La homogeneidad nacional
Los peri¨®dicos del general Pinochet han anunciado que a partir de una fecha pr¨®xima en las plazas de Santiago profesores de cueca, especialmente destacados, ense?ar¨¢n a ejecutar nuestro ¨²nico y modesto baile folkl¨®rico nacional a quienes lo soliciten. De esta manera, en este septiembre nuestro, tradicionalmente caliente, especialmente cargado de los rumores m¨¢s ominosos, este a?o de 1985 florecer¨¢ nuestra alegre juventud bailarina destinada a decorar los porqu¨¦s con sus figuras de danza para distraer la mirada del despliegue de armas y el aumento de tropas -se llam¨® a los reservistas; ignoro si suceder¨¢ as¨ª todos los a?os por estas fechas; en todo caso, este a?o se ha hablado m¨¢s que otros del asunto y de la pesada parafernalia de las fuerzas del orden. En septiembre, aqu¨ª, todos los a?os la gente parece recordar la existencia de la pobre cueca, ya que ¨¦ste es el mes tanto de las efem¨¦rides patrias que conmemoran nuestra independencia nacional, como del 11, fecha en la que el presente Gobierno recuerda su instauraci¨®n en el poder. La cueca no es un baile que est¨¦ presente en nuestra conciencia nacional, pese a los denodados esfuerzos de algunos sectores por convencernos de que nos identifiquemos con ella. Con algo de desgarro, todos los a?os debe ser desempolvada, practicada, reaprendida para estas fechas, y su significado, sobre todo campesino-latifundista-colonial, tan remoto en el tiempo y la conciencia y el coraz¨®n, recordado con esfuerzo, y yo agregar¨ªa que con una mezcla de sentimientos en que hay m¨¢s de arrogancia defensiva que de placer. Que este a?o, por primera vez seg¨²n mis noticias, la cueca vaya a ser ense?ada por profesores en nuestras plazas es un curioso esfuerzo de las autoridades, bastante artificial por otra parte, para que este baile sintetice a la fuerza nuestros sentimientos patrios, y homogenice nuestro sentir nacional, tan dividido en este momento, pero que el cardenal Fresno parece estar uniendo con un acuerdo que deja afuera s¨®lo a los extremos cruentos del espectro pol¨ªtico. Los chilenos no tenemos gran vocaci¨®n para la homogeneidad. El Congreso Nacional, de tan gloriosa memoria, y cuya desaparici¨®n gran parte de los chilenos jam¨¢s dejaremos de lamentar, era la demostraci¨®n secular de que sabemos vivir dentro de lo heterog¨¦neo y contradictorio, de la subdivisi¨®n y el desacuerdo, siempre que exista un espacio legal para discutir las diferencias y ponernos o no de acuerdo sobre ellas sin necesidad de renunciar a nuestras particulares identidades ideol¨®gicas. Pero esto trae a la memoria otra cosa: que si bien en Chile la cueca no se ha mantenido en un alto lugar de la tradici¨®n popular para que todos los chilenos se identifiquen con ella creo que ni las clases m¨¢s populares ni las clases medias lo hacen, y no es fuente de mitos, ni de estilo, ni de idiomas, ni de personajes, como sucede, digamos, con el tango en Argentina o con las rancheras en M¨¦xico, el Congreso Nacional y nuestra intensa vida pol¨ªtica s¨ª eran instituciones con las que todos los chilenos nos pod¨ªamos identificar, espejo y encarnaci¨®n de nuestra identidad, fuente de nuestros verdaderos mitos, figuras e instancias de la leyenda.Existe cierta homogeneidad de los chilenos desde siempre.
Cuesta muy poco darse cuenta de que en el fondo somos todos iguales, y que las clases sociales que nos dividen son m¨¢s que nada accidentes de nuestra historia compartida, y s¨®lo sus personajes y posiciones en el tablero del dinero y el poder fluct¨²an con los a?os, los decenios, los siglos, aunque siguen siendo siempre los mismos. Aqu¨ª, por ejemplo, no existe una diferencia real en tre el pueblo indio/mestizo y el resto de la poblaci¨®n -como en Per¨², M¨¦xico, Bolivia, por ejemplo, con culturas distintas e idiomas e historias variad¨ªsimas-, pese a que es verdad que aqu¨ª se ha notado en los ¨²ltimos a?os un crecimiento de racismo que no tiene mucha base en nuestra realidad. Tampoco existen aqu¨ª grandes masas de hijos de inmigrantes, minor¨ªas nacionales como en Argentina y en Brasil, por ejemplo, que le dan a esas grandes capitales americanas una riqueza ¨¦tnica enorme, y el gran patrimonio de culturas dis tintas que van acumul¨¢ndose en una variedad de actitudes socia les y culturales que pintan, con su mezcla de colores, la fisonom¨ªa de esos pa¨ªses. La gran masa de los chilenos, en cambio, de todas las clases sociales, descende mos del mismo pu?ado de conquistadores y soldados y agricul tores, con un peque?o salpicado de ind¨ªgenas, de los siglos XVI y XVII. Los apellidos se repiten incansablemente, pese a ingredientes discretos de todas partes, que no han incidido en la vida cultural del pa¨ªs m¨¢s que a t¨ªtulo individual. Pocos de nosotros tuvimos una abuela gallega que nos habl¨® de las brujas de las R¨ªas Altas cuando ¨¦ramos ni?os, ni una madre que nos cont¨® las atrocidades contra los jud¨ªos perpetradas por los nazis, ni abuelos melanc¨®licos jugando con los naipes de N¨¢poles o G¨¦nova, o saboreamos las comidas k¨®sher o africanas o irlandesas. Tampoco probamos una cocina particular nuestra, es cierto, ya que la nuestra es bastante derivativa y dependiente de viejas cocinas europeas. Ni o¨ªmos la religi¨®n hispana transformada por su refracci¨®n en otras razas, ni cuentos que fueran distintos a los europeos. La gran masa de los chilenos procedemos de una cultura muy homog¨¦nea -no existen aqu¨ª ni siquiera las diferencias regionales que existen entre Murcia y Galicia, por ejemplo, entre Extremadura y el Pa¨ªs Vasco, ni variedad de idiomas, ni de trajes, ni de arquitectura-, enraizada en un remot¨ªsimo pasado colonial, y no tenemos el ingrediente formativo de culturas paralelas, de otros mundos culturales de los cuales extraer riqueza para la imaginaci¨®n, pre sent¨¢ndose como alternativa. La cultura popular no existe en este pa¨ªs como otra, es m¨¢s bien parte de la de todos, y a veces da pena, o m¨¢s bien rabia, cuando se ve a las autoridades tratando de inventar una. ?Resultado de, o causa de nuestra homogeneidad, que no necesita del cad¨¢ver de cuecas resucitadas a la fuerza, ni de trajes t¨ªpicos bastardos para existir, si se nos crea el espacio legal para que nosotros, los chilenos, todos m¨¢s o menos iguales, podamos disentir? Es curioso observar la inmovilidad de la literatura chilena que intenta retratar o recrear lo popular. En la literatura argentina, por ejemplo, el malevo, la muchachita "que dio aquel mal paso", el compadrito habitan v¨ªvidamente y con gran soltura las creaciones de Piazzola y Borges, de Susana Rinaldi y S¨¢bato, de Evaristo Carriego y del Turco As¨ªs, y es, en esencia, una literatura de tipos vivos que constantemente se recrean, pertenecientes al acerbo cultural de todos. Eso en Chile no sucede. No es que no tengamos una muy respetable literatura que refleja lo popular, pienso en Hijo de ladr¨®n, de Manuel Rojas, o en La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzm¨¢n, o en el enorme cat¨¢logo de nuestras novelas criollistas. Ninguna de ellas cre¨® tipos trascendentes ni us¨® tipos populares a quienes les dieron trascendencia, que habiten la imaginaci¨®n de los chilenos, como Mart¨ªn Fierro habita la imaginaci¨®n de todos los argentinos. Aqu¨ª, me temo, nuestra literatura por lo popular ha hecho cuando mucho una serie de catastros: catastros iluminad¨ªsimos son las Odas elementales, de Neruda, y en otros sentidos, toda una porci¨®n de su poes¨ªa; catastro es parte de la poes¨ªa de Pablo de Rokha; catastro y muy catastro son las novelas criollistas de Mariano Latorre, Marta Brunet y Durand; catastros en una especie de esfuerzo consciente, con algo de artificial como la resurrecci¨®n oficial de la cueca en este mes de septiembre, al que todo el mundo le tiene tanto miedo, por crear una separaci¨®n entre cultura popular y cultura de la otra. Entre nosotros hay una homogeneidad planteada, real: en nada se ha manifestado con tanta fuerza como en nuestro desaparecido Congreso Nacional, y en nada como en nuestro Congreso Nacional se ha manifestado nuestra capacidad de ser distintos los unos de los otros, sin ser otro, sin ser enemigos.
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