Alemania
FRANCISCO UMBRAL
Entre los beatniks, viajeros por el interior de EE UU, y los hippies, sedentarios a trav¨¦s del mundo, nos hab¨ªan convencido de que era necesario viajar. Entre las d¨¦cadas de los 60/70 yo le di varias vueltas a Europa. Mi primera salida fue a Alemania, que es el pa¨ªs al que m¨¢s he vuelto, no s¨¦ por qu¨¦ (aparte mi clar¨ªsimo origen ario, que poco tiene que ver con esto). Un d¨ªa de invierno sal¨ª para M¨²nich (Manchen), en un avi¨®n de Lufthansa que luego aterriz¨® en Stuttgart, por la nieve. El empleado que deshac¨ªa el equ¨ªvoco de la nieve, en el aeropuerto de Stuttgart, era como un Hitler de uniforme dem¨®crata, y comprend¨ª que a un alem¨¢n basta con ponerle un visera para que se convierta en un militarista. Las ciudades bombardeadas durante la guerra hab¨ªan elegido entre dos posibilidades: reedificarse con los mismos cuerpos y almas que tuvieron o erigirse como ciudades nuevas, exentas, de cristal y acero, un tanto americanizadas. Stuttgart hab¨ªa optado por esto ¨²ltimo. M¨¢s los atascos de la nieve y los coches, que eran como los de Madrid. Comprend¨ª que Europa estaba reventona de s¨ª misma y que en todas partes era m¨¢s o menos igual. Unas horas m¨¢s tarde consegu¨ªa un billete de ferrocarril, en una vieja estaci¨®n con algo de mercado, para mi destino en M¨²nich, manejando ya moneda alemana, convertido en un numism¨¢tico de mi nuevo y modesto tesoro. El tren era como un Metro limpio, r¨¢pido y nocturno, donde todo el mundo iba leyendo Stern. "O sea, que esto es Europa", me dije. Me gustaba. En M¨²nich, de madrugada y con nieve, anduve por las cabinas telef¨®nicas manejando unas gu¨ªas que ten¨ªan algo de papel/ pastel y daban ganas de com¨¦rselas. Al fin encontr¨¦ el tel¨¦fono de mis amigos espa?oles y dorm¨ª en su casa, dentro de ese edred¨®n total que constituye la cama alemana.Por las ma?anas, yo me daba un paseo por el M¨²nich soleado y fr¨ªo. Un reloj con mu?equitos marca el mediod¨ªa con algo charro y salmantino en todo su juego. Es cuando todos los muniqueses entran en las cervecer¨ªas para tomar una salchicha con mostaza y una cerveza negra. Yo y mis acompa?antes espa?oles tambi¨¦n lo hac¨ªamos. Luego, la gente iba por la calle, entre el fr¨ªo, contra la nieve, con su salchicha en la mano, untada de mostaza, como un pentecost¨¦s de las salchichas, y una mujer, al o¨ªr mi charla espa?ola, me sac¨® la lengua, me insult¨® en alem¨¢n (lo que equivale a no insultar, ya que nada se entiende). Mis acompa?antes, por gentileza, se negaron a traducir, pero supongo que aquella mujer identificaba a todo espa?ol con Franco y a Franco con Hitler. En todo caso, quien llevaba a Hitler muy adentro, como mala conciencia, era ella y no yo. Un d¨ªa, paseando solitario por la Leopolesstrasen, calle que tiene una orilla de casas y otra de parque, se me par¨® delante una bella ciclista:
-Hola. Soy Mar¨ªa, del Gij¨®n. ?No te acuerdas de m¨ª?
Era Mar¨ªa, del Gij¨®n, y la reconoc¨ª cuando se quit¨® el pasamonta?as. Mar¨ªa, una chica norte?a y cosmopolita que estudiaba ?dio~ mas, siempre idiomas, todos los idiomas del mundo, y que hab¨ªa frecuentado mi tertulia del caf¨¦ Gij¨®n de Madrid. Me sub¨ª en su bicicleta y as¨ª recorrimos la ciudad. Entre la nieve y la velocidad, yo cre¨ªa recordar. que Mar¨ªa, en Madrid, hab¨ªa vivido en la calle del Factor, all¨¢ por Mayor, y que por las tardes iba a unas clases de idiomas por General Per¨®n, adonde yo acud¨ªa a buscarla alguna vez. Despu¨¦s del milagro de levitaci¨®n que era su bicicleta en la nieve, Mar¨ªa, dulce y sonriente, con algo de una Ingrid Bergman adolescente, abrumada de idiomas, me llev¨® a su apartamento.
Por las tardes, Mar¨ªa pretend¨ªa llevarme a los conciertos serios, que en aquella incomprensible y bell¨ªsima ciudad se anunciaban como aqu¨ª el f¨²tbol. S¨®lo les faltaba enfrentar orquesta contra orquesta. Me cost¨® alg¨²n trabajo convencer a Mar¨ªa de que yo no iba a acudir jam¨¢s a un concierto, t¨² siquiera en Alemania, y que antes que eso hubiera acudido a misa, que me parece que viene a ser lo mismo. Ya que no a los conciertos de tarde, me llev¨® a algunas discotecas de noche, alt¨ªsimas de techo como catedrales, con mu?ecos inmensos colgando de la b¨®veda, y toda la psicodelia de luces y trapos que nos hac¨ªa felices en los 60/70, que nos fabricaba un presente juvenil y violento. Asimismo, en M¨²nich vi la mejor versi¨®n de Hair que me fuera dada (entonces circulaban muchas por Europa) y mi escepticismo comulgaba con una punta de fe en aquella nueva religi¨®n de las flores y la droga. En M¨²nich di algunas conferencias, en aquel primer viaje, como luego en viajes posteriores, casi siempre sobre Federico Garc¨ªa Lorca, pues hab¨ªa descubierto yo que hay escritores que hacen viajar -Lorca, Cervantes-, cosa en la que jam¨¢s pens¨¦ cuando escrib¨ªa mi libro, de madrugada, sobre Federico. Resulta que toda Europa quer¨ªa o¨ªr hablar del poeta, incluso a un desconocido como yo. Lo que m¨¢s mueve a la poes¨ªa es la pol¨ªtica, claro. M¨²nich me pareci¨® siempre una. ciudad espaciosa, nevada, con taxis confortables y edredones indomables, y cada vez me fue m¨¢s grato integrarme en el rito de la salchicha y la cerveza de las doce. Pero los anuncios de conciertos estaban en los kioscos redondos y en las tapias del viento, como una acusaci¨®n a mi incultura musical. Yo deb¨ªa estar perdi¨¦ndome cosas maravillosas, contingentes dorados de m¨²sica irrepetible, pero me daba igual. Una noche, Mar¨ªa me llev¨® a la famosa cervecena donde Hitler daba los m¨ªtines.
Era una cervecer¨ªa enorme, de dos plantas, creo recordar, y con mucho vigamen a la vista. Grandes mesas de madera y bancos de madera. La especialidad de la casa era una clase de trucha que serv¨ªan, ya frita, como una ranita erguida, con una espadita de pl¨¢stico en todo lo alto, como les queda a los toros cuando el torero les acierta bien. Todo aleg¨®rico y repugnante. Hab¨ªa que envolverlo en cerveza negra, mucha cerveza negra, hasta que la ininensa cervecer¨ªa era una sucesi¨®n de coros, como los del Alighieri, pero en rubio, donde cantaban familias, grupos, amigos, gentes, levantando las jarras, asombrosamente fieles al t¨®pico. Todo ello era como una gran jarra de gorda artesan¨ªa b¨¢vara, pero en vivo. Comprend¨ª que las n¨²sinas juergas se hab¨ªan corrido all¨ª los hiderianos, los padres de estos socialdem¨®cratas, y comprend¨ª quelos pueblos se bastan a s¨ª mismos con un vino local, o una cerveza, y una canci¨®n pasada de moda, y conf¨²nden eso con la idea de patria, que es una cosa que no existe, o con la idea de raza, que existe peligrosamente. Y votan siempre al tirano que les identifica con lo m¨¢s f¨¢cil (y peor) de s¨ª mismos, y que finge identificarse con ello. Comprend¨ª desde Alemania que Franco, en determinado momento, si hubiese hecho unas elecciones generales, las habr¨ªa ganado. As¨ª somos los particulares. Pero la trucha / ranita no hab¨ªa quien la tragase sin clavarse la espada. Desprendido de la dulzura de Mar¨ªa, viaj¨¦ hacia Stuttgart, ahora en seno y con fecha fija, y all¨ª charl¨¦ largamente con Jaime Ferreiro Alemparte, un gallego germanizado a quien, en Madrid, llam¨¢bamos rilkeiro, por su dedicaci¨®n absoluta a Rilke, de quien ha dado buenas y laboriosas traducciones. Rilkeiro era partidario de creer que Rilke ten¨ªa un fondo cat¨®lico, incluso mariano, cuando escribe de la Virgen, y a m, me parec¨ªa m¨¢s bien una cosa est¨¦tica, aunque tampoco puse demasiado empe?o en demostr¨¢rselo, ya que yo me pateaba la Alemania nevada a golpe de conferencia, salchicha y jarra de cerveza, y eso era todo.
A Frankfurt fui varias veces, a su famosa Feria del Libro, invitado por alguna editorial, y un d¨ªa ped¨ª tarta de postre, en un gran hotel, adonde nos hab¨ªa invitado un gran editor alem¨¢n, pero el sindicato de dulcer¨ªa cerraba m¨¢s temprano y las tartas estaban en la caja fuerte hasta el d¨ªa siguiente. Le ped¨ª al gran editor que me indicase alg¨²n caf¨¦ frankfurqu¨¦s donde yo pudiera tomar una tarta con caf¨¦, y se ofrec¨ªo a llevarme ¨¦l mismo dando un paseo, de modo que fuimos todos, y ¨¦l el primero, con su se?ora, por la bella ciudad, por las orillas del Mein, en fila india de escritores castellanos y editores catalanes, hasta llegar a un gran caf¨¦ modern / style, con orquesta de sutil¨ªsimos cad¨¢veres y pajareo de sombreros verdes de se?ora, m¨¢s la que llevaba directamente un loro surafricano en la cabeza. La excursi¨®n, la tarta y el caf¨¦ valieron la pena, porque all¨ª estaba Alma Mahler, que era una braga loca, quit¨¢ndole los novios a LouAndreas Salom¨¦, otra braga loca, vestidas todas de Cosima Wagner, mientras la mortuoria orquesta tocaba cosas de Golo Mann, que nunca escribi¨® m¨²sica, y aquel caf¨¦ era m¨¢s Steph¨¢n George y m¨¢s Weimar que el resto de Frankfurt, que era m¨¢s Escuela de Adorno, golfemia de Walter Benjamin y reerotizaci¨®n marcusiana de la sublimaci¨®n sobrerrepresiva de la socialdemocracia. En Hamburgo comprob¨¦ que las meretrices de balc¨®n ten¨ªan un espejo retrovisor de cami¨®n Pegaso para ver venir al personal sin asomarse. Lo cont¨¦ en un art¨ªculo y la Pegaso me regal¨® uno de esos monstruosos espejos. Menos mal que no me metieron en el piso el cami¨®n entero. A veces lo uso para afeitarme.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.