El Madrid de Eloy / 7
Fue un breve intermedio finland¨¦s. Breve y refrescante para el individuo que, a punto de concluir su carrera y comenzar su vida profesional, apenas conoc¨ªa otra cosa que su propio pa¨ªs, sumido en el atraso. Fue el verano de 1953. Exist¨ªa entonces -y creo que a¨²n subsiste- una admirable organizaci¨®n, conocida por IAESTE (algo que, comenzando por International, terminaba en Exchange), que fomentaba el intercambio por Europa de estudiantes t¨¦cnicos de los ¨²ltimos cursos y por el per¨ªodo de un verano. As¨ª que aquel verano de 1953, Eloy se fue a Escocia, y Jorge y yo, a Finlandia; ¨¦l a Oulu, en Laponia, y yo a Helsinki.La primera dificultad resid¨ªa en conseguir un pasaporte y un visado de salida, poco menos que vedados para un joven en pleno servicio militar. Pero como yo no disfrut¨¦ de la IPS -las mal llamadas milicias universitarias-, sino que, por mi mala cabeza, fui derecho a un cuartel de provincias como soldado de segunda -en compa?¨ªa de cierto n¨²mero de delincuentes m¨¢s o menos juveniles-, goc¨¦ de una serie de privilegios que no estaban al alcance ni de mis compa?eros de aula ni de mis compa?eros de armas. As¨ª que un d¨ªa le dije al capit¨¢n (un excelente y comprensivo capit¨¢n Medina) que no pod¨ªa jurar bandera porque ten¨ªa que desplazarme al extranjero con una beca muy importante. Yo mismo redact¨¦ la instancia y el oficio del capit¨¢n al coronel, as¨ª como el del coronel al gobernador, militar de la plaza y de ¨¦ste a Capitan¨ªa. De all¨ª a pocos d¨ªas -pero siempre de uniforme y con el debido respeto- me vi en Madrid, redactando el oficio nada menos que del ministro de la Guerra al capit¨¢n general, y de ¨¦ste, al gobernador militar de la plaza. De suerte que todos los oficios -tanto los ascendentes como los descendentes- fueron redactados, mecanografiados, puestos a la firma y sello y trasladados a su destino por m¨ª mismo, lo que me permiti¨® seguir mi expediente paso a paso y conseguir el pasaporte en el asombroso plazo de unos pocos meses. (Descubr¨ª entonces que nada es tan f¨¢cil de mover como la m¨¢quina militar si el recluta se aviene a colaborar con ella; tal vez la disciplina no sea sino la r¨¦plica a la mala disposici¨®n, y el talante autoritario, la fijaci¨®n secular de un humor que el jefe ha de segregar para hacerse obedecer. Cuando se acierta a despejar ese humor, el panorama cambia, aparece la comprensi¨®n, y hasta la rigidez se puede tomar en buenas y dulces maneras. Aquellos altos oficiales, no acostumbrados a la desabrida petici¨®n de un recluta, no pod¨ªan pasar por alto mi buen talante para redactar, mecanografiar y trasladar oficios; naturalmente, m¨¢s de uno se aprovech¨® de m¨ª, y as¨ª me veo en una oficina de Madrid -como persona destacada- redactando y mecanografiando todos los oficios que el brigada de Mayor¨ªa hab¨ªa acumulado a lo largo de un semestre; recuerdo uno mediante el cual un recluta solicitaba licencia para trasladarse a Tomelloso a fin de contraer matrimonio con una muchacha a la que hab¨ªa dejado embarazada antes de entrar en filas y quiz¨¢ la misma noche de los quintos. Aun cuando el oficio no entraba en pormenores, no pod¨ªa por menos de mencionar a la interesada, "que se cita al margen", y cuando lleg¨® el momento de rellenar el margen que se cita y pregunt¨¦ al brigada qu¨¦ deb¨ªa poner, tras leer todo el contenido, y con envidiable aplomo, me contest¨®: "Escribe ah¨ª: una se?orita de Tomelloso". En otro momento me veo haciendo el inventario trimestral del almac¨¦n de la cocina de oficiales y, entre otras cosas, obligado a contar los huevos que conten¨ªa un enorme canasto de mimbre. Ante el miramiento con que, temeroso de romper uno, inici¨¦ la operaci¨®n, el sargento me reprendi¨®: "Est¨¢ visto que nunca has contado huevos". "No, sargento m¨ªo". "Te he dicho mil pu?eteras veces que no me llames sargento m¨ªo, que parece cosa de maricones; a la pr¨®xima te mando a la preven". "Est¨¢ bien, pero sepa que est¨¢ permitido -y a veces es aconsejable- colocar el pronombre despu¨¦s del sustantivo". "D¨¦jame de leches y a ver si aprendes a contar huevos. En el Ej¨¦rcito se aprenden cosas que no se ense?an en ninguna parte". "?Como, por ejemplo, contar huevos?". "Exacto; cosas ¨²tiles que sirven para la vida. Los huevos se cuentan por medias docenas, a ver si te enteras, cogiendo tres con cada mano. As¨ª". "?Y qu¨¦ hago con los que ya he contado?". "Trae aquel otro cesto y los vas poniendo ah¨ª, ?entendido? Ah, los reclutas no sab¨¦is nada de la vida. Y tu, mucho ingeniero, pero no sabes contar huevos". Y se fue, dej¨¢ndome indefenso ante uno de los problemas m¨¢s irresolubles que entonces se me hubiera planteado, pues, ?c¨®mo introducir en el fondo de aquel cesto, ocupadas ambas manos, los seis huevos? La soluci¨®n, para otro momento.)
El caso es que un d¨ªa de junio o julio de 1953 nos fuimos Eloy y yo a Par¨ªs, donde -tras buscar infructuosamente la manera de arrastrar una juventud disolutanos separamos, uno en direcci¨®n a Sterling, otro hacia Helsinki. El viaje, en la clase m¨¢s econ¨®mica, duraba cuatro o cinco fechas; el d¨ªa, sobre el hule, la noche, en una pensi¨®n cercana a la estaci¨®n de Bruselas, Osnabr¨¹ck, Hamburgo, Copenhague o Estocolmo. En Estocolmo hab¨ªa que optar bien por el barco sueco a Helsinki, bien por el finland¨¦s a Turku. En todas las ocasiones -la ?da, la vuelta y un fin de semana en que tiramos la casa por la ventana- optamos por el finland¨¦s; el Wellamo era un barco golfo, de unas 3..000 toneladas de desplazamiento, de la matr¨ªcula de Turku, del tiempo de Joseph Conrad, devorado por la corrosi¨®n, con todos sus elemento verticales -proa, puente, m¨¢stiles, chimeneas-, en contraste con las l¨ªneas aerodin¨¢micas de su rival sueco, el Birger Jarl, reci¨¦n salido de los astilleros de Gotemburgo. El Wellamo echaba toda una fecha en hacer una traves¨ªa que el Birger Jarl despachaba en menos de 10 horas, y cuando ambos se cruzaban en la ma?ana de un B¨¢ltico semejante a un opalino retal de seda sobre un oscuro y mate mostrador, el primero entraba en situaci¨®n de emergencia a causa del oleaje provocado por el sueco y, metido en el trance, era pose¨ªdo de un irreprimible balanceo, que s¨®lo amainar¨ªa al surcar las apacibles aguas del archipi¨¦lago patrio volviendo a su tiesa compostura como el borracho que se ajusta la camisa y endereza el paso antes de cruzar la puerta del hogar. Al Wellamo no sub¨ªa gente de la clase respetable, y menos los suecos. Se pagaba un billete de cubierta que daba derecho a beber sin freno durante toda la traves¨ªa. M¨¢s que un barco parec¨ªa una querm¨¦s, cuyo momento cumbre era, precisamente, el cruce con el Birger Jarl, saludado por los finiandeses con toda clase de gritos, gestos obscenos, apertura de botellas y abrazo a la concurrencia; a continuaci¨®n segu¨ªa el baile y las carreras de las parejas hacia las barcas de salvamento para satisfacer bajo la lona los impulsos y pasiones naturales. Era costumbre -muy encomiable- dejar colgada de la amura de la barca una prenda femenina para significar que en aquel momento se hallaba ocupada. (Para otro momento dejar¨¦ el relato de la vuelta a Estocolmo en el Wellamo en compa?¨ªa de Jorge San Juan, un d¨ªa dorado de septiembre, en dolorosas circunstancias.)
Tras unos d¨ªas juntos en Helsink?, Jorge se fue a Laponia, y yo, a Otaniemi, una ciudad construida para los Juegos Ol¨ªmpicos del a?o precedente, en un parque de abe dules, abetos y lagos, plagada de ardillas y grandes liebres -del tama?o de un perro de mediana alzada- y donde, si el paseante se descuidaba, pod¨ªa caer atravesado por una jabalina, tal era la afici¨®n de los ?nlandeses a correr en to dos los sentidos lanzando jabalinas. En Helsinki entr¨¦ a trabajar en la Helsingin Kaupungin S??khl?itos, nada menos, que yo al principio tom¨¦ por una f¨¢brica de chocolate, y result¨® ser la Empresa Municipal de Electricidad, que entonces estaba levantando la central t¨¦rmica de la bah¨ªa de Helsink?, una de las obras maestras de Alvar Aalto. Cuando yo llegu¨¦ ya estaba un grupo en marcha, y se trabajaba en obras de remate del edificio de la central, por lo que me asignaron el puesto de ayudante de un montador electricista, un hombre m¨¢s o menos de mi edad, con toda la espalda tatuada (lo que le hab¨ªa costado los ahorros de un a?o), que en un costado, colgado del cintur¨®n, portaba siempre un martillo, y en el otro, el puukko, el consabido pu?al lap¨®n que todo buen finland¨¦s debe llevar encima. (Para otro momento dejar¨¦ el relato de mis desventuras durante el montaje del cableado de los silos donde, a causa del misino servomecanismo en cuya instalaci¨®n yo colaboraba, a punto estuve de quedar transformado en breves minutos en cierto n¨²mero de kilovatios.)
C¨®mo no, conoc¨ª a cierta joven que trabajaba en un taller de dibujo y dise?o para una f¨¢brica de textiles. Ten¨ªa sensibilidad art¨ªstica, seg¨²n ella, y cuando el finland¨¦s siente que de su interior brota el manantial de la sensibilidad art¨ªstica, se dedica al dise?o; otros se atreven a hacer composiciones l¨ªricas, y otros, los menos, paisajes con renos. Se llamaba, creo recordar, Hj?rdi, algo as¨ª como Jorge en catal¨¢n, y me invit¨® a pasar un fin de semana en casa de sus padres, para disfrutar del campo, de la sauna, de los cangrejos y del lago, no lejos de Helsinki. En Finlandia se viajaba entonces casi exclusivamente en autob¨²s, en unos Volvo y unos Skania que corr¨ªan despendolados por estrechas carreteras de tierra a l'or¨¦e de bosques y lagos. (Para otro momento dejar¨¦ el viaje en ferrocarril de Turku a He?sinki, a trav¨¦s de la base sovi¨¦tica de Porkala, con las ventanas entablilladas y en cada vag¨®n un centinela sovi¨¦tico con la bayoneta calada, olvidado all¨ª por el camarada Timoshenko.) Lo cierto es que al salir del trabajo el mediod¨ªa del s¨¢bado, tras haber hecho las compras de alcohol de mi peque?a comunidad y con toda mi paga semanal en el bolsillo, me fui al terminal de autobuses y ped¨ª un billete para el pueblo de Hj?rdi, que no tuvo la precauci¨®n de darme su nombre por escrito. Tras preguntarme el nombre tres veces y hojear una y otra vez una gu¨ªa de tama?o telef¨®nico, me largaron un billete de ?da que me cost¨® m¨¢s de 300 marcos y me se?alaron una hora y un and¨¦n. Si se considera que yo cobraba unos 500 marcos a la semana, lo que me permit¨ªa comer caliente (porridge, macarrones y otras porquer¨ªas) hasta el mi¨¦rcoles, a partir del cual hab¨ªa que sobrevivir gracias al puesto callejero, se comprender¨¢ el golpe que para mi econom¨ªa supuso aquel billete. Pero lo malo (o lo bueno) no fue eso, sino que me pas¨¦ viajando toda la noche del s¨¢bado y en la ma?ana del domingo fui depositado sin el menor miramiento en un pueblo formado por med¨ªa docena de casas de madera, en el norte de la Carelia y no lejos de la frontera sovi¨¦tica, a unos 600 kil¨®metros de Helsinki, y con 200 marcos en el bolsillo, que no daban para el billete de vuelta. C¨®mo no, no lejos del ¨¢peadero hab¨ªa una cantina, esa cantina finlandesa siempre limpia, de estructura de madera y peque?as mesas con un centro con un tarro de mostaza, un molino de pimienta y un frasco de catsup; y un letrero con los inconmovibles platos del d¨ªa un tanto indescifrables: kinkumunakas, vasikanmaolla, juokseteitu, pero que ten¨ªan la ventaja de que, se pidiera lo que se pidiera, consist¨ªan en un considerable sopero de macarrones servido al precio de 50 marcos.
Decid¨ª preocuparme tan s¨®lo cuando hubiera terminado el plato de kinkumunakas y el vaso de leche, degustado la taza de caf¨¦ y encendido el cigarrillo North State. Pero ni siquiera tuve ocasi¨®n de ello, porque la fortuna acompa?a al inocente. Un hombre alto y apuesto -que hab¨ªa observado mi aspecto poco n¨®rdico y mis vacilaciones ante el men¨²- vino a sentarse a mi mesa para, en un ingl¨¦s duro, interesarse por mi presencia en aquellas remotas tierras y ponerse educadamente a mi disposici¨®n. A las tres frases le dije que era espa?ol, a lo que replic¨® con una de esas profundas inspiraciones con que los n¨®rdicos expresan admiraci¨®n, asentimiento, negaci¨®n, atracci¨®n, repulsi¨®n y todo movimiento del alma que haya de ser breve y vehementemente expresado.
- Oh, qu¨¦ interesante. Pero perm¨ªtame que me presente: me llamo Heinz Fiege-K?hlmann, soy alem¨¢n y hablo algo de espa?ol.
-?Habla usted espa?ol? -le pregunt¨¦. Se ech¨® a re¨ªr:
-Oh, a little bit. Yo s¨¦ decir: Generalmente el gato.
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