La anticivilizaci¨®n de las colas
LA CIVILIZACI?N de la cola -de la fila de personas que esperan y esperan para resolver sus asuntos o sus demandas- se va imponiendo, y es un mal indicio. En primer lugar, el de que alguien, con la autoridad que sea -principal o reflejada- obliga a algo en plazos que no puede cumplir por su parte. Esta estela de cometa que parte del n¨²cleo de una ventanilla -o similar- es la r¨²brica de una burocracia inepta, incapaz de resolver los problemas que plantea. Y que muchas veces se quita de encima arrojando al ciudadano de cola en cola, de ventanilla en ventanilla, de desatenci¨®n en desatenci¨®n.Las angustias de cada cola son cantidades heterog¨¦neas. No es comparable la presi¨®n sobre el extranjero presuntamente irregular al que las nuevas disposiciones ponen al borde de la frontera si no cumple unos requisitos que se le hacen imposibles mientras el tiempo se quema solo con la de quien espera conseguir entradas para un concierto que tiene que consumir porque est¨¢ revestido de todas las caracter¨ªsticas del acontecimiento. Otra medida tienen las de los que esperan matricularse en la Escuela Central de Idiomas, porque saben que es la ¨²nica que les puede dar un t¨ªtulo en una sociedad ansiosa de t¨ªtulos, y a un precio asequible, o la del Real Conservatorio. O la que se forma a la espera de poder entrar al recinto donde est¨¢ la exposici¨®n de Juan Gris. Hay distancias entre lo prescindible o lo imprescindible, y hay medidas de humillaci¨®n distintas.
El extranjero al que se va a disparar hacia un mundo exterior, alej¨¢ndole quiz¨¢ de un trabajo, o de un refugio, o de un amor, aplastado por la mentalidad de sospechoso que se desborda contra ¨¦l, tiene que tragarse muy bien su indignaci¨®n si quiere obtener algo; el que espera las entradas para cualquier d¨ªa del Festival de Oto?o puede, por lo menos, y aunque no le sirva de nada, clamar por la injusticia que supone la proclamaci¨®n de acontecimientos fulgurantes y ef¨ªmeros para gloria de quien se declara organizador, para los invitados que le felicitar¨¢n -y le ayudar¨¢n a ascender, si es que cabe- y para quienes pueden enviar servidores o utilizar influencias para sus entradas; m¨¢s atr¨¢s est¨¢n los que no pueden ni siquiera estar en la cola porque los precios no les son asequibles, a pesar de que les obligan a pagar parte de ellos en forma de impuestos.
Sin embargo, y pese al aspecto heterog¨¦neo y a la novela de cada cola, la unidad del vicio se hace por la misma medida, antes citada: alguien ofrece algo, o se dice prestador de un servicio, y en muchos casos lo impone como obligatorio, y no pone las medidas suficientes para cumplirlo. Es decir, no abre el n¨²mero de ventanillas preciso, no coloca tras ellas a los funcionarios suficientemente enterados de todas las complejidades del problema, no cuenta con los aforos para satisfacer las demandas, y atropella el tiempo y devora por s¨ª mismo los plazos a la medida de su comodidad; y hasta es capaz de exhibir con un cinismo que ¨¦l mismo ignora como un ¨¦xito aquello que ha supuesto una angustia para los dem¨¢s.
Todo esto tiene mucho de despectivo. Forma parte de un desd¨¦n por el otro. Ese desd¨¦n que s¨®lo percibe el que est¨¢ necesitado y tiene que esperar y esperar: en la sala de un dentista o de un m¨¦dico que da las horas seg¨²n su comodidad y las vulnera como quiere, en las oficinas del paro, en los centros de ense?anza, en las oficinas del documento de identidad... La civilizaci¨®n de la cola -que es una anticivilizaci¨®n- se va imponiendo en nuestro pa¨ªs como una muestra evidente del final del esp¨ªritu de servicio, de la noci¨®n del otro o de una forma desp¨®tica de la autoridad desensibilizada. Ser¨ªa preciso un esfuerzo p¨²blico y privado y una revisi¨®n clara de las normas de igualdad y de derecho: si no una revoluci¨®n ¨¦tica, por lo menos la contenci¨®n del desmoronamiento de uno de los sentidos de la sociedad, que es el de la atenci¨®n p¨²blica y el servicio mutuo.
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