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En la universidad de Wellesley hay alumnas negras, y asi¨¢ticas, e hispanas. Wellesley intenta fomentar la presencia de minor¨ªas raciales en sus aulas. Pero, de todas formas, son pocas. No hay muchas familias en Estados Unidos que puedan costear para su hija los 12.000 d¨®lares (algo m¨¢s de dos millones de pesetas) que vale cada curso en Wellesley y, desde luego, las familias pertenecientes a minor¨ªas raciales que est¨¦n en ese nivel econ¨®mico son comparativamente muchas menos.Pero, adem¨¢s, las estudiantes de color tienen un porcentaje de abandonos de la carrera claramente mayor que el de las blancas. Una alumna m¨ªa, negra, escribe un l¨²cido trabajo sobre el tema: "Es la presi¨®n psicol¨®gica", explica ella Es el estar constantemente en guardia ante las discriminaciones conscientes o inconscientes. El no sentirse integradas en el resto del colectivo estudiantil. Y, sobre todo, esa sensaci¨®n de exigencia interior, de tener que dar constantemente el m¨¢ximo, "como si por tu comportamiento y rendimiento se estuviera juzgando a toda la gente de color, como si no te representaras a ti misma, sino a toda tu raza; es tener la sensaci¨®n de que, si fallas, si te equivocas, no considerar¨¢n que has fallado t¨², sino que has fallado por ser negra".
Por cierto: con esa maravillosa vitalidad ling¨¹¨ªstica que tienen los norteamericanos para inventar nuevos conceptos, en EE UU se ha acu?ado una palabra para definir a aquellos negros clasistas y elitistas que reniegan de su raza, los negros que tienen el alma blanca: se les llama oreos. Oreo es la marca de un dulce, de una galleta de chocolate rellena de deliciosa nata.
UNA ESPA?OLA DE T?NGER
?ngela Heptner es una espa?ola nacida en T¨¢nger hace m¨¢s de 50 a?os. Lleva media vida en Estados Unidos y actualmente da clases en la universidad de Wellesley. ?ngela es pura actividad, no sabe estarse quieta. Quiz¨¢ por eso, y a ratos libres entre sus trabajos, est¨¢ llevando a cabo una especie de estudio comparado de conceptos castellanos e ingleses, algo as¨ª como una antropolog¨ªa de la lengua.
-Por ejemplo -explica-, los americanos utilizan la palabra retired para referirse a los jubilados. Es decir, retirado. Apartado de la actividad, del centro de las cosas. Y nosotros, en cambio, utilizamos la palabra jubilado, que viene de j¨²bilo, de alegr¨ªa. Es una concepci¨®n de la vida completamente diferente.
Debe de tener raz¨®n. En una sociedad como la norteamericana, en la que la productividad y el trabajo es el meollo de todo, el abandono de la actividad laboral es el vac¨ªo. Ha reunido ?ngela as¨ª una sutil e interesante colecci¨®n de conceptos enfrentados, de voces divergentes, que evocan un entramado cultural muy diferente. Eso s¨ª, los ejemplos que ella ofrece arrojan un saldo favorable a lo espa?ol. En un intento de escapar del regodeo etnoc¨¦ntrico, procuro encontrar una comparaci¨®n que sea favorable a la cultura de EE UU. Y, pensando, pensando, creo haber dado al fin con una: es la diferencia existente en el modo cotidiano de referirse al orgasmo. En Espa?a se utiliza el reflexivo irse: se dice me voy. En Estados Unidos es justamente lo contrario, se emplea to come, venir: se dice I am coming, estoy viniendo. En el irse est¨¢ impl¨ªcita la lejan¨ªa, la separaci¨®n, el aislamiento: un abismo de soledad en la culminaci¨®n del sexo. En el venir hay mucha m¨¢s ternura, un deseo de entra?arse con el otro, la apoteosis del reencuentro. Total, que voy y explico todo esto.
-?Y eso c¨®mo lo has aprendido? -dice el ¨²nico var¨®n espa?ol de la reuni¨®n, con cara de sentirse muy ingenioso.
Los otros dos hombres presentes, norteamericanos los dos, se miran, ruborosos y espantados. No s¨¦ si su quiebro en el color se debe al puritanismo formal que por aqu¨ª impera o si es un exponente de su verg¨¹enza ajena, de un sentirse inc¨®modos ante manifestaci¨®n tan borde de un representante de su sexo. Sea como fuere, dir¨ªa yo que, comparado con Espa?a, el nivel de machismo de la sociedad norteamericana es menos crispante y menos obvio. Estoy generalizando, por supuesto, como en el resto de las afirmaciones de este art¨ªculo: ah¨ª est¨¢ el t¨®pico prototipo del tejano viril y berroque?o, ah¨ª est¨¢n los John Wayne que las enamoran a tortazos o ah¨ª est¨¢ esa eng¨¢fiosa imagen de mujer liberada que vende mayoritaria mente la revista Cosmopolitan, y que consiste en recomendar a las muchachas que trabajen de secretarias, que acudan a la oficina siempre muy arregladitas y muy monas y que hagan lo posible por casarse con su jefe, objetivo que constituye el brillante colof¨®n de su Carrera. O sea, que machismo hay, eso no hay duda. Pero se me antoja que en EE.UU no es tan necesario estar repit iendo todo el d¨ªa los hechos m¨¢s evidentes, que el papel de la mujer en la colectividad es bastante menos denigrante. Quiz¨¢ los norteamericanos, en su vivirse como hombres o mujeres no est¨¦n tan ancestralmente tara-, dos como nosotros, que somos, ?ay!, varones y hembras celtib¨¦ricos, confusos, conflictivos y atrapados.
EL DINERO DIOS
El dinero. El dinero es el verdadero, dios de esta cultura; de eso no hay duda. Oh, s¨ª, es una divinidad com¨²n en el mundo occidental, todos los pa¨ªses industriales vivimos instalados en esa absurda esquizofrenia entre la avaricia y los derroches, entre la avidez y el desperdicio. Pero en Estados Unidos eso se nota m¨¢s. Claro que, tal como se lo han montado, necesitan dinero para todo. Dinero para pagar los astron¨®micos seguros m¨¦dicos, es decir, para comprar salud. Dinero para costearse una pensi¨®n individual de vejez: para comprar futuro. Dinero para ppder ofrecer a los hijos esa costos¨ªsima educaci¨®n privada, esa escuela y universidad de el¨ªte que es la puerta para el ascenso en la, escala social: para comprar el ¨¦xito. Dinero para poder adquirir una casa propia, y un Coche adecuado, y todos los archiperres necesarios de una opulenta sociedad de consumo, todos los signos exteriores de la normalidad y la decencia: para comprar respeto. Todo se compra y todo se vende, todo tiene un precio dentro de esta obsesi¨®n por el dinero del universo americano: debe de ser lo que se entiende por una sociedad de libre mercado.
La ciudad de Boston cuenta con varios t¨²neles en el trazado de sus calles, algunos de ellos de considerable longitud. Son pasos subterr¨¢neos que est¨¢n enclavados en puntos c¨¦ntricos y que absorben mucho tr¨¢fico. De hecho, la mayor¨ª a de las veces est¨¢n atascados; en su interior se organizan unos tapones colosales, y en ocasiones tardas m¨¢s de media hora en atravesar, cent¨ªmetro a cent¨ªmetro, un s¨®lo t¨²nel. Hasta aqu¨ª, nada extraordinario. La originalidad consiste en que todos estos pasos subterr¨¢neos tienen radio. Es decir que hay una emisora bajo tierra cuya se?al puede ser captada por el estancado mar de coches. Al entrar en el t¨²nel, claro est¨¢, pierdes contacto con las emisor¨¢s normales. Entonces se cuela en tu aparato la radio t¨²nel, que consiste en una m¨²sica de fondo y una incesante catarata de anuncios comerciales. Es la culminaci¨®n de la sociedad de consumo, la apoteosis de un vivir disparatado. Es necesario que los crispantes atascos formen parte de la realidad de cada d¨ªa, que est¨¦n asumidos e integrados, para que la creaci¨®n de una radio semejante sea rentable. Los automovilistas saben que enterrar¨¢n una hora diaria de su vida bajo el t¨²nel, y all¨ª, inermes y atrapados, escuchar¨¢n la radio: no hay nada mejor que hacer, al fin y al cabo. Una radio que es s¨®lo publicidad y que incita a sus prisioneros moment¨¢neos a gastar m¨¢s, a salir m¨¢s, a comprar m¨¢s coches, por ejemplo, cerrando el c¨ªrculo del absurdo, agrandando el atasco social al infinito, alimentando al monstruo. Ahora cada t¨²nel de
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Boston tiene su propia emisora, hay competencia. Pero a m¨ª me gustar¨ªa saber qui¨¦n fue el primero que concibi¨® la idea, qui¨¦n fue ese avispado hijo de un mundo enfermo, ese loco maquiav¨¦lico, ese genio.EX?MENES Y HONOR
Los ex¨¢menes finales de la universidad de Wellesley se rigen bajo un c¨®digo de honor. Los profesores preparan los cuestionarios para cada curso con antelaci¨®n, y las alumnas cuentan con una semana, en el transcurso de la cual pueden hacer el examen cuando gusten. Tan s¨®lo tienen que ir a la oficina de registro, decir el d¨ªa y la hora de esa semana en que quieren hacer la prueba, acudir a un aula especial, recoger el sobre con las preguntas y contestar el examen. Un empleado vigila para que no copien y no se excedan de las dos horas de tiempo que se les permite. Lo del c¨®digo de honor se refiere a un pacto de silencio: los ex¨¢menes de cada curso son iguales, e hipot¨¦ticamente nada impide que una alumna que se presente a ?tica, por ejemplo, tal que un lunes, diga las, preguntas al resto de sus compa?eras de la clase, que tienen hasta el viernes para hacer la prueba. Nada lo impide, ya digo, s¨®lo el pacto de honor.
-?Qu¨¦ honor ni qu¨¦ gaitas! -explica una de mis alumnas, que son de una lucidez pasmosa-. Lo que hace que este sistema funcione es la competitividad. Nadie dice las preguntas as¨ª la maten, porque todas quieren obtener la mejor nota.
Y s¨ª, el sistema funciona aterradoramente bien. No hay una sola filtraci¨®n, ninguna alumna habla, todas recelan. No se puede caer en la debilidad de soplar el examen ni a la mejor amiga: esto es la guerra. Es invierno y estoy invitada a cenar en casa de una norteamericana, la se?ora R. Es una mujer a¨²n joven, una brillante profesional simpatiqu¨ªsima. Cuando llego todo est¨¢ preparado hasta el m¨ªnimo -detalle, con esa generosa hospitalidad estadounidense. R. me presenta a su marido y a una de sus hijas, una muchacha de 16 a?os muy crecidos. Luego, llevando los platos de la cocina al comedor, me cruzo con un adolescente en ch¨¢ndal, aparentemente otro hijo, que se est¨¢ preparando un bocadillo y que murmura un t¨ªmido saludo de pasada. Nos sentamos a la mesa y advierto que s¨®lo somos tres: R., su marido y yo. La hija grita un adi¨®s, abre la puerta de la calle y se lanza al hielo y la ventisca: son las siete de la noche, aqu¨ª muy tarde, y afuera, en esta barriada de extrarradio, s¨®lo hay medio metro de nieve, oscuridad y mucho fr¨ªo.
La cena transcurre gratamente y al final aparece el benjam¨ªn de la casa, un ni?o de seis o siete a?os.
-?Quieres un poco de postre? -le preguntan.
-?Pero si todav¨ªa no he cenado! -dice el ni?o.
-Vaya, cre¨ª que te hab¨ªa preparado algo tu hermano...
Yo estoy maravillada: qu¨¦ diferencia con la asfixiante y dictatorial familia espa?ola, reflexiono. Aqu¨ª cada uno va a su aire, no hay problemas; son capaces de mantener a un mismo tiempo el nudo de la relaci¨®n afectiva y la necesaria independencia. Tan excitada estoy que le comento todo esto a R. mientras me lleva a casa. Y entonces ella me sorprende: "Oh, no, no, tenemos muchos problemas. Aqu¨ª las relaciones familiares son muy dif¨ªciles. Mi hija, por ejemplo. Hace medio a?o nos dijo que se hab¨ªa vuelto vegetariana y que ya no pod¨ªa seguir comiendo con nosotros. Y desde entonces se marcha todas las noches a eso de las siete".
-?Que se marcha? ?A d¨®nde?
-Ay, no s¨¦, no sabemos. Estoy muy preocupada.
Yo me imagino la situaci¨®n en una familia latina. Una chica de apenas 16 a?os que se empe?a en irse cada noche a un desierto de car¨¢mbanos. Una madre que pregunta, que insiste en saber a d¨®nde va, que forcejea, que grita, que le prohibe salir; una bronca feroz, el aderezo pintoresco de unas l¨¢grimas y quiz¨¢ el restallar de un bofet¨®n sonoro sobre una mejilla adolescente. En fin, una escena a todas luces deleznable. Pero, por otra parte, tampoco R. sabe solucionar el problema, est¨¢ angustiada. Esa independencia que yo admiraba, ?ser¨¢ en realidad un extra?amiento mutuo, un producto de las corazas afectivas?
Poco a poco voy recolectando m¨¢s datos sobre la incomunicaci¨®n, sobre la ausencia. Las relaciones que algunas de mis alumnas inantienen con sus padres, por ejemplo. O la no relaci¨®n, el gran vac¨ªo.
-Yo a mis padres no es que no les quiera, es que no les conozco son unos extra?os para m¨ª -dice una-. Mi horario de la escuela era distinto al de mis padres, as¨ª es que siempre, desde los 10 a?os, he comido y cenado sola, porque llegaba tarde. No les ve¨ªa.
Ya s¨¦, ya s¨¦ que es una general?zaci¨®n y que como tal tiene muchas excepciones y quiz¨¢ tambi¨¦n muchos errores. Pero, ?qu¨¦ les sucede a los estadounidenses con sus sentimientos, con sus emocio nes? ?Bajo qu¨¦ blindaje est¨¢n ocultos? Es quiz¨¢ el resultado de una vida centrada en el trabajo, tan competitiva y trepidante que queda poco tiempo para hablarse. Es quiz¨¢ el poso de una sociedad tan individualista y r¨¢pida, la angustia por no encontrar la v¨ªa, el modo de tratarse. Y, en algunos casos, quiz¨¢ sea incluso una pura y devastadora indiferencia.
El t¨®pico de la soledad de la sociedad moderna ha sido creado en Estados Unidos, y es ahora, aqu¨ª, cuando empiezo verdaderamente a comprenderlo. Tocarse no se tocan: el contacto fisico no existe. Los amigos, a la hora de despedirse, se quedan en el quicio de la puerta, basculando su peso sobre unos pies inquietos, sin saber c¨®mo decirse adi¨®s dici¨¦ndose al mismo tiempo que se quieren, sin saber palmearse la espalda o darse un beso.
-Si besas en la mejilla a los hombres, o si les coges del brazo, muchos se van a creer que es que te est¨¢s insinuando -me advirtieron al verme sobona en demas¨ªa.
Y, sin embargo, en lo exterior es una sociedad muy amable. Existe esa cortes¨ªa en el trato, ese respeto callejero, esa admirable costumbre de lo c¨ªvico. En Espa?a nos pisoteamos en las colas, nos insultamos en los coches, nos gritamos en las ventanillas burocr¨¢ticas, nos pegamos por coger la ¨²ltima mesa en un caf¨¦; nos maltratamos, en fin, con toda sa?a, y en conjunto nos comportamos como cafres. Nada de esto se advierte en Norteam¨¦rica. Pero por debajo de este suave convivir hay un vac¨ªo, una r¨ªgida ritualizaci¨®n de las relaciones amistosas, una p¨¦rdida de intimidad y de presencia. ?Qu¨¦ les sucede a los norte americanos, en qu¨¦ grado de soledad y de ensimismamiento viven? Esa falta de contacto con los otros, esa carencia de espejos afectivos, ?no est¨¢ en la base de la sinraz¨®n, de la locura? Extremando esta reflexi¨®n y llevando el argumento al paroxismo, todos esos psic¨®patas, esos tiradores que se apostan en las terrazas estadounidenses para abatir peatones, esos desesperados que ametrallan sin un porqu¨¦ a los clientes de una hamburgueser¨ªa, ?no ser¨¢n un producto ¨²ltimo de la disociaci¨®n m¨¢s absoluta, del abismo entre ellos y los otros, de la total ausencia?
Yo, por si acaso, y entre ambos extremos, empiezo a pensar por vez primera que prefiero la odiada familia patriarcal, la madre clueca. Esa familia contra la que hay que pelear, que te ofrece s¨ªmbolos concretos, personas tangibles a las que oponerte, creando as¨ª, en el fragor de la batalla, tu propia entidad, la conciencia de ti mismo, lo que eres. Esa familia omnipresente y arbitraria que a veces te pega un bofet¨®n. Porque dar un bofet¨®n, pese a todo, es tambi¨¦n una manera de tocarse.
FE Y REALIDAD
Hay muchas cosas que me gustan de la cultura norteamericana. El mismo hecho de ser una sociedad a medio hacer impone una determinada vitalidad, muchos puntos de fuga en el sistema. Por ejemplo, su asombrosa movilidad, o su capacidad para asumir los riesgos cotidianos. Luego est¨¢ su fe en los grandes conceptos: la Justicia, la Libertad, la Democracia, palabras todas muy mayusculadas y estrepitosas. Es esa fe sin poros y sin sombra de dudas que los europeos solemos calificar como inocencia.
Cuando se tacha a los estadounidenses de inocentes, se est¨¢ empleando el t¨¦rmino en un sentido peyorativo. Pero yo no encuentro nada negativo en mantener las utop¨ªas, en creer en un proyecto de felicidad com¨²n y colectiva. Que los norteamericanos asuman la libertad como un principio inalienable me parece estupendo. Lo malo empieza en el entorno de enga?os, en ese maquiav¨¦lico sistema que vac¨ªa de contenido la palabra y la limita. En Estados Unidos hay tanto entusiasmo traicionado, tanta buena voluntad desperdiciada. Por ejemplo: en la universidad de Wellesley proyectan Missing, la espl¨¦ndida pel¨ªcula de Costa Gavras sobre la intervenci¨®n de EE UU en el golpe de Estado contra Allende. Al t¨¦rmino del filme, cuando se encienden las luces, veo que varias de mis alumnas han asistido, y que algunas de ellas est¨¢n llorando.
-Oh, hay que hacer algo para cambiar todo esto; cuando yo sea abogada voy a intentar luchar contra esta mierda -dice una entre sollozos.
-Es espantoso, me averg¨¹enzo de ser norteamericana -hipa otra, pat¨¦ticamente estremecida.
Duele verlas. Duele ver su sufrimiento, su pelea. Su conflicto entre la cultura oficial y la informaci¨®n alternativa que les llega. Yo las observo y me pregunto qu¨¦ ser¨¢ de ellas en el futuro, c¨®mo resolver¨¢n sus dudas, qu¨¦ generaci¨®n saldr¨¢ de todo esto. Son mujeres inteligentes, sensibles, preparadas, forman parte,de la elite de este pa¨ªs gigante. Algunas de ellas se integrar¨¢n, sin duda, en la l¨²cida minor¨ªa intelectual y cr¨ªtica que posee Estados Unidos. Pero muchas otras, me digo, olvidar¨¢n que vieron Missing y lloraron.
Es tan f¨¢cil olvidar en esta sociedad americana. Tengo la sensaci¨®n de que Estados Unidos es una m¨¢quina de alta precisi¨®n orientada hacia el desentendimiento, hacia la amnes¨ªa. De que es un colosal ingenio de compartimentos estancos, en donde se educa a la gente a ignorar todo aquello que se sale del estrecho c¨ªrculo de lo que ven y lo que tocan. El mundo se reduce a Estados Unidos, y Estados Unidos se reduce a tu barriada, tu casa, tu trabajo. ?La pol¨ªtica? Bueno, es un ejercicio que unos pocos hacen y que consiste en meter una papeleta en una urna de cuando en cuando. Nada parece tener relaci¨®n don nada: la realidad se fragmenta en una miriada de ingredientes aparentemente aut¨®nomos y sin causalidad reconocida. Y ese sentido antropom¨®rfico de la Historia, como si los grandes acontecimientos de la Humanidad fuesen obra exclusiva de un solo sujeto, de supermanes buen¨ªsimos o de perversos criminales. Es pensar que la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, es el resultado de que naciera un loco malvado, ese tal Hitler. El endeudamiento de Alemania, lo inhumano del tratado de Versalles, el miedo al comunismo, todos esos factores no son m¨¢s que sandeces frente a un buen malo al que agarrarse.
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