La dificultad de Europa
LA 'CUMBRE' de la Comunidad se re¨²ne hoy en Luxemburgo, despu¨¦s de un intento fundamentalmente frustrado de los ministros de Asuntos Exteriores de desbrozar el camino a sus jefes de Gobierno y de Estado para el estudio de algunas cuestiones sin salida. A grandes rasgos, es un imperativo reformar la CEE en el sentido de dotarla de verdaderas competencias supranacionales, pero existen todav¨ªa resistencias nacionales para progresar en esta direcci¨®n y unas diferencias de puntos de vista que se traducen en matices hasta ahora sin conciliar. La clave reside, principalmente, en dos instituciones conceptuales estrechamente unidas: el Mercado Com¨²n y el Parlamento Europeo. Se tratar¨ªa de que en un plazo de siete a?os este grupo de 12 naciones suprimiera fronteras f¨ªsicas, con la consiguiente liberaci¨®n del paso y establecimiento de personas en ellas, y con un intercambio libre de mercanc¨ªas y capitales, todo lo cual requiere una previa supresi¨®n de barreras directas e indirectas: administrativas, fiscales o de normas aplicables al consumo. Para administrar, legislar y decidir sobre este enorme territorio com¨²n, el Parlamento Europeo necesitar¨ªa disponer de unas prerrogativas equivalentes a las que ahora tienen los Parlamentos nacionales, sin que se vislumbre un horizonte en el que semejante paso de gigante en la construcci¨®n de Europa, fuera posible.Pr¨¢cticamente, esto conlleva un regreso a la utop¨ªa inicial. Se trata, en definitiva, de ir a la reforma del Tratado de Roma, pero en realidad ese objetivo se encuentra inscrito en el esp¨ªritu original del tratado y se representa enteramente en el propio nombre de Comunidad. Lo que habr¨ªa que reformar ahora es algo de la letra, y en cambio mucho de lo legislado despu¨¦s con car¨¢cter restrictivo. La crisis econ¨®mica que ha padecido Europa en los ¨²ltimos 10 a?os ha incrementado la inclinaci¨®n al proteccionismo; las burocracias han cristalizado en regulaciones y aparatos administrativos que obstaculizan la flexibilidad y la adaptaci¨®n empresarial. El enorme desaf¨ªo econ¨®mico a que hace frente ahora Europa, con Estados Unidos y Jap¨®n en una clara ventaja tecnol¨®gica, obliga a no demorar m¨¢s los pasos hacia una integraci¨®n completa. Un mercado realmente ¨²nico y europeo, capaz de estar orientado por una misma pol¨ªtica econ¨®mica, es una exigencia inaplazable. En el proyecto que hace 30 a?os, a la firma del Tratado de Roma, pod¨ªa vislumbrarse un componente rom¨¢ntico, hoy s¨®lo puede verse una necesidad. M¨¢s a¨²n, la falta de una debida coherencia entre los Gobiernos hace a Europa m¨¢s vulnerable a los designios pol¨ªticos de la primera potencia occidental. No habr¨ªa modo, pues, a estas alturas, de distinguir en los argumentos a favor de una mayor integraci¨®n lo que corresponder¨ªa a las razones de tipo pol¨ªtico, econ¨®mico o social.
La coincidencia te¨®rica en este planteamiento es total., Pero un cat¨¢logo de conflictos sigue atascando el proceso integrador. Los ministros de Asuntos Exteriores han levantado recientemente acta de los problemas dom¨¦sticos de cada Estado miembro. Hay. amplias diferencias de lo que llamar¨ªamos en t¨¦rminos generales riqueza y pobreza, que se traducen en distintos niveles tecnol¨®gicos. Existe todav¨ªa una tenaz defensa de cada moneda, sigue sin resolverse la batalla sobre el reparto de contribuciones y hay en los programas m¨¢s nuevos una perturbadora mezcla de temas de defensa e innovaci¨®n cient¨ªfica. En cuanto al Parlamento, hay ya un punto de partida hostil: los reunidos en Luxemburgo entienden que debe mantenerse la fuerza del Consejo de Ministros frente a la de los parlamentarios, y cada pa¨ªs teme que la mayor¨ªa pol¨ªtica del Parlamento Europeo sea de tonalidad distinta a la suya nacional en un momento dado. Es posible, pues, que la modificaci¨®n llegue a hacerse en un t¨¦rmino medio, llamado ahora cooperaci¨®n entre el Parlamento y el Consejo de Ministros, aunque hay que convenir en que la cumbre de Luxemburgo se presenta sin ni siquiera un planteamiento v¨¢lido y com¨²n para que ese objetivo, nada ut¨®pico, parezca hoy d¨ªa viable. En su defecto se puede arbitrar una reforma puramente cosm¨¦tica que har¨ªa mas mal que bien a la so?ada europe¨ªsta.
La posici¨®n espa?ola ante estas reformas es ambigua. Por una parte, el presidente del Gobierno -que est¨¢ ahora en Luxemburgo- se mostr¨® claramente partidario de que el Parlamento tenga mayores poderes y sus decisiones se tomen por mayor¨ªa absoluta -sin admitir el derecho de veto- en la conferencia que pronunci¨® recientemente en el Colegio de Europa, pero, por otra, pone reparos a la apertura f¨ªsica de las fronteras por miedo a la difusi¨®n de una trilog¨ªa delictiva: terrorismo, criminalidad y drogas. Es muy posible que esos delitos hayan abolido por s¨ª mismos todas las fronteras hace mucho tiempo y no merezca la pena subrayar esos temores. Para Espa?a, en cambio, la fluidez en los pasos entre pa¨ªses supondr¨ªa una favorable circunstancia en cuestiones de migraci¨®n. Por a?adidura, Espa?a, que muestra ya su angustia por la presi¨®n comunitaria que deba soportar, pretende la permanencia de un cierto proteccionismo respecto a algunos de sus productos, incluso m¨¢s all¨¢ de los plazos de adaptaci¨®n se?alados y utilizando para ello no ya las barreras arancelarias, sino distintas normas o regulaciones entorpecedoras que han de cumplir algunas mercanc¨ªas.
Lo que se puede esperar de la conferencia de Luxemburgo no es, por tanto, demasiado para cambiar cualitativamente el estado de fragmentaci¨®n europea. La llamada arterioesclerosis de Europa, su decadencia relativa, reclama con urgencia soluciones pol¨ªticas y econ¨®micas inexorablemente inspiradas en un creciente entendimiento supranacional. El peso de siglos de guerras, la fuerza de la constituci¨®n de las nacionalidades y el miedo a la p¨¦rdida de identidad son fuerzas que impiden esperar cambios espectaculares, pero, con todo, cualquier paso aut¨¦ntico, por peque?o que sea, desde Luxemburgo hacia una Europa unida ser¨¢ siempre bienvenido.
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