -"esos dos adeptos fervorosos de las buenas letras", como encomiablemente los llama Juan Goytisolo en su libro Coto vedado, donde les rinde homenaje-, aunque tambi¨¦n pes¨® el calificado punto de mira de los narradores, y en tal sentido se pronunciaron figuras consagradas como el venezolano Salvador Garmendia, o m¨¢s j¨®venes, como el argentino Ricardo Piglia. Y si el malentendido no se disolvi¨® del todo, al menos qued¨® flotando una inquietud nueva, lo que en t¨¦rminos de lectura significa una perspectiva m¨¢s abierta e independiente, desligada de la propaganda y del manique¨ªsmo de promotores de valores tan febles como ef¨ªmeros. En este sentido, la experiencia invocada de H?lderlin -"poeta en tiempos menesterosos"- manifiesta una vez m¨¢s la prerrogativa del verdadero creador, cual es la de saber afrontar su condici¨®n a trav¨¦s de la escritura en tiempos apacibles o de infamia. Sus conocidas manifestaciones a favor de la Revoluci¨®n Francesa no contradicen su actitud ni su obra en ¨¦pocas menos graves, tal como lo afirma en De la paz: "Lo que es p¨²blico, es lo siguiente: un ciudadano / recogido en tiempo sereno". Lo privado, en ¨¦l, es su obra, lastrada por esa profunda lasitud en la que se sumi¨® durante los 36 a?os que permaneci¨® en su torre -no propiamente de marfil-, fustigado por raptos de lucidez y honda espiritualidad. En su torre, H?lderlin deviene un s¨ªmil obvio, pero fascinante: el vig¨ªa de la p¨¢gina en blanco, actor de una lenta escritura cuyo sentido es tan personal y arcano como el largo mon¨®logo de Scardanelli. Premonitoriamente, hab¨ªa encarnado en Emp¨¦docles un doble aspecto: la lucidez de la poes¨ªa ("La vida para m¨ª tambi¨¦n hizo poema", I-IV) y el inasible destino de la locura ("Ahora no sabe d¨®nde hallar¨¢ el sue?o / y no puede tampoco reposar en s¨ª mismo", I-VIII).
El escritor -suabo, espa?ol o latinoamericano- no tiene por qu¨¦ abjurar de sus inquietudes ciudadanas, aunque tampoco est¨¢ obligado, por m¨¢s cr¨ªtica que la situaci¨®n sea, a convertir su obra en una caja de resonancia de sus vindicaciones pol¨ªticas. Lejos de la indiferencia o la pasividad social, pero tambi¨¦n del panfleto, H?lderlin es un ejemplo de la opci¨®n de quien es consecuente con el papel ¨²ltimode la escritura. Su hallazgo consisti¨® en no confundir los t¨¦rminos, en no dejarse arrastrar por la transitoria histeria del ciudadano herido y en mantener pulcra la mirada en el futuro. "H?lderlin", ha dicho uno de sus exegetas, "nos sirvi¨® de gu¨ªa en aquel campo de vida alemana sobre el que silenciosamente ten¨ªamos que fundar nuestra existencia en tiempos de miseria y confusi¨®n". Entrever con honestidad los diversos aspectos que asume la realidad es una forma v¨¢lida de vivir el ideal rom¨¢ntico -Byron y V¨ªctor Hugo, tan extremos, as¨ª lo demostraron-; dedicarse a pegar tiros o a dar alaridos en nombre de la literatura no es romanticismo, sino ingenuidad. La torre sobre el Neckar, con su forma de l¨¢piz proyectada sobre el r¨ªo, parece una met¨¢fora del texto que fluye hacia el futuro, jam¨¢s un b¨²nker, y menos a¨²n una trinchera.
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