Relato de un lusitano
Soy agente de ventas de una importante compa?¨ªa portuguesa exportadora de vino de Oporto. Vende tambi¨¦n vinos tintos a Francia que sirven para mezclar -coupage se dice en lenguaje enol¨®gico- con los caldos franceses y elevar un poco su grado de alcohol. Nos han hecho siempre gran competencia a estos fines los vinos espa?oles, pero en el a?o a que me refiero -1937- la guerra civil del pa¨ªs vecino hab¨ªa dejado el mercado a nuestra merced y mi trabajo fue relativamente f¨¢cil. Esta profesi¨®n de viajante, siempre danzando de aqu¨ª para all¨¢, es dura y no permite descanso, pero en aquel a?o los cosecheros bordeleses nos recibieron con los brazos abiertos al escasear el producto.Mi familia es conocida en Portugal porque mi abuelo, Pedro de Caeiro, hab¨ªa sido director de O Tempo, un peri¨®dico que, bajo su direcci¨®n, lleg¨® a ser en mi pa¨ªs el mejor y m¨¢s influyente de su tiempo. Mi abuelo ten¨ªa buena pluma y buen coraz¨®n, y si lo primero es muy conveniente para un periodista, lo segundo no lo suele ser tanto. Una Prensa influyente es siempre una f¨¢brica de odios y enemistades no s¨®lo entre los que resultan calumniados por error o mala fe -lo que ser¨ªa comprensible-, sino muy particularmente en aquellos a quienes duele que se les diga la verdad de su canallada o falsa postura, y no digamos de los plum¨ªferos a quienes se les devuelve un art¨ªculo impublicable. Mi abuelo tuvo que retirarse m¨¢s bien joven, cansado de las injurias, ataques e incomprensiones de esos humillados y ofendidos.
Mis padres, un ingeniero y la hija del pr¨®cer periodista, murieron en un accidente de ferrocarril cuando yo ten¨ªa tres a?os, y mis abuelos me recogieron en su casa con un aya de Coimbra que fue mi verdadera madre. Ya retirado mi abuelo del peri¨®dico, la vida en aquel hogar era modesta y hasta pobre, y cuando desapareci¨®, los escasos caudales de mi abuela dieron s¨®lo para que yo terminase el bachillerato, pero no pudiera pensar en ninguna carrera universitaria. As¨ª que por influencia de un antiguo compa?ero de mi padre entr¨¦ en la empresa de vinos donde estoy; hay que decir que con alegr¨ªa, pues me atra¨ªa ganar ya algo y la perspectiva de andar y ver los caminos del mundo, en lugar de quedarme sin sueldo ni quehacer alguno.
Pero en los cinco a?os que con viv¨ª con mi abuelo, de los tres a los ocho -sobre todo los tres ¨²ltimos, en que me daba m¨¢s cuenta de las cosas-, estuvimos abuelo y nieto muy unidos, pendientes el uno del otro. Mi abuelo, que no ten¨ªa ya ninguna obligaci¨®n concreta y que hab¨ªa clausurado la pluma -que tanto hab¨ªa utilizado antes, sin duda por un sentimiento similar a la aced¨ªa de los monjes en el monasterio-, se dedicaba a leer cuanto le ca¨ªa encima o a releer los tomos de su excelente biblioteca. Guardo algunos libros de ella, pero la mayor parte tuvo que venderla mi abuela para pagar las deudas del entierro, que ella quiso hacer solemne y lujoso, como ¨¦l se merec¨ªa, y al que acudi¨® toda Lisboa: los amigos verdaderos que a¨²n le quedaban, sus muchos admiradores como escritor y seguramente varios de sus enemigos, arrepentidos quiz¨¢ de haber juzgado mal a un hombre que hab¨ªa pr¨®curado siempre ser veraz e imparcial. En aquellas largas tardes que pas¨¢bamos juntos en su despacho, me le¨ªa o contaba cuentos y, a ratos, me hac¨ªa tocar -lo que a m¨ª me divert¨ªa mucho- los rollos perforados que mov¨ªan con el viento las teclas de la pianola. Fumaba constantemente una pipa que aculataba de cuando en cuando, sentado a horcajadas en una silla jineta, resto de una antigua tertulia, apoyando sus brazos en el capiton¨¦ delantero, que se abr¨ªa como una caja conteniendo todos los utensilios y materiales del fumador de pipa: picadura, cerillas, cucharillas, baquetillas de algod¨®n para limpiar las cachimbas, etc¨¦tera. Ten¨ªa una gran colecci¨®n de ellas, que usaba indistintamente, pero la preferida era una alazana de madera de s¨¢ndalo en forma de S, porque dec¨ªa, enga?¨¢ndose a s¨ª mismo, como todos los fumadores, que el humo tardaba m¨¢s en llegar y perd¨ªa nicotina en el camino. As¨ª le dej¨¦ una noche la ¨²ltima vez que le vi, porque en la madrugada siguiente muri¨® y el aya no me dej¨® entrar a verle cad¨¢ver. ?Cu¨¢nto llor¨¦! y cu¨¢nto le he recordado despu¨¦s con su barba gris, su chaqueta de punto de lana, paseando arriba y abajo del largo pasillo con las manos a la espalda. A veces se paraba y exclamaba en voz alta: "?Qu¨¦ imb¨¦cil!" o "?Qu¨¦ canalla!", que a m¨ª me dejaban entre curioso y asustado y que deb¨ªa corresponder a gentes de esa condici¨®n voceada que surg¨ªan en sus meditaciones. Porque mucho despu¨¦s de que pasen las cosas malas que nos pasan es cuando entendemos al fin por qu¨¦ ocurrieron y de qui¨¦n fue la culpa, sin excluir a uno mismo.
Pues bien: el a?o 1937 yo estaba en Bayona de Francia esperando tomar el tren para regresar a mi pa¨ªs. Hac¨ªa poco se hab¨ªa reanudado la l¨ªnea espa?ola por Burgos y Ciudad Rodrigo, cortada por la guerra civil. Los asuntos me hab¨ªan ido muy bien, el d¨ªa era radiante y me sent¨¦ en la terraza del hotel Bordeaux, en la plaza que hay delante de la estaci¨®n. (Las estaciones de ferrocarril son para m¨ª, con frecuencia, fuente de esperanzas y de cambios en la vida.) Miraba hacia el r¨ªo Adour cuando vi avanzar en mi direcci¨®n, viniendo del muelle Lesseps, un viejo que caminaba lentamente con las manos cruzadas a la espalda. Se detuvo en la acera enfrente de la que yo estaba, porque el tr¨¢nsito de veh¨ªculos era tupido en ese momento, y me mir¨®. Yo le mir¨¦ tambi¨¦n: ?era mi abuelo! No cab¨ªa duda: su misma barba, su misma pipa y su mismo gesto al cogerla y echar el humo. Me levant¨¦ de un salto y nos reconocimos. Me sonri¨® dulcemente un largo rato -?ser¨ªa medio minuto?-, y al despejarse la calzada cruz¨® tranquilamente a cinco pasos de donde yo estaba, inm¨®vil de asombro, y fue hacia la contigua plaza de la Rep¨²blica. Reaccion¨¦, fui en pos suyo, pero un cami¨®n se cruz¨® en mi camino, y cuando quise seguir hab¨ªa desaparecido.
Para m¨ª no cab¨ªa duda: aquel transe¨²nte era mi abuelo Pedro, mi querid¨ªsimo abuelo, que hab¨ªa muerto en Lisboa una noche de diciembre hac¨ªa 17 a?os. No era un fantasma ni un aparecido. Era un resucitado; esto es, un hombre vivo que hab¨ªa muerto antes. Nunca he dudado de que existe un Ser Supremo para que la vida tenga sentido, la luz no se confunda con la sombra, el bien se distinga del mal y, sobre todo, para que los tontos, como Teixeira, mi colega de la oficina, se enteren alg¨²n d¨ªa de que lo son. Pero imagino a ese Dios como incognoscible, inasequible, distante, que s¨®lo alguna vez deja su divina huella en alg¨²n raro acontecimiento, como el que yo estaba viviendo. Aquel anciano era mi abuelo, que hab¨ªa regresado a este mundo... ?Dios sabr¨¢ por qu¨¦! Y como le hab¨ªa querido tanto, me sent¨ª acongojado por el tremendo misterio de la vida y por no haber podido apretarme contra sus pantorrillas como hac¨ªa de peque?o. Y record¨¦ aquel poema de Tagore que ¨¦l me recitaba: "?Qu¨¦ ganas tengo de ir a la otra orilla del r¨ªo!". Pero d¨¢ndome cuenta de que se hac¨ªa tarde, tom¨¦ la maleta y me dirig¨ª a la estaci¨®n.
Este el relato que un portugu¨¦s amigo m¨ªo encontr¨® entre papeles familiares. Y pareci¨¦ndome curioso, aqu¨ª lo he traducido.
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