De la Europa de Erasmo a la del zoco
El simple nombre de Europa hace no m¨¢s de 20 a?os sonaba a nuestros o¨ªdos como el nombre de tierra prometida y se presentaba a nuestra imaginaci¨®n como un castillo de cristal, encantado y en el aire. Despu¨¦s de la gran ruptura de la vida espa?ola a finales del XV, se nos hab¨ªa ofrecido escasamente la ocasi¨®n de ser Europa: con el erasmismo y con la Ilustraci¨®n; y las dos veces aquellos intentos hab¨ªan fallado. Espa?a se hab¨ªa insularizado del todo para finales del XVI, cuando se prohibe la entrada de todo libro extranjero y la salida de todo espa?ol a estudiar fuera de nuestras fronteras. Pero tambi¨¦n sabemos que Espa?a, antes de que las ideas europeas se uniesen a los intereses de la poblaci¨®n cristianogoda dominante y convirtiesen a ¨¦sta al europe¨ªsmo, era una naci¨®n plural, donde la convivencia entre tres fes y tres culturas funcion¨® con bastante mayor eficacia y profundidad de coexistencia que como todav¨ªa hoy funcionan pa¨ªses con diferentes etnias, religiones y culturas. Sin ir m¨¢s all¨¢, las ideas de gueto o de poner una estrella sobre el ropaje de los jud¨ªos, o las de mirar a los isl¨¢micos con enemiga mortal no se cocieron entre nosotros: vinieron desde Europa. Y, desde luego, algunos de nuestros cl¨¦rigos intranquilizaban mucho en la corte de Roma por sus nombres ¨¢rabes, m¨¢s o menos romanceados, el color algo oscuro de su rostro y, por supuesto, porque las formas de expresi¨®n ¨¦tica del catolicismo, e incluso algunas formulaciones, pero, sobre todo, el culto, mostraban una indudable impronta oriental; y sigue sin estar claro lo que en estos recelos hab¨ªa de preocupaci¨®n religiosa y lo que hubo de pura operaci¨®n pol¨ªtica uniformadora, centralizadora.Puede decirse, por otra parte, que despu¨¦s del gran cerrojazo anti-erasmista y anti-reformista de 1530, m¨¢s o menos, Espa?a se cierra a cal y canto y de modo orgulloso, hasta resultar asfixiante; de manera que para un grupo de espa?oles especialmente resultar¨¢ peligroso hablar y peligroso el callar, como dec¨ªa Luis Vives; aunque desde Bruselas, claro est¨¢. Y estos espa?oles pagar¨¢n, ciertamente, muy cara su diferencia, su misma distinci¨®n intelectual y el. no participar con entusiasmo de la cerraz¨®n ambiente. Sue?an con Europa como ¨¢mbito de libertad y, si logran llegar hasta all¨ª, escribir¨¢n cartas llenas de melancol¨ªa, como Morat¨ªn, hablando de que en los Estados del Papa no se persigue a los jud¨ªos y de que en Par¨ªs se comen manjares algo m¨¢s refinados que pepinillos en vinagre. Y, en realidad, todo lo que, a modo de sumario, podr¨ªamos llamar la izquierda, el progresismo o el liberalismo espa?oles siguen manteniendo esas nostalgias y esos afanes europeos hasta ayer mismo por la ma?ana. Europa aparece a sus ojos como la ¨ªnsula grande, extra?a y maravillosa; como las Siete Ciudades de C¨ªbola a los ojos de los hidalgos que fueron a Am¨¦rica y las so?aron con los tejados de oro.
Las Siete Ciudades de C¨ªbola se revelaron al llegar a ellas como unas cuantas casuchas de barro solamente, y no es que Europa ofrezca tama?a decepci¨®n; pero claro est¨¢ que tampoco tiene los techos de oro esperando nuestra llegada. Lo que ocurre, para decirlo con lenguaje tecnocr¨¢tico o de jerga pol¨ªtica al uso, es que hay en esta Europa, a la que por fin arribamos, un peque?o matiz y algunos detalles t¨¦cnicos. El matiz es que esa Europa es un mercado, un zoco: en fino, desde luego, pero al fin y al cabo un zoco. Algo muy desconcertante para nuestra econom¨ªa a lo divino de tantos siglos, y que s¨®lo Dios sabe si todav¨ªa no sigue funcionando de milagro. Los detalles t¨¦cnicos son que nuestra tarea europea consistir¨¢ esencialmente en vender aceite, vino, lechugas y naranjas, y comprar mercanc¨ªas judaicas, her¨¦ticas y luteranas -todav¨ªa a Miguel Hern¨¢ndez la mantequilla hac¨ªa que los guisos le supieran a cirios fritos-. Nuestros abuelos hidalgos deben de estar removi¨¦ndose en sus tumbas ante esta obligada conversi¨®n al comercio, siempre considerado algo vil y plebeyo; pero la desilusi¨®n m¨¢s espiritual e intelectual de los otros no parece menor. Especialmente, adem¨¢s, porque tampoco es seguro que, asoci¨¢ndonos ahora a Europa, no hayamos llegado en realidad a Am¨¦rica.
En otro tiempo, en efecto, se sab¨ªa que se estaba en Europa porque desde Amberes a Praga, pongamos por caso, no s¨®lo se pod¨ªa uno entender en todas partes hablando el lat¨ªn, sino porque la visi¨®n del mundo y la estimaci¨®n de la realidad que se hac¨ªa era tambi¨¦n com¨²n en relaci¨®n con lo que culturalmente significaba ese idioma o, en escalones m¨¢s altos, el mismo griego. En este momento el signo inequ¨ªvoco de que estamos en Europa es, parad¨®jicamente, el de que estamos en Am¨¦rica. Es decir, de que en las distintas televisiones del Viejo Continente se est¨¢ proyectando J. R. o algo parecido, y en que, como apuntaba recientemente un documento del PCF, los ni?os europeos, mucho antes de que comiencen a hablar su idioma, ya han comenzado a pensar en americano. Las cosas son as¨ª.
Los espa?oles, pues, nos acercamos a Europa o nos vamos a integrar a su zoco com¨²n y, al mismo tiempo, a ese otro algo vaporoso a¨²n de sus instituciones pol¨ªticas comunes, con todos nuestros viejos complejos intactos: el mesianismo y el apocalipsis, el de conquistadores y el de v¨ªctimas, de esperanza y de desastre. Hay quienes creen que espa?olizaremos a Europa y haremos dormir la siesta a los europeos -una cosa muy europea, benedictina; pero a la que dimos un espec¨ªfico toque oriental-, y otros piensan que se nos pondr¨¢ a r¨¦gimen de papillitas higi¨¦nicas con sabor a jam¨®n, pero sin jam¨®n, que es el sumo refinamiento de lo t¨¦cnico. Y lo que sea sonar¨¢, pero, ?c¨®mo liberarnos de golpe de tantos confusos sentires, esperanzas, miedos y frustraciones frente a Europa? Para el gato escaldado no sirven mucho las razones.
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