Ramblas abajo
En unos pocos metros, la ciudad cambia de rostro. Es uniforme seg¨²n se va descendiendo por la Rambla de Catalu?a, un paseo de nostalgias ochocentistas y de resonancias milanesas. Dejado atr¨¢s el espectro descascarillado y ciego del teatro Barcelona -en el que vi a Mar¨ªa Casares interpretar a Alberti, y que hoy parece la residencia del fantasma de' la ¨®pera-, la plaza de Catalu?a se ofrece al viandante cuarteada por ingenios mec¨¢nicos, como en la apoteosis final de gr¨²as y excavadoras de alg¨²n ¨¦pico celuloide stajanovista de Dovjenko. Precisamente aqu¨ª cambia la ciudad: a ambos lados de esta plaza hoy moment¨¢neamente magm¨¢tica. Basta con dar los primeros pasos por cualquiera de las dos manzanas laterales -camino de la calle de Pelayo o del edificio de la Telef¨®nica- para advertir otros rostros, otras indumentarias, otra decoraci¨®n, dir¨ªase que el estallido de otra luz. Hemos cambiado de ciudad; pronto estaremos en las Ramblas.?N¨¢poles, T¨¢nger? Barcelona, sin duda. Es llamativo el contraste de la luminosidad meridional y mar¨ªtima con la ornamentaci¨®n modernista, decimon¨®nica e incluso dieciochesca de los edificios, y el retablo animado de figuras tiene evocaciones ultramarinas, africanas y aun, aqu¨ª y all¨¢, asi¨¢ticas. La ciudad de armadores, capitanes de industria y patric¨ªos menestrales y burgueses que procur¨® su tejido social b¨¢sico a las novelas de Oller o a la pintura de Casas ha dejado ahora en pie ¨²nicamente armazones y fachadas para esa otra ciudad de zocos y gente del bronce. Las aceras a¨²n pertenecen a la antigua Barcelona: compa?¨ªas navieras o mercantiles, caf¨¦s y restaurantes, el Liceo. La calzada central, en cambio, pertenece por completo a la Barcelona portuari a que fascin¨® a Jean Genet o a Mandiargues.
Dir¨ªase que la ciudad se ha esforzado en ser casi totalmente. ¨¢tona en lo m¨¢s de su extensi¨®n y ha reservado sus excedentes de vital¨ªdad acumulada para hacerlos visibles solamente al sur de la plaza de Catalu?a.
El barrio g¨®tico, la Ribera, tiene otra clase de poes¨ªa: la de las Ramblas es violentamente especiada, maculada de cuajarones y chafarrinones de luz, y el murmullo eclesial del t¨²nel ?le hojas verdes no oculta la estridencia incluso erom¨¢tica que se ha ense?oreado del recinto. Aqu¨ª halla no s¨¦ si su desquite, pero sin duda s¨ª su contrapeso, la tamizada luz de la Barcelona burguesa.
A la multitud extraviada, errabunda y at¨®nita que, Ramblas abajo, se precipita hacia la vaharada de azul sofocado del mar en la furia de luz de esos d¨ªas de est¨ªo, le son propuestas -agazapadas en recodos laterales, a la izquierda una y a la derecha otra, como para no turbar el curso natural del aluvi¨®n humano- dos exposiciones antag¨®nicas, y acaso secretamente complementarias. Muy cerca ya del mar resumen, en la suavidad o en la fiereza, la cualidad de espacio metaf¨®rico para la transgresi¨®n que la ciudad ha querido otorgar a estas Ramblas desde hace varias d¨¦cadas.
Bajando, a mano derecha, ya casi donde va a terminar el paseo, el palacio G¨¹ell -sin absolutamente ning¨²n otro visitante que yo mismo el d¨ªa en que, vencida ya la tarde, acud¨ª a ¨¦l- nos depara la sombra de T¨®rtola Valencia: una mitolog¨ªa coloreada y plumosa, casi impalpable, al borde de lo et¨¦reo, un desvanecimiento de luces instant¨¢neas, de pasos inmovilizados entre cuyos resquicios debemos adivinar, reconstruir o rescatar la magia gr¨¢cil de una danza antigua. Nada hay m¨¢s parecido al veneciano palacio Fortuny que esta transitoria aparici¨®n de la bailarina en el ¨¢mbito gaudiniano. Ausentes las danzas, aludidas s¨®lo por iconografia, lo que se nos expone es una atm¨®sfera,'un decorado, la huella de un personaje m¨¢s que el personaje mismo. M¨¢s aun que en las fotos, los vestidos o los objetos de tocador, la leyenda late en este inmenso ba¨²l mundo que -desde Guayaquil a R¨ªo y a Par¨ªs- resume conceptualmente una vida entera, en su arrebato de resplandores fugitivos.
Todo era silencio entre las pertenencias de T¨®rtola Valencia; todo es silencio, tambi¨¦n, en la mucho m¨¢s concurrida exposici¨®n de instrumentos de tortura que, al otro lado de las Ramblas, descarr¨ªa los pasos de quienes acuden a la promesa grangui?olesca y espectral del museo de cera, en el pasaje angosto y turbador que, 20 a?os atr¨¢s, albergaba un alucinante local de travest¨ªs enharinados. Sensualidad ex¨®tica y suplicio furtivo: se confund¨ªan verdaderamente en esas dos muestras las dos caras de lo que la ciudad no deja aflorar sino en las Ramblas.
Lo terror¨ªfico en los instrumentos de tortura radica en su uso, no propiamente en su conformaci¨®n. A?os atr¨¢s asent¨ª a la cr¨ªtica que Michael Riffaterre opon¨ªa a la aplicaci¨®n por Roland Barthes de la figura de los instrumentos inocentes a T¨¢cito en su estudio sobre el barroco f¨²nebre en el historiador latino. Admisible respeto a objetos neutros, la figura no pod¨ªa extenderse, argumentaba, Riffaterre, a los da?inos por naturaleza. M¨¢s cerca me siento ahora de Barthes: en reposo, la mayor¨ªa de instrumentos expuestos en las Ramblas muestra una absoluta opacidad, e incluso una belleza remota y,extra?a. Nos inquietan menos que, por ejemplo, las armaduras t¨¢rtaras de la colecci¨®n Wallace de Londres, quiz¨¢ porque su funci¨®n resulta para nosotros m¨¢s oscura. S¨®lo son, .en muchos casos, realmente enervantes cuando conocemos el uso concreto a que se destinaban, y entonces vivimos no precisamente el horror de la tortura contempor¨¢nea, sino un horror medieval, de cronic¨®n sangriento o de cinta de Dreyer, totalmente distinto del que inspirar¨ªa la vis¨ª¨®n de objetos actuales de tortura. Sea como fuere, entre garfios y m¨¢scaras de hierro abominables, el confuso laberinto -para emplear el sintagina calderoniano- de esta sala de los horrores nos conduce sinuosamente a la salida, donde la luz se estrangula en el aire inm¨®vil del paisaje y en el mar, apenas rizado, no nos sorprender¨ªa ver una vela berberisca. Oscurece; al trote del caballo pasa el ¨²ltimo sim¨®n de la tarde de est¨ªo. De la estaci¨®n mar¨ªtima internacional llega un taxi solemne, color de acero gris, que ins¨®litamente resulta estar refrigerado y me conducir¨¢, como en levitaci¨®n, a la otra ciudad: la que a la vez oculta y crea las Ramblas.
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