Una casa para siempre
De mi madre siempre supe poco. Alguien la mat¨® en la casa de B¨¦rgamo, dos d¨ªas despu¨¦s de que yo naciera. El crimen fue todo un misterio que cre¨ª dar por resuelto el d¨ªa en que cumpl¨ª 20 a?os, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclam¨® mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproxim¨¢ndose al momento en que enmudecer¨ªa radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera. "Incluso las palabras nos abandonan", recuerdo que dijo, "y con eso est¨¢ dicho todo, pero antes debes saber que tu madre muri¨® porque yo as¨ª lo dispuse".Pens¨¦ de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comenc¨¦ a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada sent¨ªa que el mundo se hund¨ªa a mis pies y que atr¨¢s quedaban, pat¨¦ticamente dibujadas para siempre, las escenas (de alegr¨ªa y plenitud que me hab¨ªan hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen m¨ªtica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el d¨ªa, entreg¨¢ndose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a trav¨¦s de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pens¨¦ que, a su muerte, pasar¨ªa a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.
Pero aquel d¨ªa de aniversario, en Desenzano del Garda, se fug¨® de esa herencia todo instinto de ternura y tan s¨®lo conoc¨ª el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen m¨¢s remoto, dijo ¨¦l, deb¨ªa situarse en los primeros d¨ªas de abril de 1905, un a?o antes de que yo naciera, cuando, sinti¨¦ndose ¨¦l todav¨ªa joven y con ¨¢nimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribi¨® una carta de amor a una joven toscana que hab¨ªa conocido casualmente en Volterra y que le hab¨ªa parecido que reun¨ªa todas las condiciones para hacerle feliz, pues no s¨®lo era pobre y hu¨¦rfana, lo que a ¨¦l le facilitaba las cosas, va que pod¨ªa protegerla y ofrecerle una notable fortuna econ¨®mica, sino que, adem¨¢s, era hermosa, muy dulce, ten¨ªa el labio inferior m¨¢s sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que pose¨ªa un gran sentido de la subordinaci¨®n al hombre, algo que ¨¦l, a causa de sus dos anteriores infiernos conyuganles, valoraba muy especialmente.
DESDICHA MATRIMONIAL
Hab¨ªa que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le hab¨ªa mutilado, en un ins¨®lito ataque de furia, una oreja. Mi padre hab¨ªa sido tan enormemente desdichado, en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que ¨¦sta fuera dulce y servil. Mi madre reun¨ªa esas condiciones y ¨¦l sab¨ªa que una simple, carta, cuidadosamente redactada, pod¨ªa atraparla. As¨ª fue. La carta era tan apasionada y estaba tan h¨¢bilmente escrita que mi madre no tard¨® en presentarse en B¨¦rgamo. En el centro del laberinto de callejuelas de la Citta Alta, llam¨® a la puerta del empinado, estrecho y ennegrecido palacio de mi padre, quien, al parecer, no pudo ni quiso disimular su gran emoci¨®n al verla all¨ª en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un malet¨ªn azul que dej¨® caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de hu¨¦rfana, preguntaba si pod¨ªa pasar.
"Que aquel d¨ªa llov¨ªa sobre B¨¦rgamo", me dijo mi padre desde su lecho de muerte, "es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi a ella cruzar el umbral me pareci¨® que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sent¨ª dominado por el impulso er¨®tico m¨¢s intenso de mi vida".
Ese impulso parec¨ªa no tener ya l¨ªmites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval espa?ola en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre orden¨® que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realiz¨® encantada y hasta la extenuaci¨®n, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le orden¨® cari?osamente que se casara cuanto antes con ¨¦l.
Y aquella misma noche durmieron juntos, y m¨ª padre, dominado por esa suprema cursiler¨ªa que acompa?a a ciertos enamoramientos, tuvo la impresi¨®n de que, tal como hab¨ªa imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un p¨¢jaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareci¨® que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran fr¨¢giles como los de un p¨¢jaro.
"Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia bergamasca, te engendramos", me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.
Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedi¨® a la exigencia de un vaso de vodka. Me negu¨¦ a d¨¢rselo, pero, al amenazar con no proseguir su relato, por pura precauci¨®n ante el posible cumplimiento de esto, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que t¨ªa Silvana no loviera, llen¨¦ de vodka dos vasos. Hoy s¨¦ que todas mis precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos t¨ªa Silvana s¨®lo viv¨ªa para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del sal¨®n que representaba la coqueter¨ªa celestial de unos ¨¢ngeles al hacer uso de una escalera; s¨®lo viv¨ªa para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesi¨®n le distra¨ªa de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a ¨¦ste, en aquellos momentos s¨®lo viv¨ªa para alimentar la ilusi¨®n de su relato.
LUNA DE MIEL
Cuando hubo saciado su sed, mi padre pas¨® a contar que el viaje de luna de miel. tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirti¨® la primera anomal¨ªa en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advert¨ª la primera anomal¨ªa en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas elos ciudades con Par¨ªs y Londres, pero prefer¨ª no interrumpirle cuando o¨ª que me dec¨ªa que la anomal¨ªa de mi madre no -era exactamente un defecto, sino algo as¨ª como una peculiar man¨ªa. A ella le gustaba coleccionar panes.
En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panader¨ªas se convirti¨® en un extra?o deporte. Corripraban panes que eran perfectamente in¨²tiles, pues no estaban destiriados a ser devorados sino m¨¢s bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la colecci¨®n de mi madre. Muy pronto ¨¦l protest¨®, preguntando con ncitable crispaci¨®n a qu¨¦ obedec¨ªa aquella rara adoraci¨®n al pan.
"Algo tiene que comer la tropa", respondi¨® escuetamente mi madre, sonri¨¦ndole como quien le sigue la corriente a un loco. "Pero Diana, ?qu¨¦ clase de broma es ¨¦sta?", balbuci¨® desconcertadlo mi padre. Entonces, con ciert ?o aire de ausencia y esbozando la suave y so?adora mirada de las miopes, ella le dijo: "?No te parece que eres t¨² quien est¨¢ bromeando con esas preguntas tan absurdas que haces?".
"Siete d¨ªas estuvimos en Estambul", prosigui¨® c¨®nt¨¢ndome mi padre,"y eran unos 40 los panes que tu madre llevaba en su gran bolsa cuando llegamos a El Cairo. Como era una hora avanzada de la noche, yo marchaba feliz sabi¨¦ndome a salvo de las panader¨ªas cairotas, e incluso rne ofrec¨ª a llevar la bolsa. No sab¨ªa que aqu¨¦llas iban a ser nuestras ¨²ltimas horas de felicidad conyugal".
Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champa?a rosado y a la luz de la luna, en,la terraza de la habitaci¨®n del hotel. Pero unas horas despu¨¦s mi padre despert¨® en mitad de la noche cairot a y descubri¨® con gran sorpresa quie mi madre era son¨¢mbula y estaba bailando fren¨¦ticas tiranas sobre el sof¨¢. Trat¨® de no perder la calma y aguard¨® pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sue?o m¨¢s profundo. Pero cuando esto ocurri¨®,nuevos motivos de alarma se a?adieron a los anteriores. De repente, mi madre, hablando dormida, se gir¨® hacia ¨¦l y le dijo algo que, a todas luces, son¨® como una tajante e implacable orden: "A formar". Mi padre a¨²n no hab¨ªa salido de su asorribro cuando oy¨®: "Media vuelta. Rom-pan filas".
No pudo dormir en toda la noche y lleg¨® a sospechar que su mujer, en sue?os, le enga?aba con un regimiento entero. A la ma?ana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que, en el transcurso de las ¨²ltimas horas, ella hab¨ªa bailado tiranas y se hab¨ªa comportado como un perturbado general al que s¨®lo parec¨ªa interesarle dar ¨®rdenes y repartir panes entre la ?ropa. Quedaba el consuelo de que, durante el d¨ªa, su esposa segu¨ªa siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero ¨¦se no era un gran, consuelo, pues: si bien en las noches cairotas que: siguieron no reapareci¨® el tir¨¢nico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento, y de forma cada vez m¨¢s en¨¦rgica, las ¨®rdenes. "Y el toque de diana", me dijo mi padre, "comenz¨® a convertirse en un aut¨¦ntico calvario, pues cada d¨ªa, minutos antes de despertarse, los resoplidos que segu¨ªan a los ronquidos de tu madre parec¨ªan imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer".
?Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente, de lo que estaba narrando, y adem¨¢s resultaba impresionante ver c¨®mo, a las puertas de la muerte, manten¨ªa ¨ªntegro su habitual sentido del humor. ?Inventaba? Tal vez, y por ello prob¨¦ a mirarle con ojos incr¨¦dulos, pero no pareci¨® nada afectado y sigui¨®., serio e inrriutable, con su relato.
UN RASGO OCULTO
Cont¨® que cuando ella despertaba volv¨ªa a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panader¨ªa o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extra?as miradas melanc¨®licas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hac¨ªan guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una ma?ana incluso ensay¨® algunos pasos de tirana frente a los soldados, de modo que lentamente las cosas tambi¨¦n iban complic¨¢ndose de d¨ªa. M¨¢s de una vez eI se sinti¨® tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y dici¨¦ndole, por ejemplo "Eres son¨¢mbula, y adem¨¢s de bailar tiranas sobre los sof¨¢s con viertes el lecho conyugal en un campo de instrucci¨®n militar". Pero no le dijo nada porque temi¨® que si hablaba con ella de todo, esto tal vez fuera periudicial y lo ¨²nico que lograra ser¨ªa ponerla en la pista de un rasgo oculto de su personalidad: ciertas dotes de mando.
Pero un d¨ªa, mientras sub¨ªan a un camello, junto a las pir¨¢mides, mi padre cometi¨® el error de sugerirle el argumento de un relato breve que proyectaba escribir: "Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrever¨ªa a decir que ejemplar. Como todas las hisorias felices, no tendr¨ªa demasiado inter¨¦s de no ser porque ella, todas las noches, se transformaba, en sue?os, en un militar". A¨²n no hab¨ªa acabado la frase cuando mi madre baj¨® del camello y, tras mirarle desafiante, le orden¨® que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcis. Mi padre qued¨® aterrado porque comprendi¨® que a pastir de aquel momento no s¨®lo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que adem¨¢s recibir¨ªa orden tras orden.
En el viaje de regreso a B¨¦rgamo mi madre mandaba ya con tal autoridad que ¨¦l acab¨® confundi¨¦ndola con un general de la Leg¨ª¨®n Extranjera, y lo m¨¢s curioso fue que ella pareci¨® desde el primer momento identificarse plenamente con ese papel, pues se qued¨® como ausente y dijo que ve¨ªa camellos y que s sent¨ªa perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros, para templar el past¨ªs y el ajenjo y nargil¨¦s para el kif, escudri?ando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.
Y a su llegada a B¨¦rgamo, ya instalados en el viejo palacio de la Citta Alta, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo Ilameante y pendiente de la comisura de los labios, al verle a ¨¦l con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la rriarejada, medio ciego por el sol del desierto y convertido en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.
"Tu madre era un general", ce,ncluy¨® mi padre, "y no tuve in¨¢s remedio que ganar la batalla centratando a alguien para que la in atara. Pero eso s¨ª, aguard¨¦ a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confi¨¦ en que, el d¨ªa en que te contara todo esto, t¨² sabr¨ªas comprenderme".
INVENTAR HISTORIAS
Lo ¨²nico que yo, a esas alturas del relato, comprend¨ªa perfectainiente era que mi padre, en una actitud admirable en quien est¨¢ al lborde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proxiinidad de la muerte le retra¨ªa de su gusto por inventar historias. Y tuve la impresi¨®n de que deseaba legarme la casa de la ficci¨®n y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subi¨¦ndome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente: "Sin duda, me confunde usted con otra persona. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a t¨ªa Silvana, no es m¨¢s que un personaje inventado por m¨ª".
Me mir¨® con cierta desaz¨®n ti asta que por fin reaccion¨®. Vivarriente emocionado, me apret¨® la mano y me dedic¨® una sonrisa feliz, la de quien est¨¢ convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.
Mi padre, que en otros tiempos hab¨ªa cre¨ªdo en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una ¨²nica y definitiva fe: la de creer en una ficci¨®n que se sabe como ficci¨®n, salier que no existe nada m¨¢s y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficci¨®n y, sabi¨¦ndolo, creer en ella.
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