Por la caza que cazo
Leo mucho sobre ese encanto de los hogares que constituyen los ni?os precoces. Pienso en Mozart, a veces muerto por venenos del botiqu¨ªn de los Borgia y otras por un reumatismo tan feroz como apresurado.Pienso en Beethoven -no tengo a mano mi Romain Rolland-, que odiaba su calidad de prodigioso infante y las torturas musicales que le fueron impuestas por su padre. Es indudable que esta vez un padre ten¨ªa raz¨®n. Hasta tal punto que un compositor amigo me ha dicho: "Si me dejas aparte, no se conoce obra musical que pueda compararse en grandeza con la que escribi¨® el Ludwig van". Esto nace de la historia, de la vida. Es c¨®mico, triste y determinado.
Pero tambi¨¦n existen adultos precoces. Dicho sin crueldad, agotan sus a?os persiguiendo tenaces la madurez del genio. Tal vez ya tengan la admiraci¨®n de parientes y amigos y del pueblo en que nacieron, y Babel la Peque?a -que pongo por caso e invenci¨®n- llegue a proclamarlos babelense universal. Tal vez la alcald¨ªa de Babel les conceda ese t¨ªtulo 50 a?os despu¨¦s de su muerte.
Probablemente haya una ceremonia sin concurrencia de pol¨ªticos e intelectuales, ausentes para no turbar la paz de sus huesos. Un no estar que revela profunda delicadeza y prudencia. Porque es seguro que si los ausentes no lo hubieran sido, ni siquiera las meigas amigas del difunto podr¨ªan haber impedido la logomaquia. Y as¨ª como hubo una calavera inquietada por un nido de v¨ªboras, es seguro que esta viej¨ªsima calavera hubiera chillado: "?Basta de gerundios!". Hablo de don Ram¨®n Mar¨ªa del Valle-Incl¨¢n.
Se cumplieron dos actos en su recuerdo. Uno, en el Ateneo de Madrid. El otro, en un cementerio. Aseguro que mi amigo Thomas Gray (1716-1771) recit¨® en la ocasi¨®n su famosa Eleg¨ªa escrita en un cementerio de aldea. Aqu¨ª se trataba de exhumar huesos y cenizas para inhumarlos en otro cementerio de aldea.
Al mismo Gray, que seguramente no me dejar¨¢ mentir, el autollamado sepolturero manifest¨® no comprender. Resumi¨®: "Tanta paz tendr¨¢ all¨ª como la que ac¨¢ le damos".
Supe que los ilustres invitados no concurrieron ni a la ceremonia macabra ni al homenaje del Ateneo. Aqu¨ª estuvo y habl¨® Torrente Ballester, cuya sola presencia bast¨® para compensar ciertos ausentismos.
Pienso, como posible, que la huelga sin fisuras de los ausentes haya sido producto del respeto a la convicci¨®n indudable de que les correspond¨ªa estar en otro lugar.
Ahora me asalta la ecuanimidad, la duda, la presunci¨®n de inocencia. Amo la ecuanimidad. Es una palabra tan larga como bonita. Tantas veces escuch¨¦ su hija en discusiones de d¨ªa lunes. Mientras soportaba el vocer¨ªo de los que tomaban el caf¨¦ de las once y comentaban derrotas inexplicables, goles que fueron o no, tarjetas exhibidas con maldad, la justicia del botellazo que le abri¨® la cabeza a un ¨¢rbitro, el m¨¢s alfabeto de la oficina insist¨ªa, intercalaba: "Hay que ser ecu¨¢nime".
Seg¨²n me permiti¨® comprender la gripe, se proyectaron, m¨¢s o menos, dos homenajes a Valle-Incl¨¢n, frustrados o no. Sospech¨¦ que su causa proven¨ªa de haberse descubierto un manuscrito in¨¦dito de don Ram¨®n. Estos hallazgos est¨¢n adquiriendo frecuencia. Sin se?alar, que queda feo, la ¨²ltima viuda -y la menos simp¨¢tica- de Hemingway nos quiere acostumbrar a un descubrimiento por a?o.
Pero, por desgracia, no se trataba de otro Valle-Incl¨¢n, sino simplemente que se cumpl¨ªan 50 a?os de su muerte. Fue en enero de 1936, y mi querido Bradom¨ªn eligi¨® esa fecha para librarse de presenciar el asco ambivalente que se aproximaba.
Cada 50 a?os queda bien que algunos se acuerden de un muerto que fue ilustr¨ªsimo de verdad. Los de broma abundan, y s¨®lo recordar¨¢n el cumplea?os nietos o biznietos. M¨¢s adelante, gracias a la terca voluntad de los difuntos de mantenerse en el no ser, a los que s¨ª fueron ilustres les llega la celebraci¨®n de su centenario, sea por defunci¨®n o nacimiento. Entonces los recordamos, repetimos elogios, abrumamos los peri¨®dicos con latas de calidad semejante a la de los discursos con chuleta, que parecen buscar con empe?o la hora del alba, para cesar con esta noticia sorprendente: "He dicho".
Tambi¨¦n he dicho en este art¨ªculo, y resumo. Dos homenajes a don Ram¨®n y dos deserciones de las que no me toca a m¨ª avergonzarme.
En el cementerio de aldea habl¨® mister Gray con palabras que llegaban desde siglos y que continuar¨¢n sonando. En el Ateneo habl¨® Gonzalo Torrente Ballester. Estuvo rodeado por se?ores socios con las cuotas al d¨ªa. Y Torrente dijo esta frase, que hoy comparto como indiscutible y condenatoria: "Valle-Incl¨¢n es el mejor escritor espa?ol de este siglo".
No vacil¨® mi fe ante la sentencia del maestro. Pero era inevitable que presintiera las dolorosas consecuencias de sus palabras. Se me turb¨® la noche con un imaginario coro de interrogantes. Tan gimientes como col¨¦ricas voces, tan desconcertadas como preguntonas y recordatorias. Pobre de m¨ª, con el sue?o impedido por innombrables "?Y yo?". Tal vez muchos yo fueron pronunciados con griega may¨²scula. Y tambi¨¦n creo escuchar protestas de parientes en diverso grado.
De modo que goc¨¦ y padec¨ª los altibajos de la literatura espa?ola a partir del primer d¨ªa de enero de este siglo. Y supe que Torrente ten¨ªa raz¨®n hasta hoy. Luego mir¨¦ alrededor y nada vi para discrepar. Y mirando hacia el 2000, examinando las eternamente renovadas brillantes promesas, volv¨ª a decirme que Torrente hab¨ªa dicho verdad.
Concluida la tarea, mi psiquiatra me orden¨® una urgente depuraci¨®n: releer todo Valle-Incl¨¢n y nada m¨¢s. Ni siquiera peri¨®dicos.
He mejorado, pero no puedo evitar el asalto de una duda, un temor. Faltan 14 a?os para que se cumpla el siglo, y, por ahora, don Ram¨®n, ganador. Pero uno, otro, much¨ªsimos gozan de la libertad de pensar que si hay energ¨ªas, paciencia y voluntad, no es imposible que en un decenio se escriba algo tan importante como, por ejemplo, el Ulises, o En busca del tiempo perdido. Aunque el t¨ªtulo proustiano tenga un no s¨¦ qu¨¦ de agorero y disuasorio.
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