Horizontes narrativos: universo y aldea
A menudo, en charlas o coloquios, alguien pregunta c¨®mo puede diferenciarse una obra de arte, o m¨¢s exactamente una obra maestra, de aquellas otras que no lo son. El interrogado -escritor, artista o profesor-, tras unos instantes de duda, acostumbra a elegir el camino de la displicencia alegando, primero, el car¨¢cter ingenuo de la pregunta y, despu¨¦s, como argumento de contundencia decisiva, la radical subjetividad de toda apreciaci¨®n est¨¦tica. Ninguna de ambas alegaciones es rebatible y, sin embargo, a estas alturas, cuando f¨®rmulas como "todo es arte" y "nada es arte" se han hecho prodigiosamente intercambiables, tal vez no sea inoportuno exigir -exigirse a uno mismo, si se quiere- criterios m¨¢s duros y selectivos. Sin negar la imposibilidad de evaluar objetivamente una obra art¨ªstica, pueden subrayarse un par de aspectos que, en cierto modo, contribuyen a delimitarla. El primero de ellos tiene que ver con la universalidad: s¨®lo ciertas obras tienen el poder de traspasar el lugar y el tiempo en los que fueron creados para convocar a nuestra sensibilidad. Se trata de interlocutores permanentes que, al no admitir la reclusi¨®n en ¨¦pocas ni fronteras, nos obligan a una suerte de di¨¢logo inacabable sobre la condici¨®n del mundo y la condici¨®n humana. El segundo tiene que ver con la fuerza: muchas manifestaciones que calificamos art¨ªsticas nos gustan, nos convencen, pero s¨®lo algunas, de una manera que casi no podemos evitar, nos vencen. Son, m¨¢s que obras maestras (t¨ªtulo un tanto obsoleto por acad¨¦mico), obras-fuerza que act¨²an con una hermosa violencia sobre nosotros y nos obligan a bucear de forma distinta en nuestro interior.Ser¨ªa f¨¢cil enumerar una larga lista de estas obras recurriendo a Mozart o Miguel ?ngel, Dante o Stravinski, Van Gogh o S¨®focles, pero quiz¨¢ sea m¨¢s ilustrativo destacar una reciente, perteneciente a un arte que todav¨ªa es, asimismo, relativamente reciente: la ¨²ltima pel¨ªcula de Akiro Kurosawa, Ran. En apariencia, los escenarios temporal y espacial en que se desarrolla la acci¨®n son bien concretos y lejanos: el Jap¨®n de los se?ores feudales, con una lucha despiadada que nos es narrada con Shakespeare como tel¨®n de fondo. Puede parecer una pel¨ªcula hist¨®rica que nos sit¨²a en el pasado. Y, no obstante, lo que hace es situarnos en la actualidad. Nos sit¨²a en nuestro presente para indicarnos -y de ah¨ª la magistral lecci¨®n de Kurosawa- que tambi¨¦n este presente est¨¢ envuelto por el c¨ªrculo implacable del destino humano. La confusi¨®n de perfiles entre el sabio y el buf¨®n, entre la v¨ªctima y el verdugo, entre el cruel y el miserable, la inevitabilidad de la culpa y la imposibilidad de la expiaci¨®n no est¨¢n representados en una escena distante en geograf¨ªa y siglos, sino en nuestra propia escena. Tampoco el ni?o ciego y sin Dios, vacilando al borde del precipicio en la ¨²ltima secuencia, es un personaje del pasado. Es, como Kurosawa nos obliga a contemplarlo, nosotros mismos. En esta violencia, en esta capacidad de vencer -m¨¢s all¨¢ de convencer-, radica la universalidad y la fuerza de una obra como Ran.
Enfrentarse a este tipo de obras es, adem¨¢s de terriblemente satisfactorio, ¨²til para formularnos ciertas interrogaciones dom¨¦sticas. ?Por qu¨¦ el cine espa?ol tiene tan escasas posibilidades de conseguir obras como ¨¦sta? O, en otras palabras: ?por qu¨¦ aparece como tan impotente para manifestar tal fuerza? Las respuestas habituales, aun siendo justificadas, son insuficientes y, lo que es m¨¢s grave, contribuyen en los ¨²ltimos tiempos a crear un clima de chata autosatisfacci¨®n. Se atribuyen los males a la sequ¨ªa totalitaria y a las estrecheces presupuestarias, pero se prescinde, con sorprendente complicidad colectiva, de una causa profunda, casi innombrable, a menudo olvidada y que no afecta, por supuesto, s¨®lo al cine, sino a la entera cultura espa?ola moderna: el estigma del provincianismo. Casi nadie dice que el cine espa?ol sufre de tal estigma porque casi nadie ha dicho que la literatura espa?ola de los tres ¨²ltimos siglos -con respetables excepciones- no ha logrado sustraerse a ¨¦l. Con impavidez acad¨¦mica las universidades explican el trayecto, por ejemplo, de nuestra narrativa moderna resisti¨¦ndose al demoledor trabajo de compararla con la tradici¨®n europea del mismo per¨ªodo. Y, como fruto de la costumbre y la necesidad, surgen una ilustraci¨®n, un romanticismo, un realismo y cualquiera de las sucesivas denominaciones que se han elaborado en la reciente historia de la cultura. Sin embargo, lo que no se explica -o se explica a rega?adientes- es la estrechez ideal de estos per¨ªodos de la cultura literaria espa?ola y la escasa carga universal de sus productos.
El provincianismo creativo estriba en la incapacidad de trascender fronteras. Y ¨¦sta es la principal acusaci¨®n que podemos verter contra nuestra literatura y -algunos estar¨¢n en desacuerdo con esta relaci¨®n- contra nuestro cine. No han faltado buenos art¨ªfices de paisajes concretos ni tampoco, con alcance m¨¢s ambicioso, buenos creadores de ¨¢mbitos psicol¨®gicos, pero muy pocos han escapado a la tentaci¨®n end¨®gena de aprisionar su obra entre horizontes locales y seguros. Y as¨ª la acusaci¨®n complementarla no puede ser otra que el reiterado refugio en la seguridad de una excelente descripci¨®n de costumbres o de una honesta reflexi¨®n sobre el comportamiento de un peque?o mundo. No obstante, sin negar la validez de estas opciones, lo peligroso, pero tambi¨¦n lo fecundo y vital para nuestra cultura, hubiera sido, y es, aventurarse a la exploracion de mundos abiertos en el espacio y en el tiempo. Es decir, a una indagaci¨®n aut¨¦nticamente cosmopolita de la condici¨®n humana. Para ello, si es ne-
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cesario, debemos romper los m¨¢rgenes r¨ªgidos de nuestro pasado y, en lugar de tanta charlataner¨ªa europe¨ªsta, atrevemos a declarar abiertamente que Goethe, Baudelaire, Dostoievski o Thomas Mann son para nosotros referentes intelectuales m¨¢s decisivos que la mayor¨ªa de sus contempor¨¢neos locales. No se trata, como es obvio, de olvidar la propia historia literaria, pero s¨ª de contrastarla, aceptando todos los riesgos que ello comporta, con el conjunto de la cultura literaria moderna.
Frecuentemente nos lamentamos con raz¨®n del injusto trato recibido por parte de los lectores europeos y del hecho inaudito de que, a excepci¨®n de Cervantes, Calder¨®n y Garc¨ªa Lorca, apenas se conoce a nuestros autores. Y atribuimos tal circunstancia, tambi¨¦n con raz¨®n, a la paup¨¦rrima pol¨ªtica cultural exterior practicada por Espa?a. Pero, fijadas tales injusticias y culpabilidades, olvidamos que los contados escritores y obras de gran alcance efectivamente existentes han quedado anegados por el estigma del provincianismo alojado en la cultura espa?ola tras el Siglo de Oro. Y en este sentido, la fragilidad de los pensamientos ilustrado y rom¨¢ntico -aut¨¦nticas puertas de la modernidad-, la escasa asunci¨®n de la tradici¨®n cl¨¢sica, la opacidad ante la filosof¨ªa moderna y la resistencia despectiva a toda "literatura de ideas" pesan como una losa sobre el legado actual. Aceptar este hecho puede evitar la necia satisfacci¨®n de reproducirlo a trav¨¦s de un inconfesado nacionalismo mental. Acaso no deban erradicarse los horizontes narrativos de la aldea -a veces tan bien conseguidos y que gustan a tantos-, pero s¨ª deben ser desbordados por otros horizontes m¨¢s arriesgados y m¨¢s universales. Ser¨ªa de elogiar que nuestros narradores -escritores o cineastas- fueran arrinconando los h¨¢bitos provincianos para pensar e imaginar en t¨¦rminos cosmopolitas, en t¨¦rminos de un mundo y una sensibilidad sin fronteras. Es probablemente in¨²til plantear una cultura mediante el equ¨ªvoco camino de sus obras maestras. Sin embargo, toda cultura exige obras-fuerza, obras que, m¨¢s que gustar o convencer, venzan por su propia potencialidad atemporal. Y esas obras no surgen de la mirada complacida sobre la aldea, sino de la b¨²squeda, siempre insatisfecha, de una dimensi¨®n universal.
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