La era risue?a
La cultura degenera en espect¨¢culo burlesco, la trivialidad sofoca los gritos de socorro y nadie alzar¨¢ las armas contra un mar de diversi¨®n. As¨ª se pronuncia N. Postman en un art¨ªculo sobre la televisi¨®n norteamericana, y no es el ¨²nico estudioso que da por cumplida la profecia huxIeyana del mundo feliz. Lipovetsky afirma que nuestra "sociedad humor¨ªstica" ha disuelto la trascendencia cr¨ªtica del humor moderno en jocosidad medioambiental. Valdr¨ªa la pena contrastar estos diagn¨®sticos con los textos ya cl¨¢sicos de Breton en favor de las virtualidades subversivas del humorismo, "revuelta superior del esp¨ªritu". O con el todav¨ªa m¨¢s remoto elogio de la iron¨ªa, "libertad verdadera", que nos leg¨® Proudhon: "Eres t¨² quien me libera de la ambici¨®n del poder, de la esclavitud de los batallones, del respeto de las costumbres, de la pedanter¨ªa de la ciencia...".El pasado decenio conoci¨® el reverdecer de la consigna proudhoniana: desde las barricadas del 68 hasta el punk o el movimiento indio-metropolitano se alent¨® la nueva contestaci¨®n por la iron¨ªa, la parodia y el sinsentido. El humorismo podr¨ªa ser a¨²n la herramienta del sabotaje simb¨®lico a la seriedad del "discurso dominante". Pero, tr¨¢gico destino contestatario, hasta el m¨¢s ingenuo neodada¨ªsta de los setenta sospechaba que las instituciones y los dispositivos discursivos que serv¨ªan de blanco hab¨ªan dejado a su vez de ser serios. La trama social ya dispuesta para la urdimbre inform¨¢tica, el mercado atento a toda diferencia susceptible de una recodificaci¨®n que la tornara consumible (e indiferente), acogen y diseminan la contestaci¨®n par¨®dica como otro ingrediente m¨¢s de esa revoluci¨®n cultural sillenciosa que ha consistido en el agotamiento del sentido. El sentido, la verdad, el valor no eran finalmente sino obst¨¢culos residuales interpuestos por la herencia moderna al proyecto tardocapitalista de operatividad e intercambiabilidad ilimitadas.
Las subculturas par¨®dicas no han sido propiamente culturas de resistencia. Conscientes del espejismo de su propia identidad, fraguada en la especulaci¨®n ubicua de los mass media, no aspiraban tanto a un contrasentido cuanto al exacerbamiento ad nauseam de su misma naturaleza simulatoria.
MET?FORA DE LA ANARQU¨ªA
Parodias de parodias, representaciones de segundo grado, las subculturas juveniles de los setenta, se?ala Hebdige, no significan anarqu¨ªa, sino met¨¢fora de la anarqu¨ªa. M¨¢s que sentido han introducido ruido sem¨¢ntico en el circuito massmedi¨¢tico, interferencias en el flujo de las representaciones masivas.Pero ruidos e interferencias no son meras perturbaciones. Son m¨¢s bien la reserva de signos potenciales de una sociedad que renueva vertiginosamente el material s¨ªgnico, una sociedad semiorr¨¢gica. Son el ambivalente pharmakos, a la vez veneno y remedio, de una cultura que sin dejar de fomentar el culto- a la originalidad y al abandono de toda constricci¨®n axiol¨®gica y est¨¦tica, promulve la superfluidad (o superfluidez) y la equivalencia de todo nuevo contenido. El ruido se transmuta en mensaje, y viceversa. Las contestaciones par¨®dicas nacen y mueren en el mismo acto de su puesta en circulaci¨®n masiva. Bautizo y funeral del punk: en 1977 Cosmopolitan presentaba la colecci¨®n de moda punk de Zandra Rhodes bajo el lema To shock is chic.
As¨ª, la contestaci¨®n par¨®dica ha venido a incrementar la trivialidad jocosa de los discursos masivos. El humor, el talante l¨²dico y desenfadado, parecen hoy un estilo oficial de la cultura, equiparables a la seriedad circunspecta del discurso burgu¨¦s en la era moderna. No hay m¨¢s que advertir la jovialidad difusa de los medios, sobre todo de la televisi¨®n, el histrionismo de la intelectualidad (?qu¨¦ articulista, conferenciante o profesor puede esquivar la obligaci¨®n de ser chispeante?), el desenfado del arte, de la publicidad, la m¨²sica pop o la moda. EL PAIS, peri¨®dico serio por excelencia, incluye en las p¨¢ginas del semanario dominical su propia parodia: El Pa¨ªs Imaginario.
El humorismo es un nuevo componente de la normalidad conductal, un rasgo de la competencia social que puede ser exigido en multitud de profesiones y en casi todas las situaciones de encuentro social. La persona demasiado seria resultar¨¢ por lo general tan turbadora como no hace muchos a?os lo parec¨ªa la demasiado graciosa.
Ni la incredulidad ni la desesperanza ni el miedo al holocausto son pesadillas. Seg¨²n un conocido ensayista, la crisis se ha vuelto tan trivial que es casi nost¨¢lgica; y esto tambi¨¦n tiene gracia porque, como acert¨® a escribir Simone Signoret, la nostalgia tampoco es ya lo que era.
El humor grotesco del carnaval medieval era la alternativa popular a la cultura eclesi¨¢stica. Conforme al luminoso estudio de Batjin sobre la obra de Rabelais, el orden sublime del poder y de lo sagrado era invertido por la evocaci¨®n de la vida corporal y material, positivizada como fertilidad y potencia regeneradora. El excremento, el sexo, la comilona o la borrachera interven¨ªan en la fiesta como signos din¨¢micos del ciclo natural que abrocha lo vivo y lo inerte, lo alto y lo bajo.
A partir del Renacimiento, observa P. Violi, el humor abandona su corporalidad, se torna ideacional y discursivo, y se privatiza, en concordancia con la afirmaci¨®n progresiva de la hegemon¨ªa burguesa. El cuerpo, evacuado de su -valor simb¨®lico-grotesco, queda disponible: para su redefinici¨®n mec¨¢nico-productiva. La s¨¢tira de las instituciones y de los comportamientos pol¨ªticos, de la que J. Swift es el autor emblem¨¢tico, se desarrolla paralelamente al humor ling¨¹¨ªstico (de un Sterne, luego de Lear y Carroll), que a trav¨¦s del extra?amiento respecto al lenguaje denuncia tambi¨¦n el orden sociocultural que en ¨¦l se ha objetivado.
El empleo metaling¨¹¨ªstico o reflexivo del lenguaje forma parte del designio moderno de cierre de las representaciones sobre s¨ª mismas y de autonomizaci¨®n de lo social, que afecta a todos los ¨®rdenes de la vida: al econ¨®mico, por la liberaci¨®n de las trabas que la tradici¨®n impon¨ªa al desarrollo productivo; al pol¨ªtico, por la emancipaci¨®n de los fundamentos extrasociales del poder; al est¨¦tico, por el repudio de la exigencia de representar mim¨¦ticamente lo real, etc¨¦tera.
Rom¨¢nticos, simbolistas y surrealistas llegar¨¢n a la exaltaci¨®n de la transgresi¨®n humor¨ªstica sin dejar de fomentar la reflexividad, el repliegue del discurso sobre s¨ª mismo que en nuestros d¨ªas alcanza su ¨¦xtasis con la presentaci¨®n simult¨¢nea y sint¨¦tica de la parodia y lo parodiado.
Si el humorismo popular del medievo fue simb¨®lico y el humor moderno ha sido sat¨ªrico y metaling¨¹¨ªstico, la cultura de masas ha exarcebado su funci¨®n f¨¢tica o de contacto. El humorismo difuso de nuestros d¨ªas sirve al acondicionamiento de la atm¨®sfera social, a la fluidez de las operaciones de comunicaci¨®n y de consumo, a la disponibilidad de los sujetos para el devenir experimental de una sociedad que los quiere err¨¢ticos y vers¨¢tiles.
Tradicionalmente el chiste se alimentaba de la alteridad simb¨®lica. Desde Arist¨®teles sabemos que una fuente esencial del humorismo es la humillaci¨®n simb¨®lica del Otro: de la mujer, en los chistes verdes de los varones; del loco, entre los cuerdos; del extranjero, entre compatriotas; etc¨¦tera.
El humorismo de masas, empero, se desliza hacia la performatividad, es decir, hacia la mera designaci¨®n autorreferencial de la intenci¨®n humor¨ªstica. Algo es gracioso porque invita a re¨ªr, y no al contrario. Ning¨²n ejemplo es m¨¢s ilustrativo que las risillas programadas en los seriales humor¨ªsticos de la televisi¨®n: la respuesta conductal se ofrece simult¨¢neamente al est¨ªmulo que, en pura ortodoxia behaviorista, debiera desencadenarla. O dicho de otro modo, la pasi¨®n nos llega prefabricada en el mismo embalaje que la acci¨®n. Podr¨ªa pensarse que esta programaci¨®n pasional viene favorecida por el natural mimetismo de la risa, que como todo el mundo sabe es contagiosa. Es cierto, pero tambi¨¦n el llanto, el grito o el suspiro de alivio lo son, y hasta ahora, aunque quiz¨¢ s¨®lo de momento, los sonidos correspondientes no se sobrea?aden sistem¨¢ticamente a las bandas sonoras. A falta de las antiguas pla?ideras funerarias, la risa es el ¨²nico efecto pasional del que, mediante su programaci¨®n reglamentada, la sociedad televidente trata de vacunarnos.
No es de extra?ar, porque la risa, y m¨¢s la risotada, es una bestia ind¨®mita. La carcajada remite siempre a un cuerpo insumiso, a la violencia potencial de la m¨ªmesis y a la desintegraci¨®n. Su domesticaci¨®n es una condici¨®n para el imperio de la sonrisa, que se debe al intelecto y al ritual. A fin de cuentas, el humor f¨¢tico de la cultura de masas no es sino la met¨¢stasis masiva de la sonrisa forzada del cumplido.
El humorismo difuso, se?ala Lipovetsky, transforma la divisi¨®n social en gadget y frivolidad, es un rasero para las diferencias residuales de sentido: entre realidad y ficci¨®n, entre trascendencia y contingencia, entre vida y espect¨¢culo.
BUENOS MODALES
La risa, c¨®mo el exabrupto, se pacifica. Las blasfemia se torna eufernia; hace tiempo que el chiste o el taco funcionan como inocuos operadores conversacionales, sin poder provocativo alguno. Disipado todo efecto agravante o transgresor, los buenos modales imperan. No se deben ignorar las ventajas del descr¨¦dito de ciertas formas humor¨ªsticas humillantes, como el chiste racista, sexista, etc¨¦tera. Pero en la euf¨¦mia generalizada se puede sospechar tambi¨¦n el efecto de una profunda indiferencia ,hacia el otro, cuando no del miedo m¨¢s intenso. La televisi¨®n es una avanzadilla de los buenos modales, pero ¨¦stos no faltan en contextos de apariencia bien distinta: la agresividad ritual de gestos y vestimenta o el escupitajo en ciertos conciertos de rock son tambi¨¦n formas subculturales de buenos modales, cortes¨ªa dialectal. En ambos casos la consigna es hacer risas juntos, da igual sobre o para qu¨¦.Todos los discursos de masas est¨¢n embebidos de ese humor indiferente y ambiental, de la ilusi¨®n de entre-nosotros, del grupalismo imaginario que es la forma caracter¨ªstica del gregarismo actual. La televisi¨®n, "principal soporte log¨ªstico del encantamiento de la comunicaci¨®n", seg¨²n Lefort, promueve una jovialidad que alcanza por igual a los informativos y a los programas culturales, pasando por la publicidad. Y no se trata, como suele decirse, de un viejo instrumento did¨¢ctico (adoctrinar entreteniendo), es decir, de una t¨¢ctica productiva, sino de un efecto seductivo. S. Blum ha escrito qu¨¦ la televi si¨®n no extrae su mayor o menor poder de conectar con la ideolog¨ªa o con el mito, es decir, con el orden de la representaci¨®n, sino de engarzarse en lo amorfo, rutinario y trivial de la experiencia, es decir, de la fascinaci¨®n. Es la redundancia, la superfi cialidad, la charlataner¨ªa lo que fascina de la televisi¨®n. Su desenfado inocuo y dom¨¦stico prolonga y robustece esa fuerza inercial de lo cotidiano de la que habla Maffesoli.
La vieja distinci¨®n funcionalista entre informaci¨®n, opini¨®n, educaci¨®n y entretenimiento tiene cada vez menos que hacer con la televisi¨®n. Por m¨¢s que se exagere el didactismo, por m¨¢s que se ampl¨ªe el repertorio de las opiniones, todo discurso televisivo ha de tener lugar en forma de entretenimiento, como lamenta pat¨¦ticamente Postman. Por desgracia, ni esto garantiza que la televisi¨®n se vuelva realmente divertida.
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