Lunes, 22 de julio de 1985
He asistido, por primera y ¨²ltima vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que hab¨ªa sufrido unos cuatro a?os de prisi¨®n, de azotes, de vej¨¢menes y de cotidiana tortura. Yo esperaba o¨ªr quejas, denuestos y la indignaci¨®n de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor f¨ªsico. Ocurri¨® algo distinto. Ocurri¨® algo peor. El r¨¦probo hab¨ªa entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana el¨¦ctrica, de la represi¨®n, de la log¨ªstica, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. Tambi¨¦n de la capucha. No hab¨ªa odio en su voz. Bajo el suplicio hab¨ªa delatado a sus camaradas; ¨¦stos lo acompa?ar¨ªan despu¨¦s y le dir¨ªan que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba con valent¨ªa y con precisi¨®n los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada d¨ªa. Doscientas personas lo o¨ªamos, pero sent¨ª que estaba en la c¨¢rcel.Lo m¨¢s terrible de una c¨¢rcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson cre¨ªa que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los r¨¦probos se confunden con sus demonios; el m¨¢rtir, con el que ha encendido la pira. La c¨¢rcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que o¨ª esa tarde y que espero olvidar, referir¨¦ la que m¨¢s me marc¨®, para librarme de ella. Ocurri¨® un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no hab¨ªan estado nunca. No sin alg¨²n asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Despu¨¦s llegaron los manjares (repito las palabras del hu¨¦sped). Era la cena de Nochebuena. Hab¨ªan sido torturados y no ignoraban que los torturar¨ªan al d¨ªa siguiente. Apareci¨® el Se?or de ese Infierno y les dese¨® Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestaci¨®n de s¨ª mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.
?Qu¨¦ pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedr¨ªo. Descreo de castigos y de premios. Descreo el infierno y del cielo. Almafuerte escribi¨®: "Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente, / los Judas, los Pilatos y los Cristos".
Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen ser¨ªa fomentar la impunidad y convertirse, de alg¨²n modo, en su c¨®mplice.
Es de curiosa observaci¨®n que los militares, que abolieron el c¨®digo civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecuci¨®n clandestina al ejercicio p¨²blico de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.
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