El ¨²ltimo valle
Son los postreros habitantes del valle desde que, un d¨ªa, gentes llegadas del Sur aparecieron dispuestas a perpetuarse en tierras de la monta?a de Le¨®n. El Madoz los describe en su tiempo, alude a sus cultivos hoy desaparecidos, y a su cultura y su modo de hablar, borrado por el paso de los siglos.Fue gente brava, poco amiga de aceptar vasallaje, capaz de hermanar violencia y firmeza cuando se trataba de defender la propia libertad. Siempre dispuestos a servir a su rey sin que ninguna jerarqu¨ªa anduviera por medio, supieron serle fiel en tiempos de guerra o paz, en los d¨ªas alegres o en los trances peores sin temores ni recelos. De todo ello queda poco hoy; tan s¨®lo alg¨²n recuerdo, un nombre, una costumbre y sobre todo cierto orgullo que asoma a las armas de piedra que adornan sus escudos. Su vida, su pasado, est¨¢ escrito por ellos a golpe de cincel para quien sepa y quiera entenderlos, unas veces, tal como fue, a lo largo y a lo ancho de su historia, mezcla de guerra y paz, de glorias y derrotas, un batallar constante en busca de un bienestar que se vio confundido en ocasiones con senderos de gloria. Su mundo fue un perdido sendero de gloria, casi siempre apuntando al cielo, desde sus primitivos ermita?os hasta hoy. Desde que tales tierras pasaron a ser dominios extranjeros dieron a su pa¨ªs santos, paladines, mercaderes y cl¨¦rigos, y en sus postreros d¨ªas, un aluvi¨®n de diputados empe?ados en multiplicar el patrimonio de donde sali¨® un d¨ªa la lengua que hablamos a un lado y otro del Atl¨¢ntico.
Mas el tiempo y los vientos han hecho borrar tales m¨¦ritos, dejando a la regi¨®n con los huesos al aire, viejos y carcomidos. Nuevas quimeras vinieron a sustituir a las primeras transformadas en un cansancio habitual que a ninguno interesa ya y que nadie utiliza como raz¨®n de ser, sino para ir pasando de las cosas mejores olvidadas, bajo un cielo que murmura de d¨ªa en tanto calla a la noche como las lechuzas, so?ando con peones, caballos y conquistas.
A los obispos y arciprestes los sustituy¨® gente de palma y bord¨®n camino de Compostela, devota del ap¨®stol en el sendero que segu¨ªan los peregrinos en la noche para rendir tributo a su se?or.
Con el tiempo, tales peregrinos se fueron transformando poco a poco, cambiando tambi¨¦n la vida en torno, convocando concilios, publicando litros, algunos de los cuales encerraban c¨¢nticos de llanto y de dolor. Y a¨²n no contentos con ello, pasaron el mar, llegando en sus continuos viajes hasta el mismo Jap¨®n.
All¨ª, tras los primeros m¨¢rtires, consiguieron un lugar en las universidades gracias a saber lo que su religi¨®n nunca les dio. Hoy vuelven convertidos en profesores de alumnos que hablan su lengua; aparte de ellos, de su ¨ªmpetu que todav¨ªa se mantiene irreductible, de tales ardores heredados, poco resta hoy; quiz¨¢ alguna voz, un monumento, un hombre, unas industrias incapaces de mantener poco m¨¢s que un molino solitario donde tiempo atr¨¢s nunca falt¨® hierro o harina. De sus castillos famosos y conventos rebosantes, apenas queda hoy alg¨²n que otra muro tenaz y cuarteado, rezumando humedad. El viento helado, el batallar constante de los siglos, barrieron a sus habitantes hacia las ciudades; el resto lo hizo el abandono de sus habitantes.
Una evidente incapacidad para la industria frente a su tradicional inter¨¦s para la ganader¨ªa hizo de estos pueblos trashumantes lugares de estancia desde marzo a noviembre.
De poco les sirvi¨® sus esfuerzos para hallar m¨¢s s¨®lidas ra¨ªces, otros empe?os, alzar chozos en los campos nuevos puntuales, como los meses del a?o, como relojes de sol en muros inamovibles y seguros. Cuando al cabo del tiempo se suprimieron los privilegios de la Mesta a¨²n ¨¦sta defendi¨® su paso lo mismo que sus corderos, y otras ventajas que los reyes les hab¨ªan concedido.
Viendo a d¨®nde fue a parar todo ello, dominio y poder¨ªo, se nota que fue in¨²til intentar alzar la frente en la dura contienda del mundo comercial.
Recordando sus esfuerzos no es dif¨ªcil calcular sus p¨¦rdidas y litigios en defensa de sus derechos.
En pago de todo ello, de tales renuncias y gloria, el pueblo en el que estos folios se escriben pas¨® de ser villa con plaza y horca a aldea de unos cuantos. vecinos detenida a la sombra de un sendero de luz.
Apenas se enfrenta a nadie ya, su generosidad de nada sirve ni en la guerra ni en la paz. A cambio de todo ello no tiene escuela ni m¨¦dico, ni cura que le ayude a pasar el trago amargo, ni m¨¦dico que cure sus heridas en sus contiendas sucesivas. La Prensa tampoco llega por culpa de las cadenas de monta?as que la tienen por siempre lejos de los dem¨¢s ajeno y dividido.
Tampoco tiene televisi¨®n, y en vez de alcalde, tan s¨®lo presidente. La que fue un d¨ªa trono rural, ni siquiera cuenta con tel¨¦fono, se gobierna como puede y le parece, sin que nadie recuerde que fue la primera democracia de Europa, se?ora de s¨ª misma y madre de leyes.
Los medios de comunicaci¨®n no existen, la cultura del ocio es s¨®lo una iron¨ªa a la que es imposible acudir para olvidar desgracias, y un camino trazado sobre el que hicieron los romanos le une al resto de lo que fue reino un d¨ªa, convertido en autonom¨ªa hoy.
Pensando en estas dos peque?as aldeas vecinas del lugar donde nacieron los Fierro, recordando sus millones hoy venidos a menos tambi¨¦n, se recuerdan las palabras tantas veces repetidas de aquel famoso maestre de Santiago, creaci¨®n inolvidable del famoso Anouil. Cierto d¨ªa el rey le pregunt¨® c¨®mo podr¨ªa pagar los servicios recibidos de un viejo conquistador. "Es f¨¢cil", respondi¨® el maestre, "s¨®lo es cuesti¨®n de hacerlo en la moneda que usan para tales empe?os los espa?oles". "?Qu¨¦ moneda es ¨¦sa?", pregunt¨® el monarca. Y respondi¨® el maestre: "La ten¨¦is a mano; esa moneda que digo con que los reyes pagan se llama ingratitud".
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