Trastornos de car¨¢cter
A lo largo de estos d¨ªas se cumplir¨¢ el primer aniversario de la extra?a desaparici¨®n de mi amigo Vicente Holgado. El oto?o hab¨ªa empezado poco antes con unas lluvias templadas que hab¨ªan dejado en los parques y en el coraz¨®n de las gentes una humedad algo ret¨®rica, muy favorable para la tristeza, aunque tambi¨¦n para la euforia. El estado de ¨¢nimo de mi amigo oscilaba entre ambos extremos, pero yo atribu¨ª su inestabilidad al hecho de que hab¨ªa dejado de fumar.Vicente Holgado y yo ¨¦ramos vecinos en una casa de apartamentos de la calle de Canillas, en el barrio de Prosperidad, de Madrid. Nos conocimos de un modo singular un d¨ªa en el que, venciendo yo mi natural timidez, llam¨¦ a su puerta para protestar no ya por el volumen excesivo de su tocadiscos, sino porque s¨®lo pon¨ªa en ¨¦l canciones de Simon y Garfunkel, d¨²o al que yo adoraba hasta que Vicente Holgado ocup¨® el apartamento contiguo al m¨ªo, irregularmente habitado hasta entonces por un soldado que, contra todo pron¨®stico, muri¨® un fin de semana, en su pueblo, aquejado de una sobredosis de fabada. Vicente me invit¨® a pasar y escuch¨® con parsimonia ir¨®nica mis quejas, al tiempo que serv¨ªa unos whiskies y pon¨ªa en el v¨ªdeo una cinta de la actuaci¨®n de Simon y Garfunkel en el Central Park neoyorquino. Me qued¨¦ a ver la cinta y nos hicimos amigos.
Ser¨ªa costoso hacer en pocas l¨ªneas un retrato de su extravagante personalidad, pero lo intentar¨¦, siquiera sea para situar al personaje y contextuar as¨ª debidamente su para algunos inexplicable desaparici¨®n. Ten¨ªa, como yo, 39 a?os y era hijo ¨²nico de una familia cuyo ¨¢rbol geneal¨®gico hab¨ªa sido cruelmente podado por las tijeras del azar o de la impotencia hasta el extremo de haber llegado a carecer de ramas laterales. Poco antes de trasladarse a Canillas hab¨ªa perdido a su padre, viudo desde hac¨ªa algunos a?os, qued¨¢ndose de golpe sin familia de ninguna clase. Pese a ello, no parec¨ªa un hombre feliz. No podr¨ªa afirmar tampoco que se tratara de una persona manifiestamente desdichada, pero su voz nost¨¢lgica, su actitud general de pesadumbre y sus tristes ojos conformaban un tipo de car¨¢cter bajo en calor¨ªas que, sin embargo, a m¨ª me resultaba especialmente acogedor. Pronto advert¨ª que carec¨ªa de amigos y que tampoco necesitaba trabajar, pues viv¨ªa del alquiler de tres o cuatro pisos grandes que su padre le hab¨ªa dejado como herencia. En su casa no hab¨ªa libros, aunque s¨ª enormes cantidades de discos y de cintas de v¨ªdeo meticulosamente ordenadas en un mueble especialmente dise?ado para esa funci¨®n. La televisi¨®n ocupaba, pues, un lugar de privilegio en el angosto sal¨®n, impersonalmente amueblado, en uno de cuyos extremos hab¨ªa un agujero que llam¨¢bamos cocina. Su apartamento era una r¨¦plica del m¨ªo y, dado que uno era la prolongaci¨®n del otro, manten¨ªan entre s¨ª una relaci¨®n especular algo inquietante.
Por lo dem¨¢s, he de decir que Vicente Holgado s¨®lo com¨ªa embutidos, yogures desnatados y pan de molde, y que bajaba a la tienda un par de veces por semana ataviado con las zapatillas de cuadros que usaba en casa y con un pijama liso, sobre el que sol¨ªa ponerse una gabardina que a m¨ª me recordaba las que suelen usar los exhibicionistas en los chistes.
Un d¨ªa, al regresar de mi trabajo, no escuch¨¦ el tocadiscos de Vicente, ni su televisor, ni ning¨²n otro ruido de los que produc¨ªa habitualmente en su deambular por el peque?o apartamento. El silencio se prolong¨® durante el resto de la jornada, de manera que al llegar la noche, en la cama, empec¨¦ a preocuparme y me atac¨® el insomnio. La verdad es que lo echaba de menos. La relaci¨®n especular que he citado entre su apartamento y el m¨ªo se hab¨ªa extendido ya en los ¨²ltimos tiempos hasta alcanzarnos a nosotros. As¨ª, por las noches, cuando me lavaba los dientes en mi cuarto de ba?o, separado del suyo por un delgado tabique, imaginaba a Holgado cepill¨¢ndoselos tambi¨¦n al otro lado de mi espejo. Y cuando retiraba las s¨¢banas para acostarme, fantaseaba con que mi amigo ejecutaba id¨¦nticos movimientos y en los mismos instantes en que los realizaba yo. Si me levantaba para ir a la nevera a beber agua, imaginaba a Vicente abriendo la puerta de su frigor¨ªfico al tiempo que yo abr¨ªa la del m¨ªo. En fin, hasta de mis sue?os llegu¨¦ a pensar que eran un reflejo de los suyos; todo ello, seg¨²n creo, para aliviar la soledad que esta clase de viviendas suele infligir a quienes permanecen en ellas m¨¢s de un a?o. No he conocido todav¨ªa a ning¨²n habitante de apartamento enmoquetado y angosto que no haya sufrido serios trastornos de car¨¢cter entre el primero y el segundo a?o de acceder a esa clase de muerte atenuada que supone vivir en una caja.
El caso es que me levant¨¦ esa noche y fui a llamar a su puerta. No respondi¨® nadie. Al d¨ªa siguiente volv¨ª a hacerlo, con id¨¦ntico resultado. Trat¨¦ de explicarme su ausencia argumentando que quiz¨¢ hubiera tenido que salir urgentemente de viaje, pero la excusa era incre¨ªble, ya que Vicente Holgado odiaba viajar y que su vestuario se reduc¨ªa a siete u ocho pijamas, tres pares de zapatillas, dos batas y la mencionada gabardina de exhibicionista, con la que pod¨ªa bajar a la tienda o acercarse al banco para retirar el poco dinero con el que parec¨ªa subsistir, pero con la que no habr¨ªa podido llegar mucho m¨¢s lejos sin llamar seriamente la atenci¨®n. Es cierto que una vez me confes¨® que ten¨ªa un traje que sol¨ªa ponerse cuando se aventuraba a viajar (as¨ª lo llamaba ¨¦l) por otros barrios en busca de pel¨ªculas de v¨ªdeo, pero la verdad es que yo nunca lo vi. Por otra parte, al poco de conocernos, descarg¨® en m¨ª tal responsabilidad. Cerca de mi oficina hab¨ªa un videoclub en el que yo alquilaba las pel¨ªculas que por la noche sol¨ªamos ver juntos.
Bueno, la explicaci¨®n del viaje no serv¨ªa.
Al cuarto d¨ªa, me parece, baj¨¦ a ver al portero de la finca y le expuse mi preocupaci¨®n. Este hombre ten¨ªa un duplicado de todas las llaves de la casa y, conociendo mi amistad con Vicente Holgado, no me cost¨® convencerle de que deber¨ªamos subir para ver qu¨¦ pasaba. Antes de introducir la llave en la embocadura, llamamos al timbre tres o cuatro veces. Luego decidimos abrir, y nos llevamos una buena sorpresa al comprobar que estaba puesta la cadena de seguridad, que s¨®lo era posible colocar desde dentro. Por la estrecha abertura que la cadena nos permiti¨® hacer, llam¨¦ var¨ªas veces a Vicente, sin obtener respuesta. Una inquietud o un miedo de dificil calificaci¨®n comenz¨® a invadir la zona de mi cuerpo a la que los forenses llaman paquete intestinal. El portero me tranquiliz¨®:
-No debe estar muerto, porque ya oler¨ªa.
Desde mi apartamento llamamos a la comisar¨ªa de la calle de Cartagena y expusimos el caso. Al poco se presentaron con un mandamiento judicial tres polic¨ªas, que con un ligero empuj¨®n vencieron la escasa resistencia de la cadena. Penetramos todos en el apartamento de mi amigo con la actitud del que llega tarde a un concierto. En el sal¨®n no hab¨ªa nada anormal, ni en el peque?o dormitorio, ni tampoco en el ba?o. Los polic¨ªas miraron debajo de la cama, en el armario empotrado, en la nevera. Nada. Pero lo m¨¢s sorprendente es que las dos ¨²nicas ventanas de la casa estaban cerradas tambi¨¦n por dentro. Nos encontr¨¢bamos ante lo que los especialistas en novela policiaca llaman el problema del recinto cerrado, consistente en situar a la v¨ªctima de un crimen dentro de una habitaci¨®n cuyas posibles salidas han sido selladas desde el interior. En nuestro caso no hab¨ªa v¨ªctimas, pero el problema era id¨¦ntico, pues no se comprend¨ªa c¨®mo Vicente Holgado pod¨ªa haber salido de su piso tras utilizar mecanismos de cierre que s¨®lo pod¨ªan activarse desde el interior de la vivienda.
Durante los d¨ªas que siguieron a este extra?o suceso, la polic¨ªa me molest¨® bastante; sospechaban de m¨ª por razones que nunca me explicaron, aunque imagino que el hecho de vivir solo y de aceptar la amistad de un sujeto como Holgado es m¨¢s que suficiente para levantar toda clase de conjeturas en quienes han de enfrentarse a las numerosas manifestaciones de lo raro que una ciudad como Madrid produce diariamente. Los peri¨®dicos prestaron al caso una atenci¨®n irregular, resuelta la mayor¨ªa de las veces con comentarios, que pretend¨ªan ser graciosos, acerca de la personalidad del desaparecido. El portero,
al que dej¨¦ de darle la propina mensual desde entonces, contribuy¨® a hacerlo todo m¨¢s grotesco con sus sobre el car¨¢cter de mi amigo.
Pasado el tiempo, la polic¨ªa se olvid¨® de m¨ª y supongo que tambi¨¦n de Vicente. Su expediente estar¨¢ archivado ya en la amplia zona de casos sin resolver de alg¨²n s¨®tano oficial. Yo, por mi parte, no me he acostumbrado a esta ausencia, que es m¨¢s escandalosa si consideramos que su apartamento contin¨²a en las mismas condiciones en que Vicente lo dej¨®. El juez encargado del caso no ha decidido a¨²n qu¨¦ debe hacerse con sus pertenencias, pese a las presiones del due?o, que -como es l¨®gico- quiere alquilarlo de nuevo cuanto antes. Me encuentro, pues, en la dolorosa situaci¨®n de enfrentarme a un espejo que ya no me refleja. Mis movimientos, mis deseos, mis sue?os, ya no tienen su duplicado al otro lado del tabique; sin embargo, el marco en el que se produc¨ªa tal duplicidad sigue intacto. S¨®lo ha desaparecido la imagen, la figura, la representaci¨®n, a menos que aceptemos que yo sea la representaci¨®n, la figura, la imagen, y Vicente Holgado fuera el objeto original, lo cual me reducir¨ªa a la condici¨®n de una sombra sin realidad. En fin.
Tal vez por eso, por el abandono y el aislamiento que me invaden, he decidido hacer p¨²blico ahora algo que entonces ocult¨¦; de un lado, por no contribuir a ensuciar todav¨ªa m¨¢s la memoria de mi amigo, y de otro, por el temor de que mi reputaci¨®n de hombre normal -conseguida tras muchos a?os de esfuerzo y disimulo- sufriera alguna clase de menoscabo p¨²blico.
No dudo de que esta declaraci¨®n va a acarrearme todo tipo de problemas de orden social, laboral y familiar. Pero tampoco ignoro que la amistad tiene un precio y que el silencioso afecto que Vicente Holgado me dispens¨® he de devolv¨¦rselo ahora en forma de p¨²blica declaraci¨®n, aunque ello sirva para diversi¨®n de aquellos que no ven m¨¢s all¨¢ de sus narices.
El caso es que Vicente, las semanas previas a su desaparici¨®n, hab¨ªa comenzado a prestar una atenci¨®n desmesurada al armario empotrado de su piso. Un d¨ªa que est¨¢bamos aturdi¨¦ndonos con whisky frente al televisor hizo un comentado que no ven¨ªa a cuento:
-?Te has fijado -dijo- en que lo mejor de este apartamento es el -armario empotrado?
-Est¨¢ bien, es amplio -respond¨ª.
-Es mejor que amplio: es c¨®modo -apunt¨® ¨¦l.
Le di la raz¨®n mec¨¢nicamente y continu¨¦ viendo la pel¨ªcula. ?l se levant¨® del sof¨¢, se acerc¨® al armario, lo abri¨® y comenz¨® a modificar cosas en su interior. Al poco, se volvi¨® y me dijo:
-Tu armario empotrado est¨¢ separado del m¨ªo por un debil¨ªsimo tabique de rasilla. Si hici¨¦ranios un peque?o agujero, podr¨ªamos ir de un apartamento a otro a trav¨¦s del armario.
-S¨ª -respond¨ª, atento a las peripecias del h¨¦roe en la pantalla.
Sin embargo, la idea de comunicar secretamente ambas viviendas a trav¨¦s de sus armarios me produjo una fascinaci¨®n que me cuid¨¦ muy bien de confesar.
Despu¨¦s de eso, los d¨ªas transcurrieron sucesivamente, como es habitual en ellos, sin que ocurriera nada digno de destacar, a no ser las peque?as -aunque bien engarzadas- variaciones en el car¨¢cter de mi amigo. Su centro de inter¨¦s -el televisor- fue desplaz¨¢ndose imperceptiblemente hacia el armario. Sol¨ªa trabajar en ¨¦l mientras yo ve¨ªa las pel¨ªculas, y a veces se met¨ªa dentro y cerraba la puerta con un pestillo interior que ¨¦l mismo hab¨ªa colocado. Al rato aparec¨ªa de nuevo, pero no con el gesto de quien hubiera permanecido media hora en un lugar oscuro, sino con la actitud de quien se baja del tren cargado de experiencias y en cuyos ojos a¨²n es posible ver.el borroso reflejo de ciudades, pueblos y gentes obtenido tras un largo viaje.
Yo asist¨ªa a todo esto con el respetuoso silencio y la callada aceptaci¨®n con que me hab¨ªa enfrentado a otras rarezas suyas. Perdidos ya para siempre los escasos amigos de la juventud, y habiendo admitido al fin que los hombres nacen, crecen, se reproducen y mueren, con excepciones como la m¨ªa y la de Vicente, que no nos reproduc¨ªamos por acortar este absurdo proceso, me parec¨ªa que deb¨ªa cuidar esta ¨²ltima amistad, en la que el afecto y las emociones propias de ¨¦l no ocupaban jam¨¢s el primer plano de nuestra relaci¨®n.
Un d¨ªa, al fin, se decidi¨® a hablarme, y lo que me dijo es lo que he venido ocultando durante este ¨²ltimo a?o con la esperanza de llegar a borrarlo de mi cabeza. Al parecer, seg¨²n me explic¨®, ¨¦l ten¨ªa desde antiguo un deseo, que acab¨® convirtiendo en una teor¨ªa, de acuerdo con la cual todos los armarios empotrados del universo se comunicaban entre s¨ª. De manera que si uno entraba en el armario de su casa y descubr¨ªa el conducto adecuado pod¨ªa llegar en cuesti¨®n de segundos a un armario de una casa de Valladolid, por poner un ejemplo.
Yo desvi¨¦ con desconfianza la mirada hacia el armario y le pregunt¨¦:
-?Has descubierto t¨² el conducto?
-S¨ª -respondi¨® en un tono algo aflebrado-, lo descubr¨ª el d¨ªa en el que tuve la revelaci¨®n de que ese conducto no es un lugar, sino un estado, como el infierno. Te dir¨¦ que llevo varios d¨ªas recorriendo los armarios empotrados de las casas vecinas.
-?Y por qu¨¦ no has ido m¨¢s lejos? -pregunt¨¦.
-Porque no conozco bien los mecanismos para regresar. Esta ma?ana me he dado un buen susto porque me he metido en mi armario y, de golpe, me he encontrado en otro (bastante c¨®modo, por cierto) desde el que he o¨ªdo una conversaci¨®n en un idioma desconocido para ni. Asustado, he intentado regresar en seguida, pero me ha costado much¨ªsimo. He ido cayendo de armario en armario hasta que al fin,, no s¨¦ c¨®mo todav¨ªa, me he visto aqu¨ª de nuevo. Si vieras las cosas que la gente guarda en esos lugares y la poca atenci¨®n que les prestan, te quedar¨ªas asombrado.
-Bueno -dije-, pues mu¨¦vete por la vecindad de momento hasta que adquieras un poco de pr ¨¢ctica.
-Es lo que he pensado hacer.
Al d¨ªa siguiente de esta conversaci¨®n, Vicente Holgado desapareci¨® de mi vida. S¨®lo yo sab¨ªa, hasta hoy al menos, que hab¨ªa desaparecido por el armario. Desde estas p¨¢ginas quisiera hacer un llamamiento a todas aquellas personas de buena voluntad, primero, para que tengan limpios y presentables sus armarios, y segundo, para que si alguna vez, al abrir uno de ellos, encuentran en ¨¦l a un sujeto vestido con un fr¨¢gil pijama y con la cara triste que creo haber descrito sepan que se trata de mi amigo Vicente Holgado y den aviso de su paradero cuanto antes.
En fin.
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