La espera
En esta tarde de la primavera romana, el sol alumbra con fulgor, pero no caliente todav¨ªa. He bajado lentamente las escaleras lustrosas y gastadas desde la Trinidad del Monte -la marmorea scala, como la llam¨® enf¨¢ticamente Benedicto XIII al terminarla- abri¨¦ndome paso con dificultades entre la inmensa marea juvenil sedente, que se apoya en los rellanos y descansos de la escalinata. Son muchachos y mujeres, vestidos sin extravagancia ni afectaci¨®n exagerada, que simplemente miran en silencio hacia la gran plaza de Espa?a, de la que arrancan los pelda?os de la monumental rampa.La mocedad est¨¢ en silencio, interrumpido s¨®lo por los compases de unas cuantas guitarras y el sonido estridente de unas radios port¨¢tiles. Se extienden los adolescentes desde la misma balconada que en lo alto rodea al obelisco del papa Pio VI hasta el borde de la fuente sin agua que se levanta frente a la V¨ªa Condotti en la plaza. La Barcaccia, como se la conoce -hoy en reparaci¨®n-, navecilla mitol¨®gica en piedra que dise?¨® un familiar de Bernini. ?Cu¨¢ntos ser¨¢n en total los chavales que conversan en 20 lenguas, toman el sol, miran hacia el poniente y esperan? Seguramente m¨¢s de un millar, y como su rotaci¨®n es incesante, no es exagerado calcular en 15.000 o 20.000 los que cada d¨ªa participan en el curioso espect¨¢culo.
Subyuga contemplar este novedoso y espont¨¢neo rito del p¨²blico mocer¨ªo. Una gran parte de las nuevas generaciones de los pa¨ªses europeos y numerosos grupos de norteamericanos y de los pa¨ªses orientales se han inventado una liturgia silente que no grita, ni reivindica. Que afirma simplemente con el gesto su identidad colectiva, su inquieta personalidad, y se halla en perpetua b¨²squeda. La manifestaci¨®n que contiene la sentada est¨¢ contenida en su propia presencia y en el ¨ªmpetu latente de su intacta vitalidad. Est¨¢n all¨ª clavados en el suelo, mirando a la plaza romana sin tr¨¢fico, en la que solamente cinco coches de caballos del temprano novecentismo ofrecen a las turistas n¨®rdicas y anglosajonas su passegiata h¨ªpica. El sol del atardecer se agazapa lentamente tras los tejados y las c¨²pulas de la urbe. Y estos cientos de adolescentes rumian, en una expectativa ignota dentro de su esp¨ªritu, una paciente espera. Un acontecimiento, acaso presentido en su imaginaci¨®n. Quiz¨¢ una aparici¨®n o el rumor de un se¨ªsmo geol¨®gico cercano. O el clamor de una voz que los despierte y convoque. O acaso una bandera que se agite para seguirla. Es un clima de esperanza oscura mal definido, confuso y err¨¢tico, el que los mantiene sujetos en los 137 escalones barrocos y en las gradas de los descansillos. Pese a que perciben en la conciencia de su fuero interno racional que no va a ocurrir nada. Ni siquiera el agua espectacular de las fuentes berninescas va a correr todav¨ªa, hasta que su restauraci¨®n se acabe, all¨¢ hacia los calores del verano.
Los j¨®venes invaden tambi¨¦n, y desbordan, las calles sin tr¨¢fico del entorno cercano: la Frattina, la Borgognona, la de Bocca di Leone, la de Mario de Fiori. Empujan los grupos de mozos a los transe¨²ntes lentos; hablan en voz alta; irrumpen con sus vespas entre la multitud y pasan indiferentes ante los templos y los palacios barrocos que escoltan la v¨ªa, exornada con tiestos monumentales de azaleas rosadas. Aparecen con profusi¨®n en las fachadas las her¨¢ldicas de castillos y leones de nuestra pasada grandeza romana. De cuando en cuando, una placa memorial recuerda entre dos ventanas el amor fidel¨ªsimo de los poetas anglosajones a la Italia luminosa y rom¨¢ntica: Keats y Shelley escribieron aqu¨ª sus l¨ªricas apasionadas, y el primero muri¨® a sus 25 a?os, en una casa que flanquea los hist¨®ricos escalones. James Joyce se trajo tambi¨¦n de la niebla irlandesa el ensue?o de su Dubl¨ªn nativo a otro edificio cerw cano en el que vivi¨® y escribi¨® muchos a?os y que hoy lo conmemora una l¨¢pida emotiva.
Es interesante anotar el dato de que esta gran movida romana del mundo adolescente que pulula en las calles, y escaleras de la que fue capital del orbe no se hace mirando al Oriente, que durante tanto tiempo era el polo que magnetiz¨® la tradici¨®n judeo-isl¨¢mico-cristiana en el plano de la orientaci¨®n de sus templos. Los que esperan en las escaleras espa?olas, las Spanish steps, lo hacen cara al Poniente, como lo practicaron las tribus prehist¨®ricas y sus descendientes, los pueblos -c¨¦lticos, fascinados por la cotidiana muerte del sol. Jos¨¦ Mar¨ªa Blanco White, el gran poeta hispano-irland¨¦s del romanticismo sevillano, inmortaliz¨® esa imagen en el famoso soneto que tanto gustaba a don Miguel de Unamuno y que en la traducci¨®n castellana empezaba as¨ª: "Al ver la noche Ad¨¢n por primer vez".
?Volver¨¢ Europa a sentir alg¨²n d¨ªa la llamada secreta de los Finisterre del continente, la Europa de los hijos de la noche, la Europa m¨²ltiple unida en el coraz¨®n de su pasado m¨¢s remoto? La perspectiva lejana con ternplada desde el cruce de la V¨ªa Condotti con el Corso, de ese gent¨ªo sentado y mir¨®n como si ocupara las gradas de un circo o de un estadio ante un perenne adviento, es una de las im¨¢genes de la Roma actual, que fascina al visitante por la sorpresa que causa tan ins¨®lito happenning. Arriba, el obelisco egipcio evocador de las arenas del desierto se?oreadas por los C¨¦sares y hallado en los jardines de Salustio en el Monte Pincio. Obelisco rematado por una estrella y una cruz. Detr¨¢s, levantan su traza al cielo los dos campaniles gemelos de la Trinit¨¢, un tanto afrancesados en su barroquismo, restaurados por la generosidad de Luis XVIII, que quiso reparar los da?os causados por la ocupaci¨®n napole¨® nica. Bonaparte reivindic¨® el t¨ªtulo de rey de Roma para su hijo austriaco-franc¨¦s. Pero la monarqu¨ªa cristian¨ªsima mandaba mucho en la curia vaticar¨ªa sin necesidad de desplantes militares ni secuestros de papas.
?Qu¨¦ pensar¨¢ la juventud europea, la que hoy tiene entre 15 y 25 a?os, de nuestros empe?os comunitarios, de nuestro ensue?o pol¨ªtico para rematar de aqu¨ª a fin de siglo la construcci¨®n de la Europa unida? ?C¨®mo podremos llegar a interesarla de un modo directo para que nos escuche cuando hayamos, forzosamente, de pasarle el testigo de nuestras experiencias y de nuestras tradiciones en la gran carrera de relevos que es el tiempo hist¨®rico? ?C¨®mo convencerle de que no hay m¨¢s espera en la vida, sino de lo que el coraz¨®n del hombre quiere inventar para su ma?ana colectivo?
Se afirma que los j¨®venes, en su mayor¨ªa, pasan de todo. Se aferran a su presente inmediato, y se encogen de hombros en general sobre lo que la pol¨ªtica les ofrece. Pero este pesimismo global, ?es un reflejo certero de lo que piensan las nuevas generaciones? O acaso es una cr¨ªtica profunda y verdadera del conjunto escaso de posibilidades y de oportunidades que la sociedad desarrollada, azotada por la crisis y por el paro, les brinda? En cualquier caso, las juveinitudes son, por ley inexorable de vida, quienes han de hacer suyas, y dar Ibrma y contenido a las instituciones que hayamos creado. Sin ellos y sin su voluntad, la gran tarea quedar¨ªa amputada. La. espera tensa y silenciosa de los que llenan,los escalones espa?oles de Roma no debe hacer reflexionar sobre el hecho de que una sociedad que se a¨ªsla de sus juventudes es una sociedad en peligro.
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