Primera desilusion: el esplendor de la ciudad
Cuando el funcionario de inmigraci¨®n abri¨® mi pasaporte tuve el presagio n¨ªtido de que si levantaba la vista para mirarme a los ojos iba a darse cuenta de la suplantaci¨®n. Hab¨ªa tres mostradores, todos atendidos por hombres sin uniforme, y yo me hab¨ªa decidido por el m¨¢s joven, que me pareci¨® el m¨¢s r¨¢pido. Elena se meti¨® en una cola distinta, como si no nos conoci¨¦ramos, porque si uno de los dos ten¨ªa problemas el otro saldr¨ªa del aeropuerto para dar la voz de alarma. No fue necesario, pues era evidente que los funcionarios de inmigraci¨®n ten¨ªan tanta prisa como los pasajeros para que no los sorprendiera el toque de queda, y apenas si miraban los documentos. El que me atend¨ªa a m¨ª no se detuvo siquiera a examinar las visas, pues sab¨ªa que sus vecinos uruguayos no las necesitaban. Puso el sello de entrada en la primera hoja limpia que encontr¨®, y en el momento de devolverme el pasaporte me mir¨® fijo a los ojos con una atenci¨®n que me hel¨® las entra?as.-Gracias -dije con voz firme.
?l me respondi¨® con una sonrisa luminosa:
Bien venido.
Las maletas estaban saliendo con una rapidez que hubiera parecido ins¨®lita en cualquier aeropuerto del mundo, porque tambi¨¦n los funcionarios de aduana quer¨ªan llegar a sus casas antes de la queda. Yo cog¨ª la m¨ªa. Luego cog¨ª la de Elena -pues est¨¢bamos de acuerdo en que yo saldr¨ªa primero con los equipajes para ganar tiempo- y llev¨¦ ambas hasta la plataforma de control de aduana. El controlador estaba tan apurado como los pasajeros por el toque de queda, y en vez de registrar las maletas incitaba a los viajeros a salir de prisa. Me dispon¨ªa apenas a poner las m¨ªas en la plataforma -cuando me pregunt¨®:
-?Viaja solo?
Le dije que s¨ª. ?l ech¨® una mirada r¨¢pida a las dos maletas y me, orden¨® con voz urgente: "Ya, v¨¢yase". Pero una supervisora que no hab¨ªa visto hasta entonces -una cancerbera cl¨¢sica, de uniforme cruzado, rubia y varonil- grit¨® desde el fondo: "Registra a ¨¦se". S¨®lo en aquel momento ca¨ª en la cuenta de que no podr¨ªa explicar por qu¨¦ Nevaba un equipaje con ropas de mujer. Adem¨¢s, no pod¨ªa concebir que la supervisora se hubiera fijado en m¨ª entre tantos pasajeros apresurados si no fuera por alguna raz¨®n distinta y m¨¢s grave que las maletas. Mientras el hombre esculcaba mi ropa, ella me pidi¨® el pasaporte y lo examin¨® con atenci¨®n. Yo me acord¨¦ del caramelo que me hab¨ªan dado en el avi¨®n antes del decolaje y me lo met¨ª en la boca, porque sab¨ªa que me iban a hacer preguntas y no me sent¨ªa muy seguro de esconder mi verdadera identidad chilena detr¨¢s de mi mal acento uruguayo. La primera vino del hombre.
-?Se va a quedar muchos d¨ªas aqu¨ª, caballero?
-Lo suficiente ~dije.
Ni yo mismo me entend¨ª con el estorbo del caramelo en la boca, pero a ¨¦l no le import¨®, sino que me pidi¨® abrir la otra maleta. Estaba con llave. Sin saber qu¨¦ hacer, busqu¨¦ a Elena con ojos angustiados, y la encontr¨¦ impasible en la fila de inmigraci¨®n, inocente del drama que ocurr¨ªa tan cerca de ella. Por primera vez fui consciente de cu¨¢nta falta me hac¨ªa, no s¨®lo en aquel momento, sino en el conjunto de nuestra aventura. Iba a revelar que ella era la due?a de la maleta, sin pensar siquiera en las consecuencias de mi decisi¨®n aturdida, cuando la supervisora me devolvi¨® el pasaporte y orden¨® revisar el equipaje siguiente. Entonces me volv¨ª a mirar a Elena y ya no la encontr¨¦. Fue una situaci¨®n m¨¢gica que todav¨ªa no hemos podido explicarnos: Elena se hab¨ªa vuelto invisible. M¨¢s tarde me dijo que tambi¨¦n ella me hab¨ªa visto desde la fila arrastrando su maleta y hab¨ªa pensado que era una imprudencia, pero cuando me vio salir de la aduana se qued¨® tranquila. Yo atraves¨¦ el vest¨ªbulo casi desierto siguiendo al hombre del carrito que me recibi¨® el equipaje a la salida, y all¨ª sufr¨ª el primer impacto del regreso. No se notaba por ninguna parte la militarizaci¨®n que supon¨ªa ni el menor rastro de miseria. Es verdad que no est¨¢bamos en el enorme y sombr¨ªo aeropuerto de Los Cerrillos, donde 12 a?os antes hab¨ªa empezado mi exilio en una lluviosa noche de octubre con un terrible sentimiento de desbandada, sino en el moderno aeropuerto de Pudahuel, donde hab¨ªa estado de prisa y una sola vez antes del golpe militar. Pero de todos modos no se trataba de un a impresi¨®n subjetiva. No encontraba por ninguna parte el aparato armado que yo hab¨ªa supuesto, sobre todo en aquella ¨¦poca, bajo el estado de sitio. Todo en el aeropuerto era limpio y luminoso, con anuncios de colores alegres y tiendas grandes y bien surtidas con art¨ªculos de importaci¨®n, y no hab¨ªa a la vista ni un guardi¨¢n de rutina para dar una informaci¨®n de caridad a un viajero extraviado. Los taxis que esperaban en el and¨¦n no eran los decr¨¦pitos de anta?o, sino modelos japoneses recientes, todos iguales y ordenados.
Pero el momento no era para reflexiones prematuras, porque Elena no aparec¨ªa, y yo ten¨ªa ya las maletas en el taxi y el reloj avanzaba con una velooidad de v¨¦rtigo hacia el toque de queda. All¨ª tuve otra duda. De acuerdo con nuestras normas, si uno de los dos se quedaba, el otro seguir¨ªa adelante y avisar¨ªa a los tel¨¦fonos que ten¨ªamos previstos para cualquier emergencia. Pero era muy dif¨ªcil tomar la decisi¨®n de irme solo, y m¨¢s cuando no est¨¢bamos de acuerdo sobre el hotel adonde llegar¨ªamos. En el formulario de entrada al pa¨ªs yo hab¨ªa puesto El Conquistador, por ser un hotel donde van hombres de negocio, y era por tanto el que m¨¢s correspond¨ªa a nuestra falsa imagen. Adem¨¢s, yo sab¨ªa que all¨ª se alojaba el equipo italiano, pero pens¨¦ que Elena lo ignoraba.
Estaba a punto de renunciar a la espera, temblando de ansiedad y de fr¨ªo, cuando la vi corriendo hacia m¨ª, perseguida de cerca por un hombre de civil que agitaba un impermeable oscuro. Me qued¨¦ petrificado, prepar¨¢ndome para lo peor, cuando por fin el hombre le dio alcance y le entreg¨® el impermeable que ella hab¨ªa olvidado en el mostrador de la aduana. Su demora ten¨ªa otra causa: a la cancerbera le hab¨ªa llamado la atenci¨®n que viajara sin equipaje, y hab¨ªan hecho un registro minucioso de cada uno de los objetos de su malet¨ªn de mano, desde los documentos de identidad hasta las cosas de tocador. No pod¨ªan imaginarse, por supuesto, que el peque?o receptor de radio japon¨¦s que ella llevaba era tambi¨¦n un arma, pues nos mantendr¨ªa en contacto con la resistencia interna mediante una frecuencia especial. Sin embargo, yo estaba m¨¢s angustiado que ella, pues calcul¨¦ que su retraso hab¨ªa sido de m¨¢s de media hora, y ella me demostr¨® en el taxi que hab¨ªa sido de s¨®lo seis minutos. El taxista, por su parte, acab¨® de tranquilizarme con la observaci¨®n de que no faltaban 20 minutos para el toque de queda, como yo pensaba, sino que todav¨ªa faltaban 80, pues mi reloj ten¨ªa a¨²n la hora de R¨ªo de Janeiro. En realidad, eran las diez y cuarenta de una noche densa y helada.
?Y para esto vine?
A medida que avanz¨¢bamos hacia la ciudad, el j¨²bilo con l¨¢grimas que ten¨ªa previsto para el regreso iba siendo sustituido por un sentimiento de incertidumbre. En efecto, el acceso al antiguo aeropuerto de Los Cerrillos era una carretera antigua a trav¨¦s de tugurios industriales y barriadas pobres, que sufrieron una represi¨®n sangrienta durante el golpe militar. El acceso al actual aeropuerto internacional, en cambio, es una autopista iluminada como en los pa¨ªses mejor desarrollados del mundo, y esto era un mal principio para alguien como yo, que no s¨®lo estaba convencido de la maldad de la dictadura, sino que necesitaba ver sus fracasos en la calle, en la vida diaria, en los h¨¢bitos de la gente, para filmarlos y divulgarlos por el mundo. Pero cada metro que avanz¨¢bamos, la pesadumbre original iba convirti¨¦ndose en una franca desilusi¨®n. Elena me confes¨® m¨¢s tarde que tambi¨¦n ella, aunque hab¨ªa estado en Chile varias veces en ¨¦pocas recientes, hab¨ªa padecido el mismo desconcierto.
No era para menos. Santiago, al contrario de lo que nos contaban en el exilio, se mostraba como una ciudad radiante, con sus venerables monumentos iluminados y mucho orden y limpieza en las calles. Los instrumentos de la represi¨®n eran menos visibles que en Par¨ªs o Nueva York. La interminable alameda Bernardo O'Higgins se abr¨ªa ante nuestros ojos como un torrente de luz, desde la hist¨®rica Estaci¨®n Central, construida por el mismo Gustave Eiffel que hizo la torre de Par¨ªs. Inclusive las putitas trasnochadas en la acera opuesta eran menos indigentes y tristes que en otros tiempos. De pronto, del mismo lado en que yo viajaba apareci¨® el palacio de la Moneda como un fantasma indeseado. La ¨²ltima vez que lo hab¨ªa, visto en un cascar¨®n cubierto de cenizas. Ahora, restaurado y otra vez en uso, parec¨ªa una mansi¨®n de ensue?o al fondo de un jard¨ªn franc¨¦s.
Los grandes s¨ªmbolos de la ciudad desfilaban por la, ventanilla. El Club de la Uni¨®n, donde los momios mayores se reun¨ªan a manipular los hilos de la pol¨ªtica tradicional; las ventanas apagadas de la universidad, la iglesia de San Francisco, el palacio imponente de la Biblioteca Nacional, los almacenes Par¨ªs. A mi lado, Elena se ocupaba de la vida real, convenciendo al ch¨®fer de que nos llevara al hotel El Conquistador, pues insist¨ªa en que fu¨¦ramos a otro donde sin duda le pagaban por llevar clientes. Lo trataba con mucho tacto, sin decir o hacer nada que pudiera ofenderlo o le llamara la atenci¨®n, pues muchos taxistas de Santiago son informantes de la polic¨ªa. Yo estaba demasiado confundido para intervenir.
A medida que nos acerc¨¢bamos al centro de la ciudad, desist¨ª de mirar y admirar el esplendor material con que la dictadura trataba de borrar el rastro sangriento de m¨¢s de 40.000 muertos, 2..000 desaparecidos; y un mill¨®n de exiliados. En cambio, me fijaba en la gente, que andaba con una prisa inusitada, tal vez por la proximidad del toque de queda. Pero no fue s¨®lo eso lo que me conmovi¨®. Las almas estaban en sus rostros sacudidos por el viento helado. Nadie hablaba, nadie miraba, en ninguna direcci¨®n definida, nadie gesticulaba ni sonre¨ªa, nadie hac¨ªa el menor gesto que delatara su estado de ¨¢nimo dentro de los abrigos oscuros, como si todos estuvieran solos en una ciudad desconocida. Eran rostros en blanco que no revelaban nada. Ni siquiera miedo. Entonces empez¨® a cambiar mi estado de ¨¢nimo, y no pude resistir la tentaci¨®n de abandonar el taxi para perderme entre la muchedumbre. Elena me hizo toda clase de advertencias razonables, pero no tantas ni tan expl¨ªcitas como hubiera querido, por temor de que la oyera el ch¨®fer. Presa de una emoci¨®n irresistible, hice parar el taxi y me baj¨¦ con un portazo.
No camin¨¦ m¨¢s de 200 metros, indiferente a la inminencia del toque de queda, pero los primeros 100 me bastaron para emprender la recuperaci¨®n de mi ciudad. Camin¨¦ por la calle Estado, por la calle Hu¨¦rfanos, por todo un sector cerrado al tr¨¢nsito de veh¨ªculos para solaz de los peatones, como la calle Florida de Buenos Aires, la Via Condotti de Roma, la plaza de Beaubourg de Par¨ªs, la Zona Rosa de la Ciudad de: M¨¦xico. Era otra buena creaci¨®n. de la dictadura, pero a pesar de los esca?os para sentarse a conversar, a pesar de la alegr¨ªa de las luces, de los canteros de flores bien cuidados, aqu¨ª se transparentaba la realidad. Los pocos grupos que conversaban en la esquina lo hac¨ªan en voz muy baja para no ser escuchados por los tantos o¨ªdos dispersos de la tiran¨ªa, y hab¨ªa vendedores de cuantas baratijas se pod¨ªan concebir, y muchos ni?os pidiendo dinero a los peatones. Sin embargo, lo que m¨¢s me llam¨® la atenci¨®n fueron los predicadores evang¨¦licos tratando de vender la f¨®rmula de la dicha eterna a quien quisiera o¨ªrlos. De pronto, a la vuelta de una esquina, me encontr¨¦ de manos a boca con el primer carabinero que ve¨ªa desde mi llegada. Se paseaba con mucha calma de un extremo al otro de la acera, y hab¨ªa varios en una cabina de vigilancia en la esquina de Hu¨¦rfanos. Sent¨ª un vac¨ªo en el est¨®mago, y las rodillas empezaron a fallarme. Me dio rabia la sola idea de que cada vez que viera un carabinero iba a sentirme en aquel estado. Pero pronto me di cuenta de que tambi¨¦n ellos estaban tensos, vigilando con ojos ansiosos a los transe¨²ntes, y la impresi¨®n de que ten¨ªan m¨¢s miedo que yo me sirvi¨® de consuelo. No les faltaba raz¨®n. Pocos d¨ªas despu¨¦s de mi viaje a Chile, la resistencia clandestina hizo volar con dinamita aquel puesto de vigilancia.
En el centro de mis nostalgias
Eran las claves del pasado. Ah¨ª estaba el memorable edificio del antiguo Canal de Televisi¨®n y el Departamento de Audiovisuales, donde hab¨ªa empezado mi carrera de cine. All¨ª estaba la Escuela de Teatro, adonde llegu¨¦ desde mi pueblo de la provincia, a los 177 a?os, para presentar un examen de admisi¨®n que fue definitivo en mi vida. All¨ª hac¨ªamos tambi¨¦n las concentraciones pol¨ªticas de la Unidad Popular, y hab¨ªa vivido mis a?os m¨¢s dif¨ªciles y decisivos. Pas¨¦ por el cine City, donde hab¨ªa visto por primera vez las obras maestras que todav¨ªa me exaltan la vocaci¨®n, y entre ellas la menos olvidable de todas: Hiroshima, mon amour. De pronto, alguien pas¨® cantando la c¨¦lebre canci¨®n de Pablo Milan¨¦s: Yo pisar¨¦ las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado. Era una casualidad demasiado grande para soportarla sin sentir un nudo en la garganta. Estremecido hasta los huesos, me olvid¨¦ de la hora, me olvid¨¦ de mi identidad, de mi condici¨®n clandestina, y por un instante volv¨ª a ser yo mismo y nadie m¨¢s en mi ciudad recuperada, y tuve que resistir el impulso irracional de identificarme gritando mi nombre con todas las fuerzas de mi voz, y enfrentarme a quien fuera por el derecho de estar en mi casa.
Regres¨¦ llorando al hotel al borde del toque de queda, y el portero tuvo que abrirme la puerta que acababa de cerrar. Elena nos hab¨ªa registrado en la recepci¨®n, y estaba ya en el cuarto, colgando la antena del radio port¨¢til. Parec¨ªa tranquila, pero cuando me vio entrar estall¨® como una esposa ejemplar. No pod¨ªa concebir que yo hubiera corrido el riesgo gratuito de caminar solo por las calles hasta el instante mismo del toque de queda. Pero yo no estaba para sermones, y tambi¨¦n me comport¨¦ como un esposo ejemplar. Sal¨ª con un portazo, y fui a buscar al equipo italiano dentro del mismo hotel.
Toqu¨¦ en la habitaci¨®n 306, dos pisos m¨¢s abajo del nuestro, y me prepar¨¦ para no equivocarme en el largo santo y se?a que hab¨ªa acordado en Roma con la directora del equipo dos meses antes. Una voz medio dormida -la c¨¢lida voz de Grazia, que yo hubiera reconocido sin necesidad de ninguna clave me pregunt¨® desde dentro:
-?Qui¨¦n es?
-Gabriel.
-?Qu¨¦ m¨¢s? -pregunt¨® Grazia.
-Los Arc¨¢ngeles -dije.
-?San Jorge y san Miguel?
Su voz, en vez de serenarse con la certidumbre de las respuestas se hac¨ªa cada vez m¨¢s temblorosa. Era raro, porque tambi¨¦n ella deb¨ªa conocer mi voz despu¨¦s de nuestras largas conversaciones en Italia, y sin embargo prolong¨® el santo y se?a aun despu¨¦s de que yo le confirm¨¦ que los arc¨¢ngeles eran san Jorge y san Miguel.
-Sarco -dijo.
Era el apellido del personaje de la pel¨ªcula que no hice en San Sebasti¨¢n -Viajero de las cuatro estaciones-, y le respond¨ª con el nombre:
-Nicol¨¢s.
Grazia -que es una periodista curtida en misiones dif¨ªciles- no se conform¨® con tantas pruebas:
-?Cu¨¢ntos pies de pel¨ªcula? -pregunt¨®.
Entonces yo comprend¨ª que quer¨ªa seguir el santo y se?a hasta el final, que era muy lejano, y tem¨ª que aquel juego sospechoso fuera escuchado en los cuartos vecinos.
-No jodas m¨¢s y ¨¢breme la puerta -dije.
Pero ella, con un rigor que iba a manifestarse a cada minuto de los pr¨®ximos d¨ªas, no abri¨® la puerta hasta el final de la clave. "Maldita sea", me dije, pensando no s¨®lo en Elena, sino tambi¨¦n en la Ely. "Todas las mujeres son iguales". Y segu¨ª respondiendo al cuestionario con lo que m¨¢s detesto en la vida, que es la sumisi¨®n de los esposos amaestrados. Cuando llegamos a la ¨²ltima l¨ªnea, la misma Grazia juvenil y encantadora que hab¨ªa conocido en Italia abri¨® la puerta sin reservas, me mir¨® como si hubiera visto un fantasma , y volvi¨® a cerrar aterrorizada. M¨¢s tarde me dijo: "Te vi como alguien a quien hab¨ªa visto antes, pero que no sab¨ªa qui¨¦n era". Era comprensible. En Italia hab¨ªa conocido a un Miguel Litt¨ªn tirado al descuido, con barba, sin lentes y vestido de cualquier modo, y el hombre que hab¨ªa tocado a su puerta era calvo, miope y bien afeitado, y estaba vestido como un gerente de banco.
-Abre tranquila -le dije-. Soy Miguel.
Aun despu¨¦s de que me examin¨® con atenci¨®n y me hizo entrar, segu¨ªa mir¨¢ndome con cierta reticencia. Antes de saludarme hab¨ªa puesto la radio a todo volumen para impedir que nuestra conversaci¨®n fuera escuchada en las habitaciones contiguas o grabada con micr¨®fonos ocultos. Pero estaba tranquila. Hab¨ªa llegado una semana antes con su equipo de tres personas, y ya ten¨ªan las credenciales y permisos para trabajar, gracias a los buenos oficios de su embajada, cuyos funcionarios ignoraban, por supuesto, cu¨¢l era nuestro verdadero prop¨®sito. M¨¢s a¨²n: ya hab¨ªan empezado a filmar a los altos funcionarios del r¨¦gimen que asistieron noches antes a una representaci¨®n de gala de Madame Butterfly ofrecida por la Embajada italiana en el teatro Municipal. El general Pinochet hab¨ªa sido invitado, pero se excus¨® a ¨²ltima hora. Sin embargo, el equipo gala fue muy importante para nosotros, porque as¨ª se estableci¨® de un modo oficial su presencia en
Santiago, y ser¨ªa visto por las calles sin ning¨²n recelo en los d¨ªas siguientes. Por otra parte, el permiso para filmar en el interior del palacio de la Moneda estaba ya en tr¨¢mites, y quienes lo solicitaron hab¨ªan recibido seguridades de que no habr¨ªa ning¨²n obst¨¢culo.
La noticia me entusiasm¨® tanto que quise empezar a trabajar de inmediato. De no haber sido por el toque de queda, habr¨ªa pedido a Grazia que despertara al resto del equipo para que nos fu¨¦ramos a dejar el testimonio de mi primera noche de regreso. Hicimos planes concretos para empezar a filmar desde las primeras horas, pero coincidimos en que el resto del equipo no deb¨ªa conocer el programa con anticipaci¨®n y deb¨ªa creer que era ella quien los dirig¨ªa. Grazia, por su parte, no sabr¨ªa nunca
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que hab¨ªa otros dos equipos trabajando en la misma pel¨ªcula. Hab¨ªamos avanzado mucho, tomando sorbos de grappa, un aguardiente italiano a fuego vivo que ella llevaba siempre, casi como un amuleto, cuando son¨® el tel¨¦fono. Ambos saltamos al mismo tiempo, y Grazia lo cogi¨® al vuelo, escuch¨® un instante y volvi¨® a colgar. Era alguien de la recepci¨®n del hotel que ped¨ªa bajar el volumen de la m¨²sica porque un hu¨¦sped de los cuartos contiguos hab¨ªa llamado para quejarse.
Un pavoroso silencio para recordar
Hab¨ªan sido demasiadas emociones para un solo d¨ªa. Cuando volv¨ª a mi habitaci¨®n, Elena navegaba en un sue?o apacibie, pero hab¨ªa dejado encendida la luz de mi mesa de noche. Me desvest¨ª sin ruidos, prepar¨¢ndome para dormir como Dios manda, pero fue imposible. Tan pronto como me tend¨ª en la cama tom¨¦ conciencia del silencio pavoroso de la queda. No puedo imaginarme otro silencio igual en el mundo. Un silencio que me oprim¨ªa el pecho, y segu¨ªa oprimiendo m¨¢s y m¨¢s, y no terminaba nunca. No hab¨ªa un solo ruido en la vasta ciudad apagada. Ni el ruido del agua en las ca?er¨ªas, ni la respiraci¨®n de Elena, ni los propios ruidos de mi cuerpo dentro de m¨ª mismo.
Me levant¨¦ agitado y me asom¨¦ por la ventana, tratando de respirar el aire libre de la calle, tratando de ver la ciudad desierta pero real, y nunca la hab¨ªa visto tan solitaria y triste desde que llegu¨¦ por la primera vez en los d¨ªas inciertos de mi adolescencia. La ventana estaba en un quinto piso, y daba a un callej¨®n sin salida de muros altos y chamuscados, por encima de los cuales s¨®lo se ve¨ªa un pedazo de cielo a trav¨¦s de una neblina cenicienta. No me sent¨ª en mi tierra, ni siquiera en la vida real, sino como un criminal cercado dentro de una de las viejas pel¨ªculas invernales de Marcel Carn¨¦.
Doce a?os antes, a las siete de la ma?ana, un sargento del Ej¨¦rcito. al frente de una patrulla, hab¨ªa soltado sobre mi cabeza una r¨¢faga de ametralladora, y me orden¨® incorporarme al grupo de prisioneros que iban arreando hacia el edificio de Chile Films, donde yo trabajaba. La ciudad entera se estremec¨ªa con las cargas de dinamita, los disparos de armas largas, los vuelos rasantes de los aviones de guerra. El sargento que me hab¨ªa detenido andaba tan ofuscado que me pregunt¨® qu¨¦ estaba pasando. "Nosotros somos neutrales", dec¨ªa. Pero no supe por qu¨¦ lo dec¨ªa ni a qui¨¦n inclu¨ªa en el plural. En un momento en que nos quedamos solos me pregunt¨®:
-?Usted es el que hizo El chacal de Nahualtoro?
Le contest¨¦ que s¨ª, y pareci¨® olvidarse de todo, de los tiros, de las cargas de dinamita, de las bombas incendiarias en el palacio de los presidentes, y me pidi¨® que le explicara c¨®mo se hace para que a los falsos muertos de las pel¨ªculas les salga sangre por las heridas. Se lo expliqu¨¦ y pareci¨® fascinado. Pero casi en seguida volvi¨® a la realidad.
-No miren para atr¨¢s -nos grit¨®- porque les vuelo la cabeza.
Hubi¨¦ramos cre¨ªdo que era un juego de no ser porque minutos antes hab¨ªamos visto los primeros muertos en la calle, un herido desangr¨¢ndose en una acera sin auxilio de nadie, bandas de civiles rematando a garrotazos a los partidarios del presidente Salvador Allende. Hab¨ªamos visto a un grupo de prisioneros de espaldas contra un muro, y a un pelot¨®n de soldados que fing¨ªan fusilarlos. Pero los mismos soldados que nos conduc¨ªan preguntaban qu¨¦ estaba pasando, e insist¨ªan: "Nosotros somos neutrales". El estruendo y la confusi¨®n eran enloquecedores.
El edificio de Chile Films estaba rodeado de soldados con ametralladoras emplazadas en tr¨ªpodes y apuntando hacia la entrada principal. Un portero de boina negra, con la insignia del Partido Socialista, sali¨® a nuestro encuentro.
-Ah -grit¨® se?al¨¢ndome-, ese caballero, el se?or Litt¨ªn, es el responsable de todo lo que ocurre aqu¨ª.
El sargento le dio un empuj¨®n que lo tir¨® por tierra.
-V¨¢yase a la mierda -le grit¨®- No sea maric¨®n.
El portero se puso en cuatro patas, aterrorizado, y me pregunt¨®:
-?No se toma un cafecito, se?or Litt¨ªn? ?Un cafecito?
El sargento me pidi¨® que averiguara por tel¨¦fono lo que estaba pasando. Trat¨¦ de hacerlo, pero no logr¨¦ comunicaci¨®n con nadie. A cada instante entraba un oficial que daba una orden, y luego otro que daba la orden contraria: que fum¨¢ramos, que no fum¨¢ramos, que nos sent¨¢ramos, que nos pusi¨¦ramos de pie. Al cabo de una media hora lleg¨® un soldado muy joven y me se?al¨® con el fusil.
-?igame, sargento -dijo-, ah¨ª est¨¢ una se?orita rubia preguntando por este caballero.
Era la Ely, sin duda. El sargento sali¨® a hablar con ella. Mientras tanto, los soldados nos contaron que los hab¨ªan sacado desde la madrugada, que no hab¨ªan desayunado, que ten¨ªan orden de no aceptar nada, que ten¨ªan fr¨ªo, que ten¨ªan hambre. Lo ¨²nico que pudimos hacer por ellos fue dejarles nuestros cigarrillos.
En ¨¦sas est¨¢bamos cuando el sargento volvi¨® con un teniente que comenz¨® a identificar a los prisioneros para llev¨¢rselos al estadio. Cuando me toc¨® el turno, el sargento no me dio tiempo de contestar.
-No, mi teniente -le dijo a su oficial-, este se?or no tiene nada que ver, vino aqu¨ª a presentar un reclamo porque unos vecinos le destrozaron a palos el autom¨®vil.
El teniente me mir¨® perplejo.
-?C¨®mo puede ser tan huev¨®n para reclamar nada en este rnomento? -exclam¨®- ?M¨¢ndese a volar!
Ech¨¦ a correr, convencido de que me iban a disparar por la espalda con el eterno pretexto de la ley de fuga. Pero no fue as¨ª. La Ely, a quien un amigo le hab¨ªa dicho que me hab¨ªan fusilado frente a Chile Films, ven¨ªa a recoger el cad¨¢ver. En varias casas de la calle estaban izando banderas, que era la clave acordada para que los militares reconocieran a sus partidarios. Por otra parte, ya hab¨ªamos sido denunciados por una vecina que conoc¨ªa nuestra relaci¨®n con el Gobierno, mi participaci¨®n entusiasta en la campa?a presidencial de Allende, las reuniones que se hac¨ªan en mi casa mientras el golpe militar iba haci¨¦ndose inminente. De modo que no volvimos a casa, sino que pasamos un mes cambi¨¢ndonos de un lugar a otro, con los tres ni?os y las cosas m¨¢s indispensables, huyendo de la muerte que nos pisaba los talones, hasta que el cerco se hizo tan asfixiante que nos meti¨® a la fuerza por el t¨²nel del exilio.
Ma?ana, tercer cap¨ªtulo: Tambi¨¦n los que se quedaron son exiliados.
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