De Berl¨ªn a Valladolid
En mi ¨¦poca de estudiante yo llevaba un diario, que me acuerdo cerr¨¦ en Berl¨ªn, a los pocos d¨ªas de empezar la guerra civil. Muchos a?os conserv¨¦ aquellos cuadernos. Los he buscado ahora en vano para utilizar alg¨²n recuerdo de entonces, pero no he podido hallarlos.Mis recuerdos de julio de 1936 se vuelven precisos, para unos d¨ªas atroces e inolvidables, el d¨ªa. 17. Era s¨¢bado. El semestre en la Universidad, que yo hab¨ªa seguido como becario de la Junta para Ampliaci¨®n de Estudios, terminaba por aquellos d¨ªas, quiz¨¢ hab¨ªa terminado ya. Y ese d¨ªa, en Berl¨ªn veraniego y bastante caluroso, me hab¨ªa comprometido con mi amigo Ismael Roso de Luna a visitar un campamento de la Hitler-Jugend en Francfort del Oder. El viaje, de propaganda, organizado por el Partido Nacional socialista, era en autob¨²s, e ¨ªbamos un grupo de estudiantes extranjeros a compartir unas horas con los muchachos de la Juventud Hitleriana. Roso de Luna, ingeniero de minas que hab¨ªa ido a Berl¨ªn a estudiar microscopia electr¨®nica, querido compa?ero de alojamiento en la Hegelhaus, residencia para extranjeros de la universidad de Berl¨ªn instalada en la casa donde el fil¨®sofo vivi¨® sus ¨²ltimos a?os, era hijo del famoso ateneista don Mario, y persona de formaci¨®n liberal y de ideas incompatibles con el fascismo. Sin embargo, hab¨ªa encontrado interesante conocer un campamento de los hitlerianos, y decidimos ir a pasar aquel s¨¢bado all¨ª. Un campamento de juventudes fascistas, luego lo aprender¨ªa yo, es una de las cosas menos interesantes que hay, pero era un contacto nuevo. No recuerdo mucho de la visita al campamento. Vimos las tiendas, quiz¨¢ hab¨ªa piscina, etc¨¦tera. Los chicos eran muy j¨®venes y no pod¨ªan contarnos mucho. Participamos de su sobria comida. Disfrutamos del verde campo, y eso fue todo.
Cuando por la tarde, a primera hora, emprendimos el regreso a Berl¨ªn, el autob¨²s se detuvo en Francfort. En la plaza de aquella ciudad pend¨ªa en un quiosco una fila de las ¨²ltimas ediciones de peri¨®dicos (en aquella ¨¦poca, en que la radio no era tan importante, se hac¨ªan en Berl¨ªn ediciones de peri¨®dicos cada hora o cada dos). M¨¢s o menos en todos dec¨ªan lo mismo los grandes titulares en letra g¨®tica: "Espa?a, cortada del mundo. Se subleva el ej¨¦rcito de Marruecos".
Todo pod¨ªa esperarse desde que la violencia se hab¨ªa precipitado en las ¨²ltimas semanas. La mutua intolerancia entre derechas e izquierdas, los choques llenos de odio en las Cortes, la venta en la calle de peri¨®dicos de signo pol¨ªtico, con ajustes de cuentas entre los que, armados de pistolas, proteg¨ªan desafiantes a los que gritaban consignas, hab¨ªan ido encadenando un atentado tras otro, y por fin, a la muerte del teniente Castillo por j¨®venes falangistas o derechistas sucedi¨® la de Calvo Sotelo, jefe de la oposici¨®n en el Parlamento, por la polic¨ªa de Gobernaci¨®n. El golpe militar preparado por las derechas se puso en marcha, y el ej¨¦rcito concentrado en la zona espa?ola de Marruecos tom¨® la iniciativa con violencia implacable.
Recuerdo los d¨ªas angustiosos que siguieron para m¨ª en la Hegelhaus. Roso de Luna y algunos espa?oles m¨¢s decidieron aprovechar una ¨²ltima oportunidad y dejaron Berl¨ªn para regresar a Espa?a. Me qued¨¦ aislado, y entonces tuve noticias de que en un caf¨¦ de la avenida de Kurf¨¹rstendamm, alrededor de Eugenio Montes, que era entonces corresponsal de Abc, se reun¨ªan espa?oles, y all¨ª se recib¨ªan noticias. Comenc¨¦ a ser un asiduo de aquel caf¨¦. Montes, que siempre fue hombre de temperamento Iiberal, presid¨ªa aquella asamblea. Nos hac¨ªa part¨ªcipes de las noticias que le llegaban de la agencia alemana, que se llamaba entonces DNB, en manos de un recadero ya no joven, creo que jud¨ªo, acogido a aquel oficio en tiempos dif¨ªciles. Y aquellos d¨ªas, en el caf¨¦ Wien, nos reun¨ªamos bastantes espa?oles j¨®venes, estudiantes que ven¨ªan por all¨ª, y en la indecisi¨®n inicial de la guerra, sin noticias, con la amabilidad de Eugenio Montes y de su mujer, Natividad Zaro, que aparec¨ªa en las largas sesiones de caf¨¦, se pudo mantener una cort¨¦s neutralidad. Despu¨¦s de ocho o diez d¨ªas nos dividimos, y los que simpatizaron m¨¢s con el bando del Gobierno buscaron otro caf¨¦ en la acera de enfrente.
Al concentrarse en Berl¨ªn, en busca de noticias, estudiantes que estaban en otras ciudades de Alemania, apareci¨® un antiguo amigo m¨ªo, Mart¨ªn Almagro, al que conoc¨ªa desde el crucero del Mediterr¨¢neo de 1933. Estaba en Marburgo estudiando prehistoria de los celtas, y sus ideas hab¨ªan cambiado mucho desde que en el barco Ciudad de C¨¢diz formaba parte del grupo de extrema izquierda. Ahora se hab¨ªa dejado influir, como muchos, por la novedad del nacionalsocialismo, y cuando estall¨® la guerra se acord¨® de que su viejo padre, all¨¢ por tierras de Albarrac¨ªn, hab¨ªa sido carlista.
Otro de los asiduos del caf¨¦ Wien era un muchacho madrile?o, bastante m¨¢s joven que yo, que estaba en Berl¨ªn puede decirse que refugiado, huido de Madrid, enredado en una de aquellas tragedias. En una refriega hab¨ªa ca¨ªdo frente a ¨¦l un joven socialista o comunista. Ser¨¢ conveniente que olvide su nombre y que le llamemos X. X era alegre, simp¨¢tico, un poco c¨ªnico, y se convirti¨®, como el ¨²nico iniciado, en nuestro maestro de fascismo, una vez que un grupo, con Almagro entre los m¨¢s resueltos, nos fuimos inclinando a hacernos de Falange.
Mis recuerdos se vuelven m¨¢s vagos a medida que pasaron d¨ªas y todo empez¨® a convertirse en rutina. Con las noticias, muy incompletas, que iban llegando de Espa?a era dif¨ªcil al principio hacerse idea de lo que estaba pasando. Recuerdo que en discusiones de caf¨¦ pudimos, poco a poco, comprender que los nacionales dominaban una l¨ªnea de Pamplona a Salamanca, por Burgos y Valladolid. De Andaluc¨ªa nos d¨¢bamos cuenta de que tropas de ?frica hab¨ªan llegado a Sevilla. Enseguida se supo que Franco hab¨ªa volado a Marruecos, dejando aseguradas las Canarias. El triunfo de los republicanos fue completo en Madrid, Barcelona y todo el Norte, de Ir¨²n a Asturias. Luego se vio que dominaban tambi¨¦n Valencia y Cartagena. Pero Granada era nacional. Ni el Gobierno de Madrid, poco due?o de la situaci¨®n, ni menos los n¨²cleos que intentaba coordinar la llamada Junta de Burgos daban informaci¨®n suficiente. Empezaron a llegar a Espa?a periodistas extranjeros a ambos lados de las trincheras, y durante el mes de agosto las noticias en la Prensa se fueron haciendo m¨¢s abundantes y m¨¢s cre¨ªbles. Tambi¨¦n las propagandas de uno y otro bando comenzaron a perfilarse. Los alemanes del partido contribuyeron con un libro horrible, Das Rotbuch von Spanien, con fotograf¨ªas de horrores cometidos por los republicanos, lo mismo asesinatos de civiles, hombres y mujeres, en pueblos de Andaluc¨ªa y Extremadura, que momias de monjas expuestas, fuera de sus ata¨²des, de pie, a la puerta de los conventos de Barcelona. Ya algunos nos d¨¢bamos cuenta de que, desgraciadamente, igual se podr¨ªa hacer el libro blanco o azul con los horrores del otro bando.
Segu¨ªamos yendo al caf¨¦ Wien, coment¨¢bamos all¨ª las noticias, y tambi¨¦n entre nosotros corr¨ªan rumores fant¨¢sticos sobre el regreso a Espa?a. Montes hab¨ªa o¨ªdo que acaso tuvi¨¦ramos sitio en los aviones que Hitler iba a mandar a Espa?a. Tambi¨¦n se nos encomend¨® a algunos de nosotros custodiar, durante ciertas horas del d¨ªa, la embajada. El embajador de Espa?a, que se inclin¨® al bando rebelde, hab¨ªa pactado con otros funcionarios de la embajada, partidarios de Gobierno, la divisi¨®n de las oficinas y dependencias. ?l segu¨ªa habitando con su familia en la embajada, y durante el d¨ªa, los republicanos dispon¨ªan del piso bajo y del tercero, quedando el de enmedio para el embajador. Esta custodia de la embajada ten¨ªa el atractivo de participar algunos d¨ªas en la mesa y la sociedad del embajador y su familia, que nos invitaba amablemente.
Mi situaci¨®n en cuanto a dinero era mala. En mayo de aquel a?o, el Gobierno de Hitler hab¨ªa roto las relaciones econ¨®micas con Madrid, porque, contra los Juegos Ol¨ªmpicos de Berl¨ªn, montados con tanta orquesta de propaganda por Hitler, se iba a organizar una Olimpiada Popular en Barcelona. Durante largos meses no me lleg¨® ning¨²n envi¨®, y al fin, ya comenzada la guerra, recib¨ª de Madrid la pensi¨®n de mayo y junio, gracias a la cual pude comprar los billetes para el viaje de regreso y contribuir tambi¨¦n para el de X.
No me acuerdo de muchos de los espa?oles que estuvieron en Berl¨ªn en aquel tiempo. Eran principalmente m¨¦dicos que hab¨ªan ido a trabajar en su especialidad. La guerra comenz¨® a ser mon¨®tona, y vimos que no hab¨ªa ninguna posibilidad de ayuda para el viaje. Ni siquiera unas visitas que hicimos a una oficina de asuntos exteriores del partido dieron luz ninguna sobre nuestro regreso. Nos decidimos entonces, un grupo de 12 o 14, entre los que estaba Almagro, a organizar el viaje con nuestros recursos, y en los ¨²ltimos d¨ªas de agosto tomamos el tren para Hamburgo y all¨ª embarcamos en un buque tur¨ªstico que hac¨ªa un crucero por el Atl¨¢ntico, y que nos dejar¨ªa en Lisboa.
En la primavera de 1936, despu¨¦s de un viaje a Madrid en ¨¦poca de agitaci¨®n y huelgas que imped¨ªan la vida normal y no permitieron que yo leyera mi tesis doctoral en la facultad de ,Madrid, llegu¨¦ a Alemania. La h¨¢bil propaganda de Hitler sab¨ªa presentar como obra taumat¨²rgica el desarrollo industrial de Alemania, que en realidad no era cosa de aquellos pocos a?os desde 15133, sino que ven¨ªa de muchos decenios. El contraste con Espa?a, o con Francia misma, mostraba el evidente adelanto de Alemania, que nos era presentada como sacada del caos por aquel pol¨ªtico genial. Si se suma a esto el sentimentalismo irracional que mueve una guerra, y una guerra civil, se puede comprender que un joven de 25 a?os, desenga?ado de bienios y de frentes populares, opuesto a la pol¨ªtica confesional de nuestros cedistas, tan reaccionarios, y buen conocedor de la derecha tradicionalista y mon¨¢rquica de entonces, optara por lo que parec¨ªa una soluci¨®n nueva. Hasta el desequilibrio y locura que arrastraban, como ya se iba viendo, a Hitler y a su maestro, Mussolini, ten¨ªan un cierto atractivo cuando se comparaban los nombres, que pronto me ser¨ªan algo conocidos, de los dignos varones de la Junta de Burgos, o de los generales del golpe del 18 de julio, cuyas haza?as se hicieron tangibles enseguida.
En el barco tur¨ªstico alem¨¢n llegamos una soleada ma?ana a Lisboa. Desembarcamos con poco equipaje, pero con ramos de rosas rojas y gualdas regaladas por unas se?oras alemanas importantes que viajaban en el barco.
Hab¨ªa que pedir salvoconductos para entrar en la zona nacional En el lujoso hotel Avis ten¨ªa, en el bar, su recepci¨®n un grupo de elegantes marqueses, que representaban a la Junta de Burgos. Sin mayores dificultades nos dieron el documento colectivo a los dos grupos en que nos dividimos, para entrar por Salamanca o por Badajoz. Paramos unas horas en un modesto hotel junto a la plaza del Roc¨ªo. All¨ª fue el primer choque con la atroz realidad de Espa?a. Resid¨ªan en ¨¦l refugiados, familiares de v¨ªctimas de la guerra, huidos de los horrores de que daban cuenta cada d¨ªa los peri¨®dicos. Familias de luto llenaban el saloncito del hotel, y durante todo el d¨ªa lloraban y rezaban rosarios.
Volv¨ªa a Espa?a vestido con una camisa azul y con un correaje que nos hab¨ªan dado los nazis, fabricados con los s¨®lidos materiales que ellos usaban. Ya entonces se me ocurr¨ªa preguntarme c¨®mo pod¨ªa yo haber cambiado tanto. Partidario de la Rep¨²blica, espectador de los bandazos de la pol¨ªtica de aquellos a?os, hab¨ªa vivido desde Madrid, durante el curso 1934-1935, la revoluci¨®n de Barcelona y Asturias, y la represi¨®n consiguiente. El curso 1935-1936 lo hab¨ªa pasado en Par¨ªs hasta marzo, y all¨ª hab¨ªa presenciado la polarizaci¨®n fascista-comunista en la Cit¨¦ Un¨ªversitaire, en un momento en que los reg¨ªmenes parlamentarios y democr¨¢ticos se bat¨ªan en retirada ante la agresividad de los otros. Los mismos te¨®ricos de la democracia liberal vacilaban, y todo lo que fuera transigencia, mesura, equilibrio y convivencia parec¨ªa definitivamente pasado de moda.
Cuando llegu¨¦ a Valladolid, donde estaba mi familia, mis emociones eran muy confusas. Yo hab¨ªa pasado en mi ciudad natal tres a?os estudiando filosof¨ªa y letras, y no hac¨ªa m¨¢s que dos que me: hab¨ªa ido. Hab¨ªa sido organizador en la facultad de la asociaci¨®n republicana de estudiantes, la FUE, y trabaj¨¦ en ella mientras hubo un n¨²mero m¨ªnimo de afiliados. Varios de mis compa?eros supe enseguida que hab¨ªan sido fusilados. El terror en Valladolid se distingu¨ªa entre los m¨¢s violentos de la zona nacional, dondequiera que se concentraban fuerzas pol¨ªticas y militares. Cada amanecer iluminaba en las vecindades de Valladolid o de los pueblos grupos de rojos que hab¨ªan sido sacados de sus casas o de las prisiones, desde muy pronto con el visto bueno de la autoridad competente, y fusilados junto a la carretera por las milicias voluntarias o por fuerzas de orden p¨²blico.
Mi afiliaci¨®n, no escrita, por supuesto, a la Falange en Berl¨ªn, me: obligaba a presentarme, y acud¨ª a mi amigo de la ¨¦poca de estudiante Jos¨¦ Villanueva de la Rosa, uno de los jefes de la Falange, que ten¨ªa a su cargo la Prensa y propaganda. ?l me present¨® al jefe territorial, hermano de On¨¦simo Redondo, el fundador de las JONS de Valladolid, muerto al comienzo de la guerra en un encuentro con milicianos enemigos.
Por de pronto qued¨¦ a las ¨®rdenes de mi amigo Villanueva, y escrib¨ªa breves art¨ªculos para lo que ¨¦l llamaba circuito, de publicaci¨®n obligatoria en los diarios de la regi¨®n. Villanueva hab¨ªa hecho editar, con grandes tiradas, los discursos de Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera en un folleto. En aquellos discursos (el fundacional de 1933, el de noviembre de 1935, el de despu¨¦s de las elecciones del 1936) se presentaba una forma de fascismo menos rigurosa, m¨¢s literaria y m¨¢s cr¨ªtica de las derechas que la de la realidad. Cierto que estaba all¨ª la dial¨¦ctica de los pu?os y las pistolas, pero a veces asomaba un sincero deseo de comprender los afanes de revoluci¨®n de los despose¨ªdos, aunque no se daba del marxismo m¨¢s que una visi¨®n superficial. Convert¨ª aquel folleto en mi libro de lectura, y de ¨¦l saqu¨¦, a la vez que confirmaba mi irresignaci¨®n a todo lo que eran derechas, la renuncia a lo que hab¨ªan sido mis ideas casi desde la infancia. Ahora, al lector, como a m¨ª, le parecer¨¢ bastante superficial aquella especie de s¨ªntesis incompleta, y en el fondo acomodaticia. El tiempo y la realidad me librar¨ªan al fin de ella.
Mi adaptaci¨®n, entre luchas de ambiciones y de tendencias entre los falangistas, que hac¨ªan Inquieta la vida en la jefatura, no era f¨¢cil. En las luchas estudiantiles que comenzaron en la universidad de Valladolid en. 1932, y en las que alguna vez hube de enfrentarme con Gir¨®n, campe¨®n de pu?os, rodeado de su grupo, llamado luego tal vez a altos destinos pol¨ªticos, me hab¨ªa ganado enemigos que no ve¨ªan con buenos ojos mi reaparici¨®n con camisa azul. Pero no quiero cansar al lector con otras aventuras que me esperaban, y voy a terminar con un episodio que pudo haberse convertido para m¨ª en recuerdo horrible y que afortunadamente fue un viaje de informaci¨®n de lo que era la guerra civil en los primeros meses.
Pocos d¨ªas antes, San Sebasti¨¢n hab¨ªa sido liberado, como se dec¨ªa en el estilo de entonces. De repente me encontr¨¦ en un coche que, con otros dos m¨¢s, sal¨ªa de Valladolid para la capital de Guip¨²zcoa. Era un grupo de falangistas de los que a¨²n se llamaban de primera l¨ªnea, que prefer¨ªan las labores que se llamaban de limpieza. Desde el primer momento me sent¨ª aislado. Hicimos de noche el viaje a San Sebasti¨¢n, y pasamos all¨ª un par de d¨ªas. Fue turismo de guerra. Subimos al monte de San Marcial, teatro de lucha en los d¨ªas anteriores. All¨ª vi por primera vez cad¨¢veres de la guerra, tendidos entre las hierbas de lo m¨¢s alto. La muerte en la guerra, y el olor de la muerte, que volver¨ªa a encontrar en otras ocasiones, se me hicieron conocidos entonces. Tambi¨¦n visit¨¦, con mis camaradas, una casa de prostituci¨®n bastante pobre; hab¨ªa muy pocas mujeres, pues, seg¨²n nos dijeron, la mayor¨ªa hab¨ªa preferido seguir a los rojos. Y el ruido era atroz, pues requet¨¦s navarros, muchachos campesinos, cubierto el pecho de lo que llamaban detentes (unos escapularios con la estampa del Coraz¨®n de Jes¨²s y la inscripci¨®n "Detente, bala"), berreaban como salvajes y blasfemaban y reclamaban a, gritos mujeres; las habitaciones del piso, peque?as y casi vac¨ªas de muebles, resonaban con todos los ecos.
Nos fuimos de San Sebasti¨¢n, y entonces percib¨ª que el viaje hab¨ªa fracasado. Por las medias palabras de mis compa?eros me di cuenta de que hab¨ªan ido a San Sebasti¨¢n en busca de una o dos personas, al parecer quienes hab¨ªan sido sus carceleros en la ¨¦poca anterior a la guerra.
Hab¨ªan huido, o quiz¨¢. nunca hab¨ªan estado en San Sebasti¨¢n. La revancha de los antiguos presos contra sus carceleros fue fuente de terribles venganzas, como pude luego saber de alg¨²n otro caso. Afortunadamente, entonces no pudieron tomarla. Quiz¨¢ me hab¨ªan incluido en su expedici¨®n para sellar con mi participaci¨®n en una ejecuci¨®n mi conversi¨®n falangista.
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