Canto a la ciudad
Para quienes se quejan constantemente de la concentraci¨®n urbana es una delicia. Escasez de autom¨®viles, sol¨ªcitos camareros, disponibilidad de taxis, ausencia de aglorneraciones en los comercios. En las vacaciones y en los largos puentes es como el reinicio de una feliz Arcadia.Este desarrollo ciudadano es m¨¢s bien un fen¨®meno que nos llega tarde; lo que ayer fueron grandes ciudades no dejar¨ªan de ser hoy simples aldeas. Pi¨¦nsese que, en su ¨¦poca de mayor gloria, Atenas apenas si ten¨ªa un pu?ado de ciudadanos, 32.000 si nos atenernos a los puntillosos en la exactitud estad¨ªstica.
En la antig¨¹edad existi¨®, sin embargo, una ciudad comparable con M¨¦xico DF, Nueva York o Tokio; una cosm¨®polis mediter¨¢nea, impresionante en su tama?o y composici¨®n. Alejandr¨ªa naci¨® de Grecia, fue africana y asimismo hotel de los viajantes llegados de Oriente Pr¨®ximo; tambi¨¦n refugio de la todav¨ªa no concluida di¨¢spora jud¨ªa. Cuando los estudiantes de la universidad decidieron calcular el n¨²mero de ciudadanos, contabilizaron m¨¢s de un mill¨®n de habitantes, cifra que luego alcanzar¨ªa Bagdad, pero que dejaba a Roma y Atenas como poblados humanos casi marginales. Incluso culturalmente, Alejandr¨ªa era como el Par¨ªs de Jack Lang; a su c¨¦lebre universidad fue la primera versi¨®n escrita de los poemas de Homero, la debida a Aristarco, un genio que tuvo la habilidad de separar el grano ¨¦pico de la paja recitativa y atac¨® con un obel¨ªs -un trazo circular no caucasiano- todos aquellos pasajes que consider¨® ap¨®crifos. Nadie puede negar a Aristarco el t¨ªtulo de primer cr¨ªtico literario de la humanidad.
Con la aparici¨®n de las grandes ciudades nace tambi¨¦n en literatura un nuevo g¨¦nero creado por Te¨®crito: el idilio. Con el nacimiento de las mecr¨®polis -gases, contaminaci¨®n, desechos- se genera un sue?o po¨¦tico para salir de estampida de la urbe, pues Te¨®crito pretende dejar atr¨¢s la gran ciudad y reinstalar el esp¨ªritu virginal de la naturaleza. ?Acaso no es Te¨®crito el primer ecologista de la humanidad? "Beatus ille" ("?dichoso aquel!") que huye de las playas en agosto, de las cumbres en enero. Dichoso aquel que parte, en cualquier tiempo, en busca de la libertad.
Seguir el rastro de las grandes ciudades a trav¨¦s de la Edad Media o el Renacimiento es tarea ardua; confieso que carezco de tiempo y ganas de revisar miles de serranillas o madrigales, y me quedo con el cuadro campestre, esa bella historia amorosa en donde los pastores se entregan a la siesta, a las frescas sombras y a las susurrantes aguas no contaminadas por la industria qu¨ªmica o las factor¨ªas papeleras.
La ciudad -el poeta- hab¨ªa engendrado su m¨¢s puntual contrafigura: oficializar la vida. Y el pastor ganaba un prestigio, todav¨ªa no perdido, que me parece: injusto, pues si defiende a las ovejas del lobo, no duda en mand¨¢rselas al carnicero para que las mate.
Pero volvamos a la poluci¨®n, maldigamos los amontonamientos humanos y clamemos contra el exceso de decibelios. La gajan ciudad es inhabitable y hostil; con la primera revoluci¨®n industrial, el cielo del poema se convirti¨® en humeante hulla, y el verde prado, en cementerio de residuos. Sin embargo, el desmesurado gigantismo hechiz¨® a Balzac: y a Baudelaire, por citar lo que tengo m¨¢s a mano. Para ellos la ciudad era s¨®lo eso, la ciudad, y en sus arcenes dejaron todas las consideraciones morales o ¨¦ticas.
En Balzac, la ciudad era el dinero que hab¨ªa que atrapar mientras circulaba por las venas de la urbe; en Baudelaire, la ciudad era el pecado, spleen, y, para ambos, Par¨ªs era Par¨ªs, y lo dem¨¢s, la nada.
Hemos subvertido el orden ecol¨®gico, y tal vez los limpios espacios existen tan s¨®lo en otras latitudes. Yo, como Aristarco, hago sobre la gran ciudad mi trazo circular y me conformo con mirar a las estrellas. Son siempre hermosas, aunque tenga casi que adivinarlas tras 1.000 antenas de televisi¨®n.
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