Col¨®n en 1892
Espa?a -y Andaluc¨ªa de modo especial y por poderosos motivos- est¨¢ poniendo afanes y esperanzas en la fecha de 1992. El V Centenario del Descubrimiento de Am¨¦rica, se dice. Pero no somos pocos -aunque menos, tal vez, de los que debi¨¦ramos- a quienes tal enunciado, lejos de aclarar nada, confunde todo, por lo equ¨ªvoco de sus palabras; no s¨®lo la de Am¨¦rica, al servicio de usurpaciones varias desde su mismo origen. Se impone la clarificaci¨®n y en obediencia al aforismo magistra vitae -que conviene completar con el de la vida maestra del historiador- no ser¨¢ mal camino estudiar por de pronto lo que fue el IV Centenario. Y en efecto, en cuanto nos asomamos a los testimonios de lo que se hizo en Espa?a en 1892 nos saltan a la vista los torp¨ªsimos errores en que se incurri¨®, o mejor dicho, el error fundamental, que todo lo vici¨® de ra¨ªz: confundir o identificar descubrimiento de Am¨¦rica con viaje de las tres carabelas o, en todo caso, viajes colombinos y su entorno, hasta reducirse a conmemorar pura y simplemente el centenario de Col¨®n, un genio teledirigido por una providencia de teolog¨ªa barata. Bien claro aparece el desprop¨®sito no s¨®lo en los elocuentes discursos pronunciados en aquellas solemnidades por los m¨¢s conspicuos personajes, sino en toda la producci¨®n historiogr¨¢fica de aquellos a?os.Valgan dos ejemplos de la m¨¢xima significaci¨®n para entender prop¨®sitos y realizaciones: el real decreto de enero de 1891, que dio estado oficial a la celebraci¨®n del centenario, y el discurso de m¨¢xima importancia en ella, el del presidente del Gobierno en la sesi¨®n inaugural del IV Congreso Internacional de Americanistas, el 7 de octubre de 1892. Imposible leerlos sin asombro y sin pena, tanto mayores cuanto que era ministro de Ultramar Fabr¨¦s, uno de aquellos escas¨ªsimos americanistas, y presidente don Antonio C¨¢novas. El decreto proclama que "si Col¨®n rasg¨® el velo que ocultaba un nuevo mundo al antiguo, pertenece a nuestra patria el honor"; pero en cuanto a la magna empresa ultramarina de Espa?a se limita a consignar que llev¨® all¨ª "la santa religi¨®n cristiana" y a a?adir esta frase, que tan extra?a suena en su candoroso cinismo, seguramente involuntario: "Si los europeos disfrutan" -as¨ª disfrutan, con esa tercera persona, que es una perla... negra- "de las riquezas sin cuento de la hermosa tierra americana, ante todo tienen que agradecerlo a los trabajos incre¨ªbles y al valor pertinaz de nuestros antepasados". El discurso presidencial a¨²n resulta peor si cabe, pues aunque se califique de improvisaci¨®n no cabe desconocer que sale de la boca de un calificado historiador y hombre de la talla intelectual de aquel pr¨®cer conservador que habla en tan alta ocasi¨®n en el patio mud¨¦jar de la R¨¢bida. Hay que leerlo ¨ªntegro para calibrar todo lo que tiene de encogimiento y timidez en grado inadmisible. Silencio no s¨®lo sobre la obra de Espa?a, sino incluso sobre la participaci¨®n espa?ola en el viaje mismo de 1492; ni los reyes, ni las carabelas, ni los Pinzones aparecen en el discurso, en el que, bien al contrario, se proclama que "Col¨®n es tan ¨²nico que nadie a su puesto puede acercarse ni de lejos en la historia", y por si a¨²n no quedaba claro se afirma que se est¨¢ celebrando "por parte del Gobierno de Espa?a el cuarto centenario de Col¨®n" (!!!).
Ya en aquella misma sesi¨®n hubo de salir en defensa de Espa?a -defensa, s¨ª, porque agravio hubo, aunque hay que suponer que involuntario- don Francisco S¨¢enz de Urturi, franciscano y obispo de Badajoz, trayendo a colaci¨®n, entre otras cosas y a t¨ªtulo de conocedor de visu de las rep¨²blicas americanas, que "donde quiera que el nombre de Espa?a se pronuncia, all¨ª. se ve una corriente de amor, de cari?o, de verdadera simpat¨ªa". Y d¨ªas despu¨¦s, el mismo 12 de octubre, en, Madrid, el joven don Jos¨¦ Canalejas pon¨ªa los puntos sobre las ¨ªes a su adversario pol¨ªtico en estos acertados t¨¦rminos: "Est¨¢n ya saturados nuestros o¨ªdos de las frases elocuentes con que tantos ilustres oradores enaltecen la gloria de Col¨®n, hasta con menoscabo a veces de la justicia debida al gran concurso prestado a esa memorable empresa por el genio espa?ol; me duele que por una propensi¨®n que si se apoderara del esp¨ªritu nacional quebrantar¨ªa sus grandes alientos, tal pesimismo nos gane, que hasta para enaltecer la gloria de Col¨®n queramos hacerlo a costa de nuestro prestigio ante el mundo". El dardo contra C¨¢novas y su conocido pesimismo era afilado y certero y estaba totalmente justificado.
Pero la marea colomb¨®fila era incontenible y queda bien atestiguada por otros; dos caracterizados discursos de 12 de octubre. Uno, en aquel mismo a?o, arropado en la barroca elocuencia religiosa del capitular sevillano don Servando Arbol¨ª, en la sesi¨®n solemne de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras; otro, a¨²n tres a?os despu¨¦s, de su director, el calificado especialista colombino don Jos¨¦ Mar¨ªa Asensio, en su ingreso en la Real Academia de la Historia, en el que prodigaba al descubridor los m¨¢s exaltados elogios y afirmaba: "El cuarto centenario de? descubrimiento ha sido el monumento mural levantado a la memoria del descubridor por todos los pueblos civilizados. Ha sido la apoteosis del genio...". Tal exaltaci¨®n nac¨ªa de dos hontanares muy en boga entonces: la concepci¨®n heroica del devenir hist¨®rico de Carlile y las beater¨ªas colomb¨®filas del italofranc¨¦s conde Roselly de Lorgues, afanoso de elevar a los altares al marino genov¨¦s, prop¨®sito favorecido por la Santa Sede, tan necesitada a la saz¨®n de compensaciones por la reciente p¨¦rdida de su soberan¨ªa terrenal.
En cuanto a la historia de Am¨¦rica en general, daba las pautas el flamante americanismo, neologismo reci¨¦n nacido en Francia con la Soci¨¦t¨¦ Internationale a ¨¦l dedicada y sus congresos, consagrados "al progreso de los estudios etnogr¨¢ficos, ling¨¹¨ªsticos e hist¨®ricos relativos a las dos Am¨¦ricas, especialmente para los tiempos anteriores a Crist¨®bal Col¨®n" (Reglamento provisional I Congreso. Nancy, 1875). De hecho se exclu¨ªa todo lo no precolombino, para "no introducir la pol¨ªtica en los debates" (!), seg¨²n declar¨® en el III Congreso uno de aquellos as¨¦pticos americanistas de mentalidad cientifista y positivista. Se exclu¨ªa tambi¨¦n a Am¨¦rica como sede de los congresos, si bien en 1895 hubo uno en M¨¦xico y a partir de 1902 se estableci¨® la rotaci¨®n entre Europa y Am¨¦rica. Tambi¨¦n se hab¨ªa cedido en el exclusivismo precolombino m¨¢s que ante reclamaciones americanas, porque los congresistas agotaban su tem¨¢tica, reducida a predescubrimientos de Am¨¦rica y or¨ªgenes del hombre americano, y lejos de mantener la seriedad cient¨ªfica ca¨ªan en lucubraciones pseudofilol¨®gicas.
Todo este trasfondo nos ayuda a comprender la salutaci¨®n de C¨¢novas a los congresistas de la R¨¢bida como representantes de "la ciencia ante todo moderna y progresiva" y su sabor a complejo de inferioridad -no sin ribetes, acaso, de iron¨ªa- consciente de la poquedad de la historiograf¨ªa espa?ola sobre Am¨¦rica, que pocos y poco cultivaban a la saz¨®n con cierta seriedad (Jim¨¦nez de la Espada, Fabi¨¦, pocos m¨¢s). Ni c¨¢teras, ni revistas, ni manuales, ni monograf¨ªas. S¨®lo tal cual estudio, en los que la ret¨®rica sol¨ªa predominar sobre el rigor, cuando no, peor a¨²n, la leyenda dorada o rosa apolog¨¦tica, tanto m¨¢s apasionada cuanto m¨¢s lo fuera la leyenda negra, que sol¨ªa serlo no poco, y bien la encrespaba por aquellos a?os la codicia yanqui de nuestras provincias ultramarinas. Al hilo de las nuevas corrientes, iniciadas ya en M¨¦xico (1855) y Per¨² (1863), comenz¨® a ver la luz nuestra Codoin de Torres de Mendoza (1866); pero sus 42 tomos serv¨ªan en Europa de ejemplo de c¨®mo no deb¨ªa hacerse una colecci¨®n de tal ¨ªndole, y ces¨® en 1884, sustituida por otra, la llamada de Ultramar, que bajo el patrocinio de la Real Academia de la Historia no incurriera en los defectos de la primera.
Compl¨¦tese tan poco grato cuadro con el pol¨ªtico, de irreversible malestar peninsular y cubano, con el consiguiente desprestigio de aquella Espa?a enferma incurable ante el concierto internacional, y recibe explicaci¨®n la t¨®nica de aquel IV Centenario, hasta en su radical anomal¨ªa de que se refugiara en un exclusivismo colomb¨®filo. Pero hay que a?adir algo importante: que hoy, a finales del siglo XX, todas y cada una de aquellas circunstancias han desaparecido para esta Espa?a de hoy, vigorosa en sus saberes americanistas -bien acusadamente en Sevilla- y en su personalidad pol¨ªtica, que integrada ya en la Europa comunitaria, respetada por Latinoam¨¦rica como modelo de cambio democr¨¢tico, est¨¢ largando velas a nuevos alisios atl¨¢nticos para enfilar su proa a esperanzadas singladuras. Su rey, nuestro Rey, experto capit¨¢n y timonel en esto, como en tantas otras cosas fundamentales, nos ha marcado certeramente el rumbo. Nos dec¨ªa, aqu¨ª en Palos, el 12 de octubre de 1981: "Lo que celebramos realmente cada vez que llega un 12 de octubre es el nacimiento de una realidad nueva, que surge como toda nueva vida por la fusi¨®n, en este caso durante siglos, de espa?oles y americanos, que produce eso que usualmente llamamos nuestra cultura com¨²n". Esos "siglos de cultura com¨²n", ese medio milenio de ininterrumpida presencia espa?ola en el Nuevo Mundo, pol¨ªtica primero, por la emigraci¨®n despu¨¦s, siempre por la lengua -"sangre del esp¨ªritu", que dijera Unamuno-, son para Espa?a la verdadera traducci¨®n y el aut¨¦ntico contenido de ese equ¨ªvoco y enga?oso enunciado de V Centenario del Descubrimiento de Am¨¦rica.
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