Arquitectura colonial / y 2
En el Ministerio de Informaci¨®n de Kobarega las sillas eran mortificadoras. Oda era valerosa, pero no terminaba de entender que ella .sola pudiera echar a perder una gran revoluci¨®n."?Por qu¨¦ has venido a Kobarega?", le pidi¨® una voz mel¨ªflua des de la penumbra.
Enviciada por los excesos democr¨¢ticos, Oda exigi¨® la presencia de un abogado.
"Kobarega no es una democracia caduca. Correcto. Aqu¨ª estamos levantando una obra maestra de inge niena social. Si no lo crees as¨ª, po dr¨ªamos cortarte una mano. Escoge ?la derecha o la izquierda?". De la penumbra surgi¨® la figura sobria de un chino con uniforme de la guardia popular de Kobarega.
Oda se sent¨ªa ya culpable, como quien tiene resaca sin beber.
"?Cu¨¢les son los motivos de tu viaje a Kobarega?".
Oda ten¨ªa la costumbre de limpiarse las orejas diariamente y de decir la verdad; a pesar de todo ante aquel inquisidor chino intu¨ªa que la verdad tiene -como la sombra de una nube- muchas formas de mudar el color de la realidad. Alguna pieza de la revoluci¨®n no encajaba bien. El progres¨® exig¨ªa un esfuerzo: dir¨ªa la verdad y la mentira a la vez. De pronto se vio plet¨®rica de energ¨ªa femenina Cont¨® que hab¨ªa llegado para hacer unos reportajes sobre la inde clinable pureza ideol¨®gica de Kobarega.
"No nos hables de pol¨ªtica. Estamos hartos de pol¨ªtica. No queremos saber nada de pol¨ªtica. S¨®lo queremos saber las razones de tu viaje a Kobarega".
Oda hab¨ªa perdido el hilo de su razonamiento. "Quiero decir..." insinu¨®.
"No nos interesa lo que quieras decir. ?Correcto? Al pueblo de Kobarega le interesa saber qu¨¦ ha sucedido realmente. ?Qu¨¦ has venido a hacer a Kobarega?".
Oda habl¨® de sus simpat¨ªas revolucionarias, de su lucha period¨ªstica en favor del progreso.
"Ideas. El pueblo de Kobarega necesita brazos, no necesita ideas. ?Viniste con las citas concertadas por alguien? Un c¨®mplice infiltrado entre las capas populares de Kobarega. ?Qui¨¦n? ?Por qu¨¦?".
Las polillas insist¨ªan en los muebles del Ministerio de Informaci¨®n de Kobarega: cada crujido imperceptible correspond¨ªa a otra tragedia del reino vegetal en los grandes bosques donde la vegetaci¨®n milenaria desconfiaba de la acci¨®n de los hombres, al hacerse intransitable.
"?Qui¨¦n te llam¨® a la habitaci¨®n del hotel? ?Qui¨¦n es? ?C¨®mo sab¨ªa que estabas en Kobarega? ?Qu¨¦ consigna le diste?".
EL GRADO CERO
La capacidad de respuesta de Oda hab¨ªa llegado al grado cero.
"?Qui¨¦n te ha mandato a Kobarega?".
Oda contest¨® sin ninguna convicci¨®n: La Voz de Caotania.
"Has venido a entrevistarte con disidentes para demostrar a la opini¨®n internacional que el descontento de algunos irresponsables y pervertidos pone en peligro la estabilidad de la revoluci¨®n ins,titucional de Kobarega...".
Oda tuvo la desgracia de indignarse.
"Soy una periodista progresista. ?No ha le¨ªdo usted mis reportajes? Lea por ejemplo...".
"Correcto. Ahora nos dices que aqu¨ª no hay libre circulaci¨®n de Prensa y que en Kobarega no podemos leer La Voz de Caotania. Todo eso es propaganda insidiosa. El pueblo de Kobarega ha elegido libremente no leer diarios imperialistas de derechas o de izquierdas, todos con mala conciencia de complicidad colonialista. Precisamente porque el pueblo no los lee toda esta Prensa no llega ya a Kobarega".
Oda experiment¨® una sutil punzada de su propia mala conciencia.
"He venido a ver los progresos de la revoluci¨®n y a investigar las posibles implicaciones deI putsch de 1958".
"Correcto. Vienes a descansar. Eres una periodista progresista. Te vas de cabeza al archivo del museo del pueblo en armas, recibes llamadas de no sabes qui¨¦n en la habitaci¨®n del hotel, hablas con disidentes y te entrevistas con un intelectual revisionista que ha traicionado a la revoluci¨®n, y ahora resulta que quer¨ªas aprovechar el viaje para investigar las posibles implicaciones del putsch de 1958. Todo sesgado, como las informaciones de tu peri¨®dico. No se trata de posibles implicaciones. No estamos hablando de hip¨®tesis. Estamos hablando de hechos hist¨®ricos y de responsabilidades criminales. Tus amigos de Caotania son criminales,de guerra. Asard es el m¨¢s peligroso. ?Por qu¨¦ estabas en el bar del hotel con el ex director del Instituto Internacional para la Paz?".
Oda contest¨® que no pod¨ªa rechazar invitaciones gentiles hechas con ramos de orqu¨ªdeas.
El comisario chino se levant¨® y abri¨® la puerta. Dos guardias populares hicieron entrar al ex director del Instituto Internacional para la Paz esposado y con la cabeza baja. Oda le miraba con piedad, con la curiosidad adem¨¢s de saber si ya no ten¨ªa lengua.
"Tu amigo ha firmado una confesi¨®n donde dice que t¨² le hab¨ªas citado y que proyect¨¢bais un programa de sabotaje de la magna obra de ingenier¨ªa social que es Kobarega, de acuerdo con modelos for¨¢neos y revisionistas. ?l te acusa de ser un agente imperialista. Correcto. Queremos hacer constar que le hemos cortado la lengua despu¨¦s y no antes de la confesi¨®n, a fin de evitar los esquemas de una justicia colonialista de coacci¨®n. Adem¨¢s, el pueblo de Kobarega le ha perdonado las orejas".
El abatimiento hizo enmudecer a Oda. Buscaba los ojos del ex director del Instituto para la Paz para hallar alguna chispa de afecto o de duda. ?l miraba al suelo y tal vez agradec¨ªa la oportunidad de haber colaborado con la justicia popular no ya con ideas, sino con su propia carne, como aquel padre a quien la voz divina le exigi¨® el sacrificio de su hijo.
"Correcto. Incomunicadle. Que no hable con nadie", dijo el inquisidor chino, no muy al d¨ªa en cuanto a las relaciones entre lengua y palabra. Fue un mutis espantoso. Oda contuvo un lagrimeo de a?oranza y disconformidad. La esfinge le ofrec¨ªa a cada instante un nuevo peligro, hasta que el exceso de enigma aflig¨ªa -com¨® una pena- el coraz¨®n c¨¢lido y multicolor de Oda, habitado por mil gnomos.
La voz del chino iba modul¨¢ndose hasta la melifluidad, c¨®mo un bloque de hielo que se funde en el antepecho de la ventana.
Salieron al patio del Ministerio de Informaci¨®n. Clareaba la ma?ana. Soplaba una suave brisa como si brotara de la tierra, y los p¨¢jaros del alba acogieron la presencia de Oda con una aclamaci¨®n de la jungla.
El comisario chino parpade¨® en la hora lechosa de las entreluces con perplejidad. Era uno de aquellos funcionarios de la revoluci¨®n que llegan a controlar los mecanismos invisibles de los lugares a donde han sido trasplantadas, la revuelta. o la contrarrevoluci¨®n, pero no comprenden los instintos vitales. Parpadean ante la evidencia de la sangre, pero no dudan en derramarla profusamente. Jam¨¢s r¨ªen, y condenan sin vacilaci¨®n. En el fondo no les gusta ning¨²n pa¨ªs real, si no es el pa¨ªs que su m¨ªstica prefigura durante las noches, entre sue?os de sangre que la ma?ana procura convertir en realidad.
Quedas en buenas manos", dijo con un tono ir¨®nico.
Sin saber si quedaba libre o en manos de otro comisario, Oda vio c¨®mo llegaba un gran autom¨®vil negro y bajaba una figura paquid¨¦rmica que subta la escalinata del ministerio resoplando con grandes esfuerzos.
"Venga conmigo. Por el momento, ya nos hemos lucido suficientemente". Debi¨® ver la desconfianza en el rostro de Oda, y a?adi¨®: "Soy el embajador de Caotania, querida".
El inicio de aquella ma?ana en Kobarega era resplandeciente como una proa diestra en cortar olas.
"?Por qu¨¦ te empe?as en hacer de periodista intr¨¦pida?", dijo el embajador entre resoplidos y con irritaci¨®n paternal. Luego a?adi¨® con familiaridad: "?C¨®mo est¨¢ tu admirable y siempre seductora abuela?".
Oda se vio a s¨ª misma como quien regresa de un viaje interminable, y cuando coge el pomo de la puerta que no ftinciona sabe que est¨¢ de nuevo en casa.
"No s¨¦ por qu¨¦ raz¨®n todo el mundo quiere hacerse el h¨¦roe. Soy el embajador en Kobarega desde que muri¨® el mariscal. ?Sabes qu¨¦ trato se les debe dar? ?Sabes c¨®mo puedo tratarlos? Pues no hacer nada. Nada. Nada que pueda molestarles. Nada que pueda complacerles. Nada. A eso se le llama estar en buenas relaciones. Nada. De pronto llegas t¨² y te metes de cabeza en un callej¨®n sin salida. ?Qu¨¦ entiende esta gente por alta traici¨®n? Ellos han nacido para la alta traici¨®n". El fuelle pulmonar del embajador iba aquiet¨¢ndose y su cuerpo s¨®lo se agitaba cada vez que se enjugaba el sudor de la frente con un pa?uelo enorme.
"En nombre del Gobierno de Caotania,te prohibo que reveles nada de lo que ha sucedido esta noche. Es un secreto de Estado".
El embri¨®n period¨ªstico de Oda se rebel¨®.
"Hicieron fotos, vino la televisi¨®n. Ellos lo dar¨¢n a conocer", y a?adi¨® con voz m¨¢s cauta: "Sea lo que sea, no estaba detenida. He colaborado".
La alarma se apoder¨® de la mole paquid¨¦rmica del embajador.
"?Qu¨¦ les has dicho? ?C¨®mo has colaborado?".
"Con versos. Muchos versos. Hablaban de la revoluci¨®n cultural".
"Extraordinario", coment¨® el embajador, mientras reflexionaba que en relaci¨®n a la bella dama de la que hab¨ªa estado enamorado, la tercera generaci¨®n deb¨ªasufrir necesariamente de astenia cerebral.
"?Por qu¨¦ razones podr¨ªan quererhacerlo p¨²blico? La condici¨®n sine qua non que me han impuesto para hablar contigo era que nada de lo que ha sucedido puede hacerse p¨²blico. Tomar¨ªan represalias".
Hizo una pausa y volvi¨® a preguntar: "?Has dicho... versos?", y su cuerpazo se estremeci¨® de nuevo.
Una vez, en el despacho destartalado del embajador, Oda le agradeci¨® su hospitalidad.
"En pago, voy a agradecerte que no cuentes nada, que si alguna vez decidieras explicar todo eso en tus memorias, o donde sea, no hables nunca de mil. No quiero saber nada. Nada".
"Cuando usted quiera, se?or ministro. Por supuesto. Nada puede enturbiar nuestras relaciones. Sin lugar a dudas. Muy al contrario. Al contrario. A usted, a usted. Cierto. Cierto. ?sta es tambi¨¦n nuestra l¨ªnea de colaboraci¨®n. S¨ª, una buena advertencia. Coincido, se?or ministro. S¨ª. S¨ª. Estoy contento de saber que coincidimos una vez m¨¢s. Exactamente". Entre tantas manifestaciones de sentimiento, el embajador le gui?¨® el ojo a Oda. Sosten¨ªa el auricular del tel¨¦fono a una cierta distancia para asegurarse de que las estridencias guturales o la salivaci¨®n del ministro de Informaci¨®n no podr¨ªan llegarle. "Por supuesto. Naturalmente. No sabe c¨®mo se lo agradezco, se?or ministro. Yo tambi¨¦n prefiero esta especie de comunicaciones. Entre hombres de honor...", gui?¨® de nuevo el ojo a Oda y colg¨® el tel¨¦fono.
"Creo haberte aconsejado, querida, que dieras la m¨¢xima difusi¨®n a todo cuanto ha sucedido aqu¨ª. Al Gobierno de Kobarega no le inquieta la idea de que se conozca tu detenci¨®n e interrogatorio. Si no lo hab¨ªas comprendido as¨ª era porque quiz¨¢ me he expresado mal. A veces el lenguaje diplom¨¢tico se entiende excesivamente. Cu¨¦ntalo todo".
"?Todo?", repiti¨® Oda, aturullada; s¨®lo recordaba fragmentos, voces, rostros.
"Todo. S¨ª. Lo desean as¨ª por razones hist¨®ricas y de Estado, si es que eso tiene alg¨²n significado para ellos. Por mi parte, les he dado garant¨ªas de que as¨ª lo har¨¢s".
LA VOZ DEL DIRECTOR
Alguien llamaba a Oda por tel¨¦fono. La voz del director de La Voz de Caotania ten¨ªa el tono de alarma de quien no sabe si ha confiado la mejor noticia en las mejores manos. "La Embajada de Kobarega me ha informado de todo ahora mismo. ?Qu¨¦ est¨¢s haciendo en Kobarega?".
"El directorio revolucionario institucional de Kobarega quiere que lo cuente todo...", gimi¨® Oda, un poco llorosa.
"?Todo?". "Todo". "?Pero qu¨¦ ha sucedido?". "No..._ nada", dijo Oda, contagiada por el embajador.
"?Nada?", preguntaba Tergiversa, y las voces se perd¨ªan por la mara?a de las telecomunicaciones internacionales. "Piensa bien todo lo que debes decir, Oda. Sobre todo, piensa bien lo que has de escribir".
"Quieren que lo cuente todo, ?no es cierto?". La nueva pausa se atasc¨® de rumores, suspiros y crujidos como la crepitaci¨®n del paso de un r¨ªo de lava por un bosque.
?Me escuchas, Oda? No digas nada..., nada". "?Nada..., nada?". "Absolutamente nada. Luego ya me lo contar¨¢s todo. Absolutamente todo". "?Todo?". "No. No digas nada. Nada". "Nada". "Exacto". "Pero ellos quieren que lo cuente todo. Totalmente". "?Qui¨¦nes son ellos?". "El ministro de informaci¨®n, nuestro embajador...". "?Pero qu¨¦ quieren que cuentes si no ha pasado nada? No digas nada. ?Me oyes? Ya aclarar¨¦ yo cu¨¢l es la noticia, Oda. Toma el avi¨®n, no fuera cuesti¨®n que olvidaras todo lo que ha sucedido".
El alma c¨¢ndida de Oda se sonroj¨® intensamente: empezaba a suceder que iba olvid¨¢ndolo todo y que cada vez estaba m¨¢s convencida de que no le hab¨ªa pasado nada. Las ¨²ltimas horas en Kobarega fueron de una agitaci¨®n inesperada.
La avisaron desde recepci¨®n que el coche del embajador la esperaba. El embajador no pod¨ªa acompa?arla al aeropuerto, dijo el ch¨®fer, abriendo la puerta con una reverencia poco igualitaria.
DINERO Y LIBERTAD
El coche rod¨® a toda velocidad hasta un cementerio, en las afueras de la capital. "Aqu¨ª le espera un amigo", y la invit¨® a bajar del coche polvoriento.
Entraron en un mausoleo patricio. Bajaron una escalera de m¨¢rmol, hasta la puerta herm¨¦tica. El ch¨®fer puls¨® un timbre. El subterr¨¢neo del pante¨®n -donde antes se enterraban cad¨¢veres de la vieja estirpe colonial- era una enorme oficina. Una recepcionista les recibi¨® con diligencia. Entraron dentro por la gran catacumba donde repicaban los t¨¦lex, zumbaban las fotocopiadoras y las m¨¢quinas de escribir campanilleaban sin parar. Del fondo de la sala llegaba un negro de gran prestancia, que se dirigi¨® hacia Oda con los brazos abiertos.
"?Querida se?orita! Hemos o¨ªdo hablar tanto de usted... No s¨¦ c¨®mo podremos agradecerle que haya venido". Hablaba el caotan¨¦s con la pulcra dicci¨®n de un acad¨¦mico que no tiene obra suficiente como para justificar su pertenencia a la docta instituci¨®n.
"Comprendo su silencio. La sorpresa. La sorpresa, madre de la filosof¨ªa. Todo mercado necesita un rigor, una espina dorsal, una tutela moral, una filosof¨ªa. Un mercado negro es, en definitiva, un mercado. Esto que ve usted ahora es la bolsa secreta de Kobarega, y este humilde servidor es el s¨ªndico".
Con gesto augusto, indic¨® las pizarras y los marcadores de cotizaciones, mientras los tel¨¦fonos sonaban de forma incesante y una bater¨ªa de teletipos vomitaba papeles y cifras.
"La sala telef¨®nica de cotizaciones es una met¨¢fora de la confianza de nuestros corredores de bolsa. El volumen de contrataci¨®n aumenta de d¨ªa en d¨ªa. Actualmente, la tendencia general es alcista".
Muerte y comercio; codicia y vida: no es nuevo decir que los vicios privados hacen factibles los beneficios p¨²blicos.
"Aqu¨ª no hay peligro de crack. La esencia de la vida, y por tanto de la bolsa, es la producci¨®n y la distribuci¨®n de mercanc¨ªas. Hoy han subido dos puntos la destiler¨ªa clandestina de vodka y un trust de m¨¢quinas el¨¦ctricas de afeitar. Bajan todos los cosm¨¦ticos. Misterio".
La colmena org¨¢nica de aquella ex colonia instrumentaba el instinto de riqueza: virtudes y vicios ten¨ªan traducci¨®n precisa en aquella celda privilegiada de la colmena, donde el secreto era sagrado y el oro eterno ten¨ªa su unidad de vigilancia intensiva.
"El oro es la libertad", dijo el s¨ªndico de la bolsa, y sonri¨®, mostrando su dentadura de oro como prueba irrefutable.
"Contra la insidia del control, el oro es la verdad. Si hay oro, hay acci¨®n y riqueza. De la misma forma que si hay t¨ªos y sobrinos, ?c¨®mo no habr¨ªa de haber nepotismo?".
Quiz¨¢ el mercado negro aparece cuando,estado y sociedad significan vitalidades opuestas. Las amputaciones as¨¦pticas en la plaza p¨²blica y la flagelaci¨®n como castigo de la especulaci¨®n garantizaban el hero¨ªsmo: el capitalismo de Kobarega ten¨ªa un martirologio bien abigarrado.
"Ya sabe que la palabra clave es caliporita", dijo el s¨ªndico con una ancha sonrisa.
Las palabras ex¨®ticas excitaban a Oda: imagin¨® la caliporita como una hierba medicinal con prestigio de brujer¨ªa, hirviendo en la cabecera de las camas de los enfermos de las tribus ancestrales. La caliporita deb¨ªa ser como una piedra filosofal, pero vegetal.
"En 1958 nadie intervino en Kobarega. S¨®lo la naturaleza. De una parte, los coroneles del putsch, y de la otra, los independentistas, no eran m¨¢s que excusas para la naturaleza. Al cabo de una semana desnudaron al gobernador general de Kobarega y le hicieron besar los pies de quienes ahora son los miembros del directorio. Empez¨® el ¨¦xodo hacia la metr¨®poli. Los coroneles perdieron el control de las tropas. S¨®lo les quedaba el recurso del putsch: los militares, por instinto, tienden a ocupar los agujeros negros que va dejando la sociedad. Entonces fue desmantelado el banco industrial de Kobarega. Pura prestidigitaci¨®n. Luego llegaron las luchas entre tribus. Todo fue natural, irreversible, b¨¢rbaro. La llegada de los comisarios chinos ha sido como la entrada de los inspectores de abastos en el mercado. El camino definitivo es recuperar la tierra, a pesar de quien gobierne o quien mate. Esta tierra no puede ser improductiva: debe dar sus frutos invariablemente. El resto es accesorio. Todo existe para que sea colonizado, y la independencia, en definitiva, es una forma de ser colonia, aunque de otra ex colonia y ya no de un imperio. Pero la tierra jam¨¢s miente. El resto es literatura".
En el mon¨®logo del s¨ªndico de la bolsa secreta de Kobarega hab¨ªa la chispa visionaria de quien es capaz de destruir cualquier orden para retornar a un orden antiguo.
Cambi¨® el tono de voz y a?adi¨® con el tr¨¦molo del actor que en el tercer acto confiesa una paternidad inconfesable: "La salvaci¨®n est¨¢ en el asunto de la caliporita. Creo que nos hemos entendido perfectamente, se?orita Oda".
En el hotel, dudaba entre llorar o chillar, y en aquel instante son¨® el tel¨¦fono y le dijeron que el embajador de Caotania le esperaba para acompa?arla al aeropuerto.
EL REGRESO
Ya en el avi¨®n, Oda contempl¨® el esplendor de la selva de la isla de Kobarega, la tierra roja, los helechos como llamaradas azules, la jungla rumorosa, con una gran indiferencia por el hombre y por todas las civilizaciones condenads al tedio.
El director de La Voz de Caotania la esperaba en el aeropuerto. Oda la dijo que s¨®lo hab¨ªan hablado de poes¨ªa.
"Quieren que la noticia de tu detenci¨®n sea espectacular. Han llegado algunas fotos. En definitiva, quieren que t¨² hagas de cortina de humo. Existe la sospecha de que el Gobierno de Kobarega ha concedido el monopolio de la explotaci¨®n y distribuci¨®n de los yacimientos de caliporita a los chinos".
La palabra caliporita reson¨® vagamente en la memoria de Oda: le sorprendi¨® la fragancia de un recuerdo entre tumbas.
"Kobarega es el mayor proveedor de caliporita del mundo, y ahora va a parar a manos de los chinos. ?sta es la noticia que quieren tapar. El esc¨¢ndalo de tu detenci¨®n est¨¢ pensado para tapar el otro asunto. Me juego el cuello", dijo el director de La Voz de Caotania; rectific¨¢ndose el nudo de la corbata.
Oda tuvo la sensaci¨®n de que hab¨ªa o¨ªdo todo aquello en otro lugar, quiz¨¢ en el cine.
Tergiversa concluy¨®, cuando ya llegaban a la redacci¨®n del peri¨®dico: "En todo caso, no s¨¦ d¨®nde est¨¢ el capital del banco industrial de Kobarega, pero estoy convencido de que, como todo capital, est¨¢ en buenas manos".
A ¨²ltima hora de la noche Oda visit¨® a su abuela. La vieja dama, antes de dormir, tom¨® un trago de champa?a y dijo: "No veas tantos misterios. Los hombres no son misteriosos. El misterio no es nunca suyo. El misterio es del misterio. Los hombres que quieren ser misteriosos son, sencillamente, adolescentes insatisfechos".
Cuando el avi¨®n se hab¨ªa alzado desde el aeropuerto popular de Kobarega, el ronquido de los motores del aparato llevaba a Oda un sue?o extenuante en el que viajaba al centro de la tierra, donde encontraba un camarero de hotel que le ofrec¨ªa un libro con todas las hojas en blanco y luego le abr¨ªa la puerta de una sala llena de luz, donde jugaban a las cartas sus abuelas y Asard. En este sue?o, Oda no se otorgaba ning¨²n papel de protagonista, porque su ¨²nica funci¨®n era so?arlo en el avi¨®n, mientras, 7.000 metros m¨¢s abajo, el oc¨¦ano herv¨ªa de peces grandes que se com¨ªan a los peces chicos.
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