El verano inesperado
Aquel verano no fue como otros: largo, tranquilo, mezcla de sexo apenas descubierto y aventuras primeras. Aqu¨¦l comenz¨® igual que todos, con cuadros de honor y un descubrir el mundo en torno. Atr¨¢s quedaba una tranquila primavera apenas empa?ada por el rigor de los ex¨¢menes y por excursiones de Juventudes Socialistas que en viejas camionetas bajaban por las cuestas de la Dehesa de la Villa camino de la Bombilla. Los curas ya vest¨ªan de paisano y nuevos guardias de asalto con distintos uniformes deshac¨ªan manifestaciones. Tal era Madrid entonces, una ciudad donde las gafas negras eran novedad y la ropa de verano un lujo s¨®lo al alcance de unos pocos. La clase media comenzaba a veranear masivamente y m¨¢s all¨¢ de los viejos chal¨¦s, a ambos lados del Guadarrama, surg¨ªan las primeras urbanizaciones. Eran a?os de triunfo para Imperio Argentina, de folletines color rosa para las muchachas y emisoras mon¨®tonas sin seriales a¨²n, ni m¨²sica extranjera. Por entonces cada provincia, adem¨¢s de su sala de cine y su teatro en decadencia, ve¨ªa nacer sus caf¨¦s Negresco, que con nueva decoraci¨®n trataban de evocar una Am¨¦rica rugiente plena de m¨²sica de jazz y muebles de n¨ªquel.Sin embargo, un d¨ªa, de improviso, entre m¨¢quinas de retratar familiares y juegos de yo-yo inefables lleg¨® la guerra. Vino sin avisar, dividi¨® al pa¨ªs en dos y sac¨® a flote lo mejor de cada cual a lo largo de tres a?os. La vida comenz¨® entonces para algunos muchachos de mi edad, con un fragor de lejanos ca?ones y rumor de disparos en la sierra que se volv¨ªan n¨ªtidos al caer la noche. Entonces el horizonte se encend¨ªa, enviando a dormir a los que, pegados a la radio, se hab¨ªan mantenido en vela hasta la madrugada. Poco a poco la vida hall¨® su cauce callado o heroico, militante o temeroso, en el primer frente para el que las mujeres trabajaban noche y d¨ªa en el casino. Para muchos la muerte esperaba en los bosques de pinos. No lo sab¨ªan y, sin embargo, les andaba ya acechando desde banderas polvorientas, entre sangre y metralla.
En los d¨ªas de fiesta ven¨ªa un peregrinar apresurado por las casas vedadas donde en ocasiones se contra¨ªa alguna enfermedad secreta; luego ven¨ªa la vuelta a los laberintos de sacos terreros en los que ten¨ªan lugar aquellos lances de los que m¨¢s tarde la radio hablaba. La ciudad crec¨ªa en uniformes, botas relucientes y gorros de diversas formas que el sol convert¨ªa en feria de colores.
Los llanos en torno se encend¨ªan a lo largo de vaguadas que ard¨ªan; s¨®lo los robles y los pinos daban testimonio de aquel verano inesperado.
De cuando en cuando la radio anunciaba que la guerra se tomar¨ªa un descanso emigrando al norte apenas el frente se estabilizara, mas pronto surgi¨® el primer hospital de campa?a atendido por enfermeras venidas de buenas familias, unidades de sangre reci¨¦n regaladas y multitud de monjas auxiliando a los m¨¦dicos en los viejos quir¨®fanos.
Los refugiados de Madrid mataban los d¨ªas que todav¨ªa restaban para tornar a casa paseando, acudiendo al cine y manifest¨¢ndose cada vez que los altavoces de la plaza Mayor anunciaban la toma de alguna otra ciudad. En tanto la Academia cos¨ªa cada d¨ªa una estrella en el pecho de alg¨²n muchacho reci¨¦n salido del instituto, ve¨ªa a otros convertidos en las trincheras en s¨®rdidos deshechos de la guerra.
La prisi¨®n resonaba de madrugada anunciando muertes diferentes. Aparte de ellas, m¨¢s all¨¢ o m¨¢s ac¨¢ de las murallas, la vida segu¨ªa, como siempre, repleta de paisanos que llegaban a vender o comprar o simplemente a divertirse. La contienda continuaba invisible y lejana, prolong¨¢ndose tras los primeros d¨ªas en los que pareci¨® a punto de acabar. Ya nadie se atrev¨ªa a calcular cu¨¢ndo llegar¨ªa el fin, ni los viejos que tomaban el sol Junto a la catedral, ni los j¨®venes que contemplaban el paso de los aviones. El balc¨®n del ayuntamiento aparec¨ªa adornado con banderas italianas y alemanas cuyos due?os cada d¨ªa mostraban su moderno material, en tanto desde las terrazas salvas de aplausos saludaban su paso y su aire marcial.
Cuando la campana mayor se?alaba la hora de comer, la ciudad quedaba vac¨ªa, convertida en feudo de perros y ni?os y el caf¨¦ principal tend¨ªa el toldo sobre su terraza parecida a un desierto, s¨®lo poblada de gritos perdidos y ladridos remotos.
Cada mes que pasaba la espera se hac¨ªa m¨¢s tediosa y pesada; d¨ªa tras d¨ªa las noticias llegaban en partes y boletines, tan puntual y asiduamente que dejaron de convertirse en novedad. Incluso la muerte detuvo su paso entre pinos y robles como tom¨¢ndose un respiro antes de tornar con grave paso. Tan s¨®lo en la prisi¨®n y en las cunetas de las carreteras su tarea prosigui¨®, al alba sobre todo, alumbrando la luz de cada d¨ªa cad¨¢veres que era preci-
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Y otro d¨ªa, vecino a otro verano, imprevisto tambi¨¦n, la guerra concluy¨®; la ciudad comenz¨® a vaciarse en autos y trenes que iban dejando tras de s¨ª promesas y esperanzas envueltas en r¨¢fagas de abrazos. Columnas de camiones y ambulancias se perd¨ªan camino de Madrid; los soldados cambiaban entre s¨ª botas, ropa, hasta la misma piel. Calles y plazas se desangraban aprisa, y con la partida de los soldados cerr¨® sus puertas la mayor¨ªa de los lupanares.
Poco a poco, unos a plena luz, otros de noche, entre el temor y el sobresalto, aquellos que la guerra oblig¨® a esconderse salieron a la luz volviendo a sus hogares. Nosotros, en cambio, tornamos a Madrid, de donde un d¨ªa salimos para tres meses y a donde volvimos casi tres a?os despu¨¦s.
Regresar a casa fue salir de la abundancia para caer en un mundo de escasez en el que casi todo faltaba. El miedo hab¨ªa cedido su lugar a una cierta tranquilidad que afloraba en los reci¨¦n tornados por encima de cualquier escasez y los montones de ruinas que se api?aban en lo que fue universidad. Por entonces ¨ªbamos a menudo a ver aquella tierra desgarrada sobre la que tiempo atr¨¢s se alzaban los quir¨®fanos; contempl¨¢bamos los destrozos y los carteles indicando cada bando en las trincheras con r¨®tulos que enfrentados dec¨ªan: "Ellos" o "Nosotros", y un d¨ªa en un campo de minas vi un esqueleto sobre la tierra, sin enterrar a¨²n. Parec¨ªa una momia de cart¨®n, residuo de una lejana guerra, ba?ada por la lluvia, comida por el sol. Un c¨ªrculo de curiosos la contemplaba rode¨¢ndola en silencio: "?Y que en esto acabe un hombre!", exclam¨® uno de pronto. Y nadie respondi¨®. La verdad era que aquel verano no parec¨ªa cerrar tres a?os convertidos en un pu?ado de huesos carcomidos, sino el hambre y la miseria de todas las guerras que habr¨ªan de suceder tras de aquella que enfrentando al hombre con el hombre, al hermano con el hermano y a cada cual consigo mismo, daba fe de esa pasi¨®n que nos devora desde el principio de los tiempos, que unas veces llamamos conciencia, valor o sacrificio, cuyo fondo esconde un germen de violencia.
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