Una generaci¨®n sin herederos
Ocasionales preguntas a j¨®venes veintea?eros sobre Franco, la guerra civil o mayo de 1968 nos reflejan la cruda realidad de que lo que para nosotros fue condicionante vital, para ellos s¨®lo son p¨¢lidos recuerdos, episodios nacionales y aventuras d¨¦ pap¨¢. Tras la primera sorpresa nos decimos a nosotros mismos que as¨ª est¨¢ bien, que por fin se acaban los muchos demonios familiares, las dos Espa?as y el eterno retorno de lo mismo. Pero sentimos gran desasosiego porque sobre aquella guerra, esos nombres y estos episodios se han construido los impulsos vitales de varias generaciones, del socialismo, de la resistencia antiautoritaria y, ahora, del aprecio de la democracia. Si recuerdos de ese tipo han alimentado la cultura progresista, cabe la pregunta de qu¨¦ va a pasar cuando se olvide. La prueba m¨¢s expedita de que ya estamos en el olvido son esas reuniones pol¨ªticas o de movimientos de base donde est¨¢n los que estaban, pero sin juventud. Somos una generaci¨®n sin herederos, de ah¨ª el desasosiego.
En buena l¨®gica, no deber¨ªa extra?amos. Con tenacidad ejemplar nosotros mismos hemos ido borrando las huellas del camino, como avergonzados de lo que entonces dijimos o escribirnos. Hasta cabe pensar que si un joven descubre por azar aquellos discursos refuerce su alejamiento porque al desinter¨¦s por el presente a?adir¨¢ la perplejidad; le costar¨¢ comprender la relaci¨®n entre dos discursos tan distintos y no distantes en el tiempo. Hemos cambiado mucho.
En efecto, nosotros, los regenerados con las aguas revolucionarias del 68 ¨¦ramos, m¨¢s que marxistas, marxianos empe?ados en reinventar un socialismo cr¨ªtico m¨¢s all¨¢ de los desviacionismos leninistas y socialdem¨®cratas. No ve¨ªamos m¨¢s salida a la dictadura que la ruptura democr¨¢tica. Hasta el m¨¢s conservador era autogestionario y estaba por la autodeterminaci¨®n de los pueblos. Los artistas eran trabajadores de la cultura, comprometidos en la liberaci¨®n del pueblo...
La democracia nos tir¨® el caballo apocal¨ªptico con su cura de realismo. Hab¨ªa que conseguir vivir sin traumas ni dramatismos, con altemancias sin alternativas extremas, metiendo mano a las estructuras de un pa¨ªs tradicionalmente dominado por corporativismos, picarescas y pereza a la hora de las grandes curas. Es la hora de la modernidad, b¨¢lsamo de Fierabr¨¢s del que ya nadie se priva.
Se oyen tantas invocaciones de la modernidad, pronunciadas desde lugares tan distintos, que el vocablo acaba siendo perfectamente equ¨ªvoco. Hay una modernidad de sal¨®n que exhibe conceptos impactantes, ll¨¢mense racionalizaci¨®n, nuevas tecnolog¨ªas, productividad, pero eso s¨ª, perdiendo el pelo de la dehesa socialista. Y hay otra modernidad que viene de lejos, de dos siglos atr¨¢s, cargada de historias, muchas de ellas frustrantes. Ser moderno no consiste entonces en estar a la ¨²ltima, sino en asumir cr¨ªticamente la historia europea en los dos ¨²ltimos siglos.
Una y otra est¨¢n por el progreso. Les divide, sin embargo, la ubicaci¨®n de las fuentes del mismo y la valoraci¨®n de su coste humano y social.
De entrada, la modernidad espa?ola tiene una originalidad: accedemos tarde a planteamientos que fueron nuevos para otros hace dos siglos. En esos pa¨ªses los valores modernos originarios, tales como pluralismos, tolerancia, laicidad, uso cr¨ªtico y p¨²blico de la raz¨®n en terrenos como la ciencia, la educaci¨®n o la moral han recorrido un largo camino lleno de matices. Y ha sido precisamente la cultura socialista la que en una dura confrontaci¨®n cultural y pol¨ªtica ha puesto de manifiesto que los ideales ilustrados pueden ser pura abstracci¨®n si carecen de condiciones materiales que posibiliten el ejercicio universal de esos valores soberanos. El haber estado m¨¢s o menos ausente del proceso no puede significar que ahora, a la hora del acceso, ignoremos la historia. Una modernizaci¨®n que no incorpore la cultura socialista es un anacronismo.
Hay un segundo factor que condiciona el significado de la modernidad aqu¨ª y ahora: el recuerdo de la dictadura. Mientras
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en los pa¨ªses de nuestro entorno viv¨ªan casi-naturalmente en democracia, aqu¨ª padec¨ªamos la dictadura, de tal manera que la reconquista de la democracia est¨¢ emparentada con el recuerdo de su privaci¨®n. Para los espa?oles la democracia no es un estado casi-natural, sino un logro que puede perderse.
Todav¨ªa entre nosotros ser dem¨®crata es un desaf¨ªo, no tanto frente a los nost¨¢lgicos, cuanto a las instituciones o grupos sociales que antes impon¨ªan la ley del m¨¢s fuerte y ahora aprovechan el juego democr¨¢tico para recuperar el poder perdido. Vale, salvadas las distancias, lo que se dec¨ªa de los ultramontanos que volvieron con la Restauraci¨®n tras el fracaso de la Revoluci¨®n Francesa, "que no hab¨ªan aprendido nada y nada hab¨ªan olvidado".
Modernidad, en la historia de las ideas, equivali¨® a Ilustraci¨®n. Hoy sabemos que la historia de la Ilustraci¨®n no ha sido lineal. Est¨¢ empedrada de grandes proyectos, una y otra vez frustrados. Gracias a su capacidad autocr¨ªtica, la Ilustraci¨®n es algo m¨¢s que un episodio hist¨®rico con fechas y lugares: es un movimiento o la cultura cr¨ªtica por excelencia de la emancipaci¨®n. Esa larga historia es testigo de muchos revolucionarios que lo fueron hasta que llegaron al poder. Hay como una fatalidad que ahoga el primer impulso ¨¦tico en el poder conquistado. De ah¨ª la necesidad del segundo envite moral, que empieza cuando se ha llegado arriba. Es la lucha contra uno mismo para no tomarse por bien de Estado cuando s¨®lo se es una parte de la sociedad a su servicio.
Al margen del inter¨¦s pol¨ªtico que cada cual tenga cuando recurre a la modernidad, el rigor l¨®gico e hist¨®rico impone una triple referencia cuando la utilizamos en Espa?a: la del acceso a la Ilustraci¨®n desde la cultura socialista, la del encuentro con la democracia desde el recuerdo de la dictadura, la exigencia del segundo envite ¨¦tico.
El relleno de estas l¨ªneas definitorias no tiene por qu¨¦ consistir en repetir los ideales de mayo del 68. Al fin y al cabo, aqu¨ª ha ocurrido algo nuevo entre el ayer y el hoy -la llegada de la democracia-, que da al discurso sobre la modernidad su car¨¢cter de novedad.
Concluir que l6 dicho y escrito hasta hace 10 a?os eran quimeras de adolescentes, que s¨®lo merecen una mortal iron¨ªa, es privar de sustancia a la modernidad. Las preguntas de aquellos d¨ªas sobre la relaci¨®n. sociedad-Esta-do, sobre el protagonismo del pueblo, sobre la explotaci¨®n de unos por otros, sobre la solidaridad o sobre la unidimensionalidad de la raz¨®n instrumental eran interrogantes que se dirig¨ªan, no s¨®lo a la dictadura, sino a sistemas pol¨ªticos y valores sociales que hab¨ªan nacido efectivamente de la Ilustraci¨®n, pero interpretada parcialmente. En su andadura, la Ilustraci¨®n hab¨ªa dejado v¨ªctimas y perdedores. La cultura socialista, situada en el punto de vista de los no emancipados, planteaba una nueva Ilustraci¨®n, convencida, como dec¨ªa Walter Benjamin, que "la voluntad de seguir luchando no nace tanto de la utop¨ªa de unos descendientes felices cuanto del recuerdo de los antepasados humiHados". Ese punto de vista es el que distingue una modernidad aggiornamento de otra modernidad con voluntad emancipadora.
?Una generaci¨®n sin herederos? Una generaci¨®n que no se siente a gusto con su herencia, m¨¢s bien, porque entiende que el cambio de circunstancias invalidan sin paliativos unos planteamientos nacidos en un estado de excepci¨®n. Cuando la raz¨®n tiene que trabajar sin libertades p¨²blicas todo vale si con ello se acelera la recuperaci¨®n de la libertad. Es el juego de la astucia de la raz¨®n, que dec¨ªa Hegel. Lo que, sin embargo, no queda invalidado son las preguntas, sobre todo si son los gritos de los antepasados humillados, raz¨®n de ser de la cultura socialista.
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