Or¨ªgenes ap¨®crifos
A los novelistas jam¨¢s parece bastarles la realidad de sus propias vidas: tienen necesidad de ampliarlas, adornarlas, hacerlas m¨¢s tr¨¢gicas, m¨¢s heroicas, invent¨¢ndose or¨ªgenes espectaculares y un futuro relacionado con la gloria y (especialmente en Am¨¦rica Latina, donde es tradici¨®n) con el poder pol¨ªtico. Escribir parece no ser suficiente para el escritor, como si el oficio no le gratificara completamente. La imaginaci¨®n no queda satisfecha ni con la obra ni con esa misteriosa biograf¨ªa sumergida que hay en la secuencia de s¨ªmbolos en las obras de un mismo novelista. Existe otra biograf¨ªa m¨¢s, que es su biograf¨ªa social, qui¨¦n fue y quiso ser o se imagin¨® ser, cu¨¢l o cu¨¢les fueron las m¨¢scaras de identidad que se le ocurri¨® llevar por el mundo, de qui¨¦n se disfraz¨® para alternar con sus semejantes.La verdad es que los grandes novelistas del siglo pasado y comienzos de ¨¦ste parecen haber tenido una identidad social bastante endeble, y siempre tuvieron que estar apuntal¨¢ndola con leyendas respecto a s¨ª mismos. S¨®lo en raros casos el novelista pod¨ªa identificarse plenamente con una clase social definida y satisfactoria: la fantas¨ªa de gran parte de los novelistas decimon¨®nicos es que pertenec¨ªan a una clase social superior a la de su origen, y para adquirir dignidad montaban un carnaval de pretensiones para simular y hacer creer que pertenec¨ªan a una clase social admirada (en alg¨²n caso, inferior). Quiz¨¢ s¨®lo Tolstoi (y en menor grado Turguenev) eran arist¨®cratas indiscutibles que se asumieron como tales, aunque sus p¨¢ginas est¨¦n llenas de cr¨ªticas a su clase. La aristocracia -o sus equivalentes en los pa¨ªses donde las clases altas no tienen derecho a esta denominaci¨®n- jam¨¢s ha sido pr¨®diga en la producci¨®n de novelistas, que parece ser m¨¢s bien una profesi¨®n reservada a la clase media. Y por otro lado, fuera de D. H. Lawrence (aunque Chejov nunca desconoci¨® haber nacido del pueblo), escas¨ªsimos autores de prosa de ficci¨®n fueron de origen popular: Dickens minti¨® bastante respecto a su origen, que fue menos modesto que el que aparent¨® para identificarse con las clases sociales m¨¢s bajas. Pero la ambig¨¹edad del origen social, la identidad social endeble que el autor generalmente sinti¨® como un menoscabo, como en los casos de Balzac, Virginia Woolf, Proust, George Sand, Dostoievsk?, Jane Austen, Gogol y hasta el ol¨ªmpico V¨ªctor Hugo, que en buenas cuentas se invent¨® un t¨ªtulo de bar¨®n, para nombrar s¨®lo unos cuantos, hace que las actitudes sociales de muchos novelistas sean lo que en Chile suele llamarse personalidad de si¨²tico: es decir, personas que, pertenecientes a los distintos grados de la clase media, no se conforman con serlo, produciendo en forma positiva a veces el rencor sangriento de un Stendhal, o la sensibilidad de Proust, o posturas y arribismos rid¨ªculos: lo cual no disminuye la estatura de estos creadores, porque los creadores no tienen por qu¨¦ ser fuertes, sino que pueden ser, y la mayor¨ªa lo han sido, fallados, fr¨¢giles y contradictorios.
Esta observacion podr¨ªa quedar hasta cierto punto confirmada si uno piensa que el gran tema de la novela decimon¨®nica es el del cambio de clase social de? h¨¦roe, desde nuestro Mart¨ªn Rivas, de Blest Gana, hasta Les illusions perdues, de Balzac; desde A la recherche du temps perdu, de Proust, hasta Great expectations, de Dickens, o Vivian Grey, de Disraeli. Sin su ambici¨®n, su orgullo y su menoscabo de provinciano arribista que no se conforma con serlo, Stendhal no nos hubiera dado Le rouge et le noir. Sin que Virginia Woolf sufriera porque su padre hac¨ªa viajar a la familia en segunda clase, y que en la casa paterna hubiera sirvientes femeninas, pero ning¨²n sirviente masculino como en las casas nobles, jam¨¢s hubiera sentido la necesidad de escribir el Orlando. El padre de Dostoievski se pas¨® la vida consiguiendo que el zar le elevara a la categor¨ªa de noble. Y el deslumbramiento que provoc¨® en Balzac la feudal madame Hanska determin¨® que en sus ¨²ltimos a?os tolerara a esta arp¨ªa. Creo que es tal la necesidad de producir en sus vidas un desequilibrio, una marginalidad social, que a menudo los novelistas lo buscan. Los que pertenec¨ªan a una estructura, como Tolstoi, se disfrazan de mujiks y hacen peregrinaciones a pie -seguidos de criados, como el conde, llevando viandas en una carroza- para expiar sus privilegios. O producen el desequilibrio intuido como necesario, como en el caso de Henry James, expatri¨¢ndose en Europa para adquirir all¨ª el aguzado ojo del marginal: alguien le defini¨® como "un americano enamorado de una balaustrada". O se llega a la marginalidad y al desequilibrio a trav¨¦s de la mala situaci¨®n econ¨®mica, como Melville, que era una arist¨®crata neoyorquino, o gracias al alcohol, como Poe. Esta fragilidad, esta marginalidad del que aspira a ser socialmente m¨¢s que lo que es y no puede ilustra un poco, dir¨ªa yo, lo que Pasteur dijo de los fen¨®menos naturales: "L'assimmetrie fait le ph¨¦nom¨¨ne". Es raro el novelista que en el siglo pasado no haya sentido esta assimmetrie, porque lo social era de la mayor importancia, y llega a nosotros como la gran met¨¢fora decimon¨®nica: si hay seguridad, no hay posturas, exageraciones, mentiras, defensas, orgullos heridos que produzcan le ph¨¦nom¨¨ne.
Ya no vivimos en un mundo en que estas assimmetries sociales importen o produzcan angustia: son un tema pasado de moda. Recuerdo que al intentar ense?ar a un grupo de muchachos de Iowa un seminario sobre Proust, mi escollo fue la dificultad de hacerles comprender la fuerza del esnobismo social. ?Qu¨¦ sucede entre los novelistas latinoamericanos contempor¨¢neos en este sentido? ?Hay alguno que sienta y utilice la fragilidad de la identi-
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dad social? Tal vez estamos todav¨ªa demasiado cerca de todo eso para poder juzgarlo. En Argentina, sin embargo, se ve ese fen¨®meno un poco m¨¢s claro: Borges pertenece a un mundo social vagamente parecido al de Virginia Woolf, y repetidamente (y con la mayor altura y dignidad) hace frecuente menci¨®n de sus mayores como para que no olvidemos su existencia. M¨²jica Lainez, seg¨²n entiendo, pertenec¨ªa al cogollito proustiano por su madre, aunque entiendo que no tanto por el padre, y esta assimmetrie hac¨ªa que fuera curioso o¨ªrle reiterar en entrevistas y conferencias en Europa que ¨¦l pertenec¨ªa a lo m¨¢s granado de Argentina. La fragilidad social de Mallea le hizo naufragar en el proceloso punto de los oropeles de Victoria Ocampo hasta que una nueva generaci¨®n le redescrubra (y hay se?ales). En S¨¢bato se trasluce en cada p¨¢gina de Sobre h¨¦roes y tumbas, donde esta assimmetrie proporcional parte del deslumbramiento y la mitolog¨ªa. Y Cort¨¢zar, como Henry James, hizo fr¨¢gil su identidad social expatri¨¢ndose. No s¨¦ si ser¨¢ muy aventurado proponer que tal vez la gran calidad de la prosa de ficci¨®n argentina de esa generaci¨®n se deba un poco a lo perturbadora que fue para esos escritores lo endeble de su identidad social, y que tal vez por eso la prosa de ficci¨®n argentina sea superior a la chilena, donde las identidades sociales fueron siempre tan f¨¢cilmente asumidas; los novelistas de clase alta: Orrego Luco, Edwards Bello, Jenaro Prieto. Y los relacionados con el sector popular, que nunca sintieron problemas en ese sentido: Manuel Rojas, Francisco Coloane, Nicomedes Guzm¨¢n.
En la poes¨ªa tambi¨¦n se da el fen¨®meno, pero de otra manera y con menor frecuencia: el caso de Rilke, por ejemplo, y c¨®mo disimul¨® su origen mediocre con parentescos nobles o daneses, y busc¨® toda la vida la compa?¨ªa de princesas, inventando leyendas sobre s¨ª mismo. Y, claro, el amigo Lautr¨¦amont. Es curioso, sin embargo, que en Chile y en la poes¨ªa este fen¨®meno se d¨¦ de otro modo: en el caso de nuestros dos poetas mayores, Pablo Neruda y Gabriela Mistral: Neftal¨ª Reyes, uno; Lucila Godoy, la otra. Se sospecha que en ambos casos existi¨® un ligero y muy perdonable fraude en el sentido de que hasta cierto punto ambos fabricar¨¢n or¨ªgenes ap¨®crifos. Es verdad que ninguno naci¨® en cuna exaltada, pero se murmura hoy que tampoco es verdad que nacieran en el pueblo tan pueblo como aquel con el que quisieron identificar sus imaginaciones y sus voluntades. El cambio de nombre es bastante sugerente.
Pero, claro, eso es bastante corriente entre los escritores, jam¨¢s satisfechos con su nombre, ni con su nacionalidad, ni con su clase social, ni con su sexo, todas formas de asimetr¨ªas que de cierta manera hicieron el fen¨®meno. Por algo George Sand asumi¨® nombre masculino no s¨®lo para esconder y chocar con su asimetr¨ªa y asumir su marginalidad, sino que, insatisfecha con su origen, ten¨ªa que remontarse por muchos meandros geneal¨®gicos para llegar a su bisabuelo, el mar¨¦chal de Saxe. No fue la ¨²nica: su amiga Marie d'Ago?lt, el amor de Liszt y madre de la que despu¨¦s fue Cosima Wagner, escribi¨® novelas muy populares en su tiempo bajo el nombre masculino de Daniel Stern. Y una de las grandes inteligencias inglesas del siglo pasado, George Eliot, era en realidad una mujer (famosa en su tiempo por ser la m¨¢s fea de Inglaterra), llamada Mary Ann Evans: en este caso, el hecho de ser mujer, y fea e inteligente adem¨¢s, era una forma extrema de asimetr¨ªa, que era necesario compensar con un nombre masculino.
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