La ardiente obligaci¨®n hispano-europea
No s¨¦ si con eso de la entrada en Europa, la sombra del escudero de Toledo -tan actual todav¨ªa- habr¨¢ empezado a desparramarse migas de pan por la barba, ni si entre frase grandilocuente y pu?alada en el espejo andar¨¢ haciendo c¨¢balas acerca de lo gentil de su porte, de lo acompasado de su paso y maneras, tambi¨¦n y -sobre todo acerca de su buen parecer. No s¨¦ nada de eso; de lo que s¨ª estoy seguro -y por ello lo digo- es de que cuando va a sentarse en ¨¦sta que, aunque redonda, poco recuerda la mesa de la corte de Arturo, tiene que ponerse al tanto de los problemas que hoy por aqu¨ª preocupan. Por lo que oigo y leo, creo que, a pesar de coloquios, seminarios, encuentros y cenas de reflexi¨®n, cuestiones centrales que por estas latitudes agitan las mentes, todav¨ªa no han sido tema de sus estudiosas vigilias.Por arte de complejos fen¨®menos econ¨®mico-sociales, el boom de los a?os sesenta incit¨® a las organizaciones patronales a exigir de los Gobiernos y a fomentar ellas mismas la importaci¨®n masiva de esa milagrosa mercanc¨ªa cuyo consumo acrece la riqueza en lugar de mermarla: el trabajo humano. Los trenes empezaron a llegar a Europa cargados de emigrantes, de ni?os con sus padres, de colchones, maletas de madera atadas con cuerdas. Hombres de C¨®rdoba v¨ªa Charleroi o Lieja; extreme?os y gentes del Alentejo, del Atlas o de las luminosas costas marroqu¨ªes a las cadenas de montaje de Poissy; algunos subieron, m¨¢s all¨¢ de Frisia, y fueron a instalarse en las regiones heladas de Hamburgo, no lejos de las playas que evocara Thomas Mann. Vinieron en masa. Lleg¨® esa nube de hombres morenos, ni?os de ojos brillantes, adolescentes l¨ªricas del Magreb, de las Espa?as; llegaron las mujeres de ojos grandes de Grecia, y hasta ancianos venerables, verdaderos santones, que lo dejaban todo atr¨¢s y se zambull¨ªan en las lluvias y nubes plomizas de Europa. Todo para mayor gloria y sustancia del despliegue capitalista, para m¨¢s engrosar las remesas hacia el pa¨ªs de origen; miles de millones de d¨®lares, ?recuerdan ustedes? ?Qui¨¦n podr¨ªa decir, s¨®lo pensar, todos los sufrimientos, los dolores de separaci¨®n y ausencia, los desgarros interiores, las nostalgias de que ven¨ªan cargadas aquellas maletas de madera? Nadie.
Nadie vio tampoco entonces que aquel ej¨¦rcito viajero era algo m¨¢s que una monta?a de m¨²sculos para explotar; que all¨ª dentro llameaba, con mayor o menor fuerza, la luz, de la conciencia, de la conciencia de s¨ª y de sus derechos; que a pesar de los brutales golpes de una vida sacudida al ritmo de la producci¨®n industrial, a pesar de los panoramas desolados de los suburbios obreros, el coraz¨®n de todo hombre puede percibir la belleza, amarla, engendrar en ella. Nadie lo vio, o pocos lo'vieron, pero ah¨ª est¨¢.
Ah¨ª est¨¢n hoy m¨¢s de 17 millones de extranjeros en Europa, un continente en las entra?as del antiguo, cambiando tantas cosas: usos, costumbres, acentos, h¨¢bitos culturales, hasta el color de la piel..., y no digamos nada en materia de referencias. Ah¨ª est¨¢n los hombres de doble filo: negros que hablan la lengua de Hegel, griegos de Estocolmo, espa?oles de Francia, portugueses de tantas ciudades. Digo doble filo y me refiero a doble lengua, doble cultura, doble o triple experiencia: de campos de luz a corons sombr¨ªos, de callejuelas de C¨¢ceres a heladas avenidas de Francfort o a los g¨¦lidos alrededores de Colonia y de Bonn. Ah¨ª est¨¢n, y adem¨¢s est¨¢n con su prole. Millones de j¨®venes y de ni?os europeos tienen hoy sus abuelos, los recuerdos de infancia, la insoslayable ra¨ªz en regiones anegadas de luz, pero son de aqu¨ª.. Hablan con la misma propiedad que los descendientes de V¨ªctor Hugo, juegan y sue?an como ellos; son de aqu¨ª y de all¨ª, en un permanente y enriquecedor columpiarse hist¨®rico y humano. Por todo esto Europa es m¨²ltiple, problem¨¢tica, enrevesada.
A pesar de todos los pesares, por aqu¨ª se abre la conciencia de esa enorme cuesti¨®n: los emigrantes. Francia reconoce sus asociaciones y crea centros especiales (Cefisem) para la formaci¨®n de formadores en esta nueva, impensada situaci¨®n escolar. La Rep¨²blica Federal de Alemania crea consejos municipales consultivos para dar entrada a los emigrantes. Suecia les concede el derecho de voto y la elegibilidad municipal; ya se habla de la participaci¨®n en las elecciones legislativas.
Europa as¨ª va moderniz¨¢ndose. Eso s¨ª es modernidad, no los cuatro gadgets electrodom¨¦sticos con que se pretende alucinar a las poblaciones.
Los emigrados por su cuenta y riesgo, tiran del carro modernizador, ¨¦ste s¨ª aut¨¦nticamente nouveau. Las organizaciones de emigrantes hacen marchas por la igualdad de derechos, explic¨¢ndole a la poblaci¨®n este arduo problema; otros discuten y echan las bases te¨®ricas de una nueva concepci¨®n de las relaciones entre derechos c¨ªvicos y pol¨ªticos y nacionalidad, entre nacionalidad y estirpe. Adelantan la idea revolucionaria de que nacionalidad y derechos a ella aferentes se adquieren no por nacimiento, sino por la participaci¨®n en el trabajo y en la vida social; imprimen en la realidad pol¨ªtica aquel cervantino "que la sangre se hereda y la virtud se aquista", y que m¨¢s vale la virtud que la sangre. Y todo eso sin que el emigrado renuncie ni a sus derechos ni a su ra¨ªz de origen (lengua, usos, costumbres, nexos ancestrales). ?Por qu¨¦ habr¨ªa de mutilar su doble realidad?
Europa deviene problem¨¢tica, es decir, se enriquece y se dilata. Est¨¢ en trance de borrar en su carne las fronteras que separan, para tejer los v¨ªnculos. que unen e igualan, y que a los unos les permite enriquecerse en los otros; aquello de "entenderse a s¨ª mismo en lo diferente", es decir, la cultura, el esp¨ªritu, los verdaderos valores del verdadero Occidente.
Este enorme debate es hoy Europa: aut¨¦ntica integraci¨®n de lenguas y culturas, equiparaci¨®n de derechos, reconocimiento de la especificidad; consideraci¨®n y respeto de la diferencia. Eso es el futuro, no la barbarie miope de la identidad id¨¦ntica.
Entre tanto, nuestro escudero acaricia su identidad mal desbastada, se mira en el espejo y se acicala, jura por la dignidad intransigente de sus manes y, por prurito de parvenu, como si fuera una m¨¢cula en su apellido, no s¨®lo olvida e ignora, sino que hasta intenta borrar, terco, una realidad que parece avergonzarle: su emigraci¨®n en Europa, su simple existencia, su especificidad inalienable (m¨¢s de un mill¨®n de espa?oles). Nuestro escudero se me antoja un provinciano malandr¨ªn.
Manuel Ballestero es fil¨®sofo.
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